Caballo de Troya
Cuentos
ÍNDICE
HISTORIOGRAFÍA
9 Atrevimiento sobre las religiones
24 Una clarividencia inconfesable
36 La fritanga de las partículas
49 La tensión alta de una mujer bajita
50 Todas las naranjas huelen a Fanta
60 Eugenio, un hombre nostálgico
67 El cuento que no sabía contarse
74 Con la muerte en los talones
85 A las moscas les gusta Mozart
86 La importancia de llamarse Ernesto
Introducción
La ilusión de la vida es retomar caminos, encontrar los paisajes que nunca recorrimos del todo cuando estuvimos en ellos, saborear los recuerdos, vivirlos con alegría, como nuevos. La vida, que es un ruido, está fuera, y también es otro ruido más sordo que llevamos dentro; la vida suena como un grito entusiasmado, como una voz patriótica llamando a la batalla, como nuestra propia voz. Está en la otra parte, es la parte nuestra que no sabremos nunca. Si la poesía la disfruta, la prosa la libera.
Cuando empecé a escribir esta novela o estos cuentos era un cajón de sastre, le puse un nombre sonante "Caballo de Troya" y es el que sigue en el archivo de htm, luego busqué o hallé otro más repelente, casi carismático, La métrica intratable, digo en cierto modo porque si antes lo fue tal cual, el arte de la poética, ahora es una polisemia, me gusta la palabra porque se hace la misteriosa, pues ya no es lo mismo: métrica actual como la de la expansión del universo físico, medida de un nuevo teorema, que es lo que quiero diga. Por eso añadí lo de Arte inútil, para no dejar del todo a la Poesía y que bien dice del concepto que tengo yo de la utilidad de la poesía y lo mucho de artificioso y correcaminos que es la Poesía en la Literatura. Como no me gusta nada perder las cosas, dejo todos los títulos, aunque el principal sigue siendo Cuentos, en realidad la vida, que no es un sueño como dijo el genial escritor, es un cuento y cuando el cuento muestra su cara falsaria es cuando deja de serlo y toma la vida en serio.
Volviendo al tema, aquí quiero contar cosas, jugar vocablos, encontrar figuras, acercarme al teatro y al cine, a la prosa, a todas las cosas que me gustan, de las que hablé bien pero no entendía como algo vigoroso, sentido, obra de un autor. Ha habido un cambio. Quiero rescatarme de lo que no me gustó del todo en la poesía y dejar, incólume, cualquiera sea el lector, el buen juicio de aquellas cosas que me gustaron. Una fuerza indescriptible se ha apoderado de mí, es un otro yo. Esto sí que me podría dar miedo, porque la pasión parece contraria a la Literatura. ¿ Quiero hacer una colección de cuentos? ¿ Un cuento con muchos finales? Nada más, la manera de escribir que ahora siento.
La he dividido en dos partes: una Primera sofista, incorregible, toda mía; si por mío entiendo lo que no fue un proyecto, que es el origen, ( del capítulo primero al diecisiete) y una Segunda, del dieciocho hasta el final, de cuentos o novelada.
La primera parte trata sobre el Arte Inútil, título no tanto peyorativo como evocador del elegante apelativo que ya le dieron otros a las cosas artísticas, las que no sirven para llenar el bolsillo de los poetas ni para cosa alguna; al tiempo que dedicamos a escribir poesía y olvidamos nuestros negocios ( salvo Rimbaud, desde la escuela niño prodigio, que tempranamente, a los veinte años, dejó la Poesía y nunca más se refirió a ella, para dedicarse a trabajar, montar negocios en África con éxito económico. Sus cartas abisinas dan una imagen increíblemente distinta a la del poeta simbolista; sus escritos eran como de otro hombre y nunca se refirió a la Literatura, nada tenía que ver con el amigo de Paul Verlain. Se preocupó luego por su familia y estaba al tanto de sus necesidades y enfermedades, extrañamente en el poeta. Para mí lo interesante es ese cambio radical de la personalidad, lo digo muchas veces en mis cuentos, estamos habitados por otros, no como un signo de una enfermedad psiquiátrica sino por lo complejos que somos y por las veces que asfixiamos a nuestro yo interior, sobre todo si nos dejamos llevar por los convencionalismos y las costumbres. Yo es otro. Me hubiera gustado que Rimbaud hubiera sido el personaje de uno de mis cuentos, que los tengo también raros, en esa búsqueda de la diversidad crítica. Solo un genio de su personalidad pudo hacer un cambio tan magnífico, aunque los melifluos puedan criticarle, porque hay quienes dan más importancia al autor y su obra que al hombre. Y no lo es, la obra es casi una circunstancia, es más importante la persona, capaz de emprender nuevas aventuras, nuevas vidas completas. Rimbaud el negociante, en la distancia, recuperó a su familia, se preocupó por ellos, por la salud de su madre, el malo, en su caso, fue el poeta. Creo que todas las personas abortamos parte de nosotros: una vida vivida de manera distinta, como la del soldado desaparecido que cambia de patria y nadie lo vuelve a ver, como la de todos aquellos que bajan a comprar tabaco y su familia nunca sabrá más de ellos. Pero todos los hombres, sean o no escritores, tienen derecho a buscar su felicidad, a encontrarse con su personaje que vive dentro de él y casi nunca tuvo una oportunidad. Por supuesto para el bien. La Literatura, la gloria poética no es nada; aunque sea en secreto, ahora que nadie me oye, diré que casi nadie nos lee, nuestros libros pasan y pasarán todo el tiempo callados, por lo menos los de mi biblioteca, cada día soy peor lector. )
La segunda parte son Cuentos. Yo sé lo que significan para mí, negando mi necesidad de cumplir con los amores eternos, para abrazar la vida toda, desde el amor y la repugnancia, pues ambas cosas son la vida real. Cuentos y más cuentos. Realidad y denuncia. Estos relatos tomaron un camino para mí acertado, casi novelesco, hecho a trozos. Siento una gran fuerza al escribirlos, una fuerza para mí increíble, desde mi otro yo machacado tontamente por ignorancia íntima, como un nudo de fuerzas que me llevan a escribir de todo, con detalles incluso y una libertad arrebatadora. Ahora retomo al escritor en prosa que fui primero. No es que deje la Poesía, eso es imposible, el poema sigue teniendo su corto instante, pero mi poesía ya se sabe todo de sí misma, no tiene la libertad de mi prosa que no quiere ser lo mejor, ni lo ideal, sino que se conforma con ser auténtica y que viene bien a esta búsqueda del yo recuperable. La prosa me entusiasma, nunca tengo pereza para escribir y me descubre cosas que la poesía se olvidó hace tiempo de tanto recordar la belleza de sus parajes. Recupero la ilusión del novato.
Quizás algún día, en el paradigma de la liberación, yo me libere también, como Rimbaud, y me convierta en un personaje de uno de mis cuentos, una persona feliz con sus negocios que nunca caerá luego en las redes malignas de la escritura. Como las carpas del cuento que saltan en el Lago.
José María Torres Morenilla
Primera Parte
El arte inútil
Poesía y prosa
Soy poeta de la brevedad y del silencio, del no decir y cuando digo callo. El mundo quiere hablar, hacernos a su imagen, mas ese juego en mí es la soledad. De la vida, pienso, nos hace sufrir y siempre hay un sentimiento de que el sufrimiento era evitable, la propia vida es evitable desde que nacemos al último día, que siempre estuvo cerca. Cuando uno muere se queda en paz, aunque podamos irnos con cara de pocos amigos, la verdad se da toda de una vez, para la eternidad y nos deja fríos, muy fríos, con esa frialdad que siempre estuvo cerca aún a pleno sol. El mundo ha sido nuestra estancia. Ruidoso, elemental, poquita cosa. Nos hicieron sufrir desde que nacimos y nos callaron del todo a un solo golpe. Solamente los escritores seguimos cuchicheando en la voz queda de los libros, con la dulzura de los merengues en los escaparates, pura ficción, puro arte.
Yo soy poeta y me lo creo y cada día me meto en esa prisión dorada de la poesía, aunque hace tiempo quedó desteñida la pátina dorada y se parece más a un ejercicio de prosa, de la vida corriente, de las cosas corrientes, de las gentes que solo saben amar cuando suspiran y solo saben gozar cuando causan sufrimiento. Llevo mucho tiempo haciendo poesía y sé que casi todas las cosas que las gentes llaman Poesía, no lo son, son excelentes ejercicios literarios, pero aparte de que se apartan casi todos los poetas modernos del estricto sensu, el canto, la Poesía ha tomado el peor de los caminos, la cursilería y la bárbara elegancia, al tiempo de decir cosas vacías, frases sin sentido, idioteces que, si no son vulgares, no dejan de ser locuras o inalámbricas superficialidades, si a eso llaman arte menos mal que desde niño sabía que yo no era un artista y también desde muy niño que era escritor y escribía poesías. Todas las buenas cosas se aprenden de niño, como heredadas. Empecé jugando y acabé por tener a la poesía como un refugio donde soltar de súbito el golpe de los sentimientos; una necesidad para mí solo. Lo de escritor es más antiguo y como más verdadero, más auténtico, es otra necesidad, tener amigos, hablar, pasar las horas en las mesas de los cafés que tanto gusta a los jóvenes, reír, tener ocurrencias, sentir el tenue aleteo de los rostros amigos, el calorcillo que desprende la amistad, que nos ayuda a acumular, y a sumar más y más amigos. Soy meridianamente sociable, como andaluz me gusta el sol y los amigos, la charla y las risas, las risotadas, cuanto más fuertes más equilibrantes y compensatorias. Yo he nacido para hablar, para cantar, para hacer ruido de alguna manera.
La prosa es la mejor manera de hablar, la única que es capaz de recoger nuestros cuerpos doloridos por la vida, y sanar nuestra heridas. Mientras que la poesía es llaga dolorosa, belleza inalcanzable, lenguaje de un dios oculto capaz de unir y mezclar sin dudar, directamente, el corazón de las cosas, el lenguaje intratable. La poesía es una manera de decir que se vive en otro mundo, inalcanzable al poeta incluso pues lo mismo que hay quienes balbucean y son incapaces de articular palabras correctamente, los poetas, contrariamente, por las comisuras de los labios farfullan exquisiteces del lenguaje sublime.
Hecho
Unos sueños
En el sueño yo estaba otra vez en mi vieja oficina. Desde que dejé mi trabajo vuelvo en sueños a mi oficina que no me cambia sus grandes espacios, los techos altos, la inadecuada arquitectura de sus habitaciones ideadas en un principio para los equipos grandiosos de una central de Teléfonos que reconvirtieron en mi Departamento de Contabilidad. No son exactamente iguales, pero lo son grandes, también poco iluminadas, y con gentes iguales, como en soledad, en el frío de sus miradas, en los personajes más o menos parecidos a mis antiguos jefes. Yo cumplía mi labor en el sueño, aunque me dije: cuánto tiempo hace que no clasifico los comprobantes; joder, no me he dado cuenta que llevo meses sin clasificar, que me han cambiado el trabajo que siempre hice. ¡ Aquellas mujeres de mi oficinas! No por el sexo, de las que no tienen peso y en los sueños son oscuras.
El sueño seguía que había llegado la hora del café y yo dejaba mis tareas y me dirigía a la sala comunal. En la sala había mesas y sillas ocupadas por los teóricos compañeros, que estaban a sus cosas, hablando entre ellos. Algunos venían como de una ventanilla, de una cola con tres o cuatro oficinistas, tras de la cual como una gente familiar de unas dos mujeres, un hombre y un niño que metía sus manos para sacar aceitunas negras de un gran bidón abierto, mientras las mujeres sacaban bollos que daban a los que me precedían en la cola y un hombre desaparecía en la trastienda. Seguía el rollo del murmullo de los que estaban sentados, desperdigados en grandes mesas, a lo suyo, y yo esperaba que me dieran mi café aquella familia. Esperé tanto y como no me servían pregunté ¿Tienen café? me contestaron con evasivas, entendí que no lo tenían y que tardarían mucho en hacerlo, seguramente en alguna olla enorme, a la vieja usanza, de los colegios o del Ejército. Y nos fuimos algunos de la cola a la calle, a tomar café, en un café de verdad.
Pero me pasó, como siempre, en los sueños de la oficina: estoy en una calle irreconocible, larga, estrecha, que se contorsiona y no deja ver su final. Yo salí solo, mientras que otros lo hicieron en grupos. En esta soledad llegué a un café de esquina, como la quilla de un barco, con grandes cristaleras, si se le puede llamar grandes a los cafés madrileños de los barrios. Era un café de barrio llevado por dos señoras mayores y otra que debía de ser la madre de ellas, una anciana de unos noventa años también detrás del mostrador y haciendo faenas con sus delgados brazos. Tampoco obtuve éxito. Es más, les pedí unos churros y una de las señoras puso una excusa totalmente absurda, como las excusas que dan nuestros políticos sobre temas clarísimos y que ellos oscurecen con palabrería ininteligible. Entendí que no me darían café y churros y otra vez en la calle; en las calles, porque se bifurcaba en dos, una como por delante y otra como por detrás; una al arrabal y otra más cívica, con más probabilidad de que hubiera bares y cafeterías. Había pasado mucho tiempo, como siempre me pasa cuando salgo de mi oficina en sueños, yo sentía la obligación de volver y justificar mi salida. Recorrí las dos calles sin encontrar mi café. Llegué a uno de esos barrios que parecen extremos cuando se visitan por primera vez y que a simple vista son marginales, con personajes en parte familiares y en parte misteriosos. Unos mozos mal encarados gastaban bromas. Llegué a una especie de corral, donde un buen hombre tenía el negocio más raro que en el mundo puede existir: vendía unos animales verdes, hechos como de piel de cactus, que eran mulas, cerdos e incluso una especie de buey majestuoso, como los bueyes de Sorolla, que comía ramas verdes de un árbol indescifrable. Aquellos vegetales reconvertidos en animales tenían vida y se movían en la puerta del chamizo.
Al corralón seguían a otros corralones, a la puerta todos y abiertos; de una cercana iglesia, también abierta, con algunos bancos en la calle, llegaban los armónicos suaves de un órgano, musiquilla que entonaba con una hilera de pavos vivos, de hembras grises y machos oscuros en pavoneo. Casi una película y yo en la calle, angustiosamente, en las horas de oficina perdiendo el tiempo. Hasta que llegué a la gran obra, la obra enorme, un puente grandísimo, de granito monumental que abarcaba como dos riberas de un río ancho, tan ancho que es imposible fuera de Madrid, ciudad que nunca viste tal anchura en sus ríos. Para ser más raro todavía, el puente era cubierto, por unas bóvedas de granito limpio parecida a las de las bóvedas del Valle de los Caídos, con bajorrelieves, nada relevantes. Era una obra maciza, enorme, recién hecha. Yo debía pasar por ese puente y avisado como estoy miré antes la entrada por si hubiera gente que me pudiera atracar. Había un anciano delgado que hacía juegos de manos con dos trozos de papel a los que gravitaba misteriosamente a dos alturas, en el aire, sostenidos por el fluido que emanaría invisible del juego de sus manos. También miré detrás del puente y había como un enorme cauce seco, como de barro morado en una tormenta, al modo del cieno de las almazaras y el color de las rojas aceitunas también. Contemplé de nuevo aquella generosa obra de la ingeniería y se acercaban unas nubes finas, como humos negros, un paisaje surrealista que me hizo exclamar en sueños "esto no es un sueño, es que debo haberme muerto", pero con tan poca convicción que ni por asomo me asustaron estas palabras mías. Pasar de la vida a la muerte como la continuación de un sueño puede ser algo real, incluso lo han descrito.
Creo que desperté, ¿ estoy despierto ahora?. Afortunadamente los sueños no son eternos, aunque algunos lo parezcan, este mío era extenso y real y lo hubiera perdido del todo de no haberlo escrito. Para algo sirve escribir. A veces continúo esos sueños, los sueños raros, y no por ello llego a alguna conclusión.
Hecho
Todo es mentira y el hombre es verdadero
Hemos pasado unos tiempos revolucionarios. La revolución es un cambio en la mentalidad común de las gentes, de las que se adueña un frenesí por arrasar los viejos tiempos; pero que, pasada o victoriosa, deja las cosas tal y como estaban. Yo creo que en el fondo nos mentimos al confundir nuestra imaginación, capaz de conjugar variables múltiples, con un efecto rotundo y un verdadero cambio. Nunca cambiamos. Si acaso, nos vestimos de otro modo. De lo que el hombre quiere ser a lo que es hay más distancia que de una estrella a otra. Ni viajando a la velocidad de la luz podremos ser distintos de lo que somos. Es más, entre cualquiera de dos hombres apenas hay diferencia aunque se crean distintos. Esto lo digo pensando en los cambios que ha habido últimamente en Europa, patentes en la caída del muro de Berlín, que puede ser el efecto más palpable del cambio último y que ha supuesto la vuelta a la feroz burguesía que reina ahora en todos los países del mundo. Como si después de 1910 los hombres retomaran las cosas tal y como quedaron y siguieran luego un discurso coherente con aquello que dijeron arrasar. Solamente los nostálgicos de las ideas prosiguen en la actualidad creyendo como verdaderas teorías tan disparatadas ahora como la geometría euclidiana, pese al clasicismo riguroso de su exposición.
Pero la revolución pudo ser y una multitud de otras gentes, de otras mentalidades, de un modo distinto de ver el mundo pudo llegar, como en un golpe de Estado, e invadirnos y recluirnos luego a tenebrosas prisiones, a la postración y a la muerte. Gentes sin escrúpulos, sin moral, sin los buenos sentimientos pudieron de un día a otro superarnos y dejarnos como papel usado en el libro de la historia. Hubiera sido un cambio atroz, desde la amenaza de las palabras aterradoras; algunas buenas gentes así lo han vivido desde el orden limpio e inteligente de su acomodo. Pero las hordas rojas se volvieron sumisas o nunca existieron. No fueron más allá de la culata de sus bayonetas; en la mollera había los mismos problemas y soluciones que en las gentes burguesas del cristianismo. Todos somos aburridamente iguales.
Ha habido no obstante un cambio en el cambio. Nos hemos hecho más civilizados y tolerantes o eso creemos. Hemos vencido al nazismo, aunque lo hemos vuelto a ver, recluyendo a las gentes en campos de exterminio, invocando las nacionalidades, arrasando los campos y asesinando a viejecitos en las guerras balcánicas; con los mismos modos y como antinazis también. ¿Es el nazismo el que fomentó el odio o fue el odio el que fomentó el nazismo? Un odio ancestral, ínclito en los genes, por un cúmulo complejo de mentiras y de falsedades, por la vieja envidia y por el afán más viejo todavía de adueñarse de lo ajeno. Cuando todas esas cosas viejas se presentan como una alternativa de lo nuevo es comprensible que algunos hombres se deprimieran y todo lo vieran negro en la larga noche de los cristales rotos. Pero esa noche es muy antigua y ahora creo que todavía no está por amanecer pues el sol solamente alumbra.
Pero yo, que soy crédulo, sí creí en la revolución, aunque yo estaba en la otra parte. Sí soñé en grandes montañas peladas y pardas de las que venían gentes distintas, en complots policiales y guerreros, en contra de mis buena gentes; en las que los malos nos vencieran desde la alquimia de su coordinación y la magia de los slogans. O sea, yo me creí el cuento ese de la revolución. A pie juntillas, como en una pesadilla. Ahora me doy cuenta que es imposible, que solamente hay hombres; hilando más fino, que solamente puede haber un hombre que, haciéndose con el poder, nos puede mandar en el alma y en el cuerpo. Por todo ello, la muerte ahora es aliada de las buenas gentes, pues se lleva a esos hombres mandones y alivia al mundo de la carga pesada de sus pensamientos y de sus actos. Si no hubiera muerte el mundo sería muy pesado. El mundo occidental, con su democracia, se los quita de en medio cada cierto tiempo. Es lo bueno de la democracia, poder cambiar de mandones y casi no se nota que el hombre, en su soledad, una vez tomado el poder, hace lo que le da la gana y dice lo que quiere, haciéndonos ver que es distinto y complejo y, lo más importante, facturándonos sus impuestos, lo que más nos duele siempre.
Entonces, y es a lo que yo iba, ¿ qué nos depara el futuro?, ¿ cómo será el futuro de aquí a cien años? Aunque me parezca un chiste creo que en ese tiempo lo único que habrá cambiado serán los anuncios de la televisión.
Una revolución (del latín revolutio, "una vuelta") es un cambio social fundamental en la estructura de poder o la organización que toma lugar en un periodo relativamente corto o largo dependiendo la estructura de la misma. Aristóteles describía dos tipos de revoluciones políticas:
Las revoluciones pueden ser pacíficas aunque en general implican violencia, al enfrentarse grupos conservadores con el anterior régimen y aquellos que aspiran al cambio, o incluso entre los que aspiran a un nuevo sistema,
Revoluciones decisivas en la historia mundial serían Revolución de las Trece Colonias, la Revolución francesa, las revoluciones independentistas de Latinoamérica o la Revolución de Octubre.
Mi libertad
Pienso a veces, a veces yo tengo esa costumbre, que la vida es algo extraordinario. La vida mía, por supuesto. Han tenido que darse millones de coincidencias, de esas cosas que pasan entre millones de oportunidades, para que yo ahora mismo, sin tener otra cosa que hacer mejor, me disponga a dar rienda suelta a los pensamientos que he tenido últimamente. No ha sido siempre así: yo he sido un hombre de grandes clichés, de la rígida arquitectura que tanto la religión, mi familia, la gente, España, me han metido archi bien dentro de mí. He sido un hombrecito cargado de moral, de ética y de principios generales (Así me ha ido en la vida). Un hombre tan recargado de moral y de valores éticos apenas puede andar, cuanto más correr e incluso volar. Sencillamente he vegetado en mí mismo, he dejado pasar lo mejor de mi vida y ahora me encuentro soltero y solo en la vida, sin el casorio conmigo mismo, sin futuro de mí, exactamente inédito para la vida. Aunque haya vivido, me haya casado, hay tenido hijos, trabajo y haya votado a estos botarates que nos rigen, como decía Vallejo Nájera, "en periodos de floración intermitente- conjunto de mediocridades".
La vida es algo prodigioso que merece la pena ser estudiada. en su aspecto físico y en su aspecto espiritual, y los dos aspectos son a cada cual más difíciles e intrincados. El aspecto físico ha vuelto locos a los físicos, porque creen que han llegado ya al límite de lo más pequeño; a ese límite en el que se produce la paradoja de una cosa es y no es al mismo tiempo, se comporta como tal cosa y como lo contrario. Incluso llegando a este paroxismo, tan parecido a la conciencia atómica que tenían los griegos, la vida merece ser estudiada. Y digo vida, porque no me vale la definición que leí en libros de ciencia, que la definían, poco más o menos, como unas proteínas capaces de replicarse. El llamado quinotactismo de algunos cristales sería lo más parecido a la vida, pero yo voy más allá, más adentro, voy incluso a tratar de entender, que fuera del tiempo, y sin ser Dios entológicamente hablando, actúa sobre la propia vida, la proyecta y en cierto modo la complifica y acaba produciendo hombrecitos de la vida. Lo mismo, la inteligencia, que es exactamente la sustancia que mueve el mundo del caos y el mundo ordenado, con una simetría compleja y seguramente con mucha mayor armonía que lo que suponemos. Decía Unamuno que no sabemos si los caracoles resuelven problemas de álgebra cuando parecen quietos.( Que sí que los realizan, pues su arquitectura es tremendamente inteligente y su química es como la nuestra). La inteligencia es un valor universal que no falta en ningún átomo del universo. Otra cosa es la conciencia de esa inteligencia, que tienen algunos hombres.
En unos momentos de ociosidad total, me dio por teorizar algo de física. Yo me dije que, como el hombre está destinado a viajar, necesitamos unas matemáticas más reales, menos pura teoría de puntos y líneas que se encuentra en el infinito. Fue así como ideé el minimun quantum possible, aquella longitud espacial que era una recta, con el mínimo de materia, por debajo de la cual no habría umbral para el cuenteo del mundo físico. Llegué a lo que llegan casi todos los teóricos a una constante de lo menor que pueda aplicarse a toda la materia en lugar del vacío. Algo muy parecido, al menos por fuera, a la teoría de las cuerdas, aunque ésta mucho mejor desarrollada por la vieja teoría y la tradición, mucho más poética por lo armónica y cuasi musical, pues el Universo que vemos sería una gran sinfonía con notas que vibran y vivifican al mundo. Mágica, bellísima, merece ser estudiada porque si no nos hace comprender al mundo, al menos nos hace comprender el excelso sentimiento musical que nos lleva más lejos que la realidad. Aquella cuerda mía tendría dimensiones y nos serviría para que los errores que se produzcan en los viajes espaciales no nos llevaran a perdernos en el espacio. En fin, sentía que tenemos que ser más exactos, menos teóricos y mucho más realistas para realizar el sueño de conquistar el espacio interestelar. Cosas que se piensan cuando no se tienen cosas que hacer.
Es cierto que la ciencia es rigurosa, muy cauta y al tiempo ha desarrollado el mundo actual lleno de prodigios y de hechos nuevos. No debemos rebelarnos contra la ciencia, al contrario, debemos tomárnosla con mucha seriedad y respeto; aunque sí debemos entender que en sí misma es errónea, que eso de ser exactos es una tautología tan grande como la palabra infinito y la no menor eternidad. Son macro valores que cortan las ideas, con la misma limpieza que un bárbaro cortaba cabezas, nos dejan sin palabras y sin ideas. Chitón.
Me he enfrascado tanto en el relato que he dejado con muy poco espacio el tema principal de "mi libertad". Mi libertad la entiendo últimamente como mi posición en el mundo. Es el hacer y el no hacer, la conciencia de mi yo en el mundo y al tiempo el disfrute de usar mi tiempo en esta maravilla que es la vida. Este prodigio que aunó millones de probabilidades a favor y en contra para que yo, el único ser que soy yo, estuviera vivo y disfrutara de mi vida. Ésa es mi libertad, la conciencia de que mi ser me pertenece, que me debo a mí mismo, que no puedo permitir que las gentes, la ignorancia, la sabiduría y todas las cosas que no son yo exclusivamente me desvíen del objetivo prioritario de este artículo: vivir plenamente en mí. Disfrutar mi tiempo. Además, todas las demás cosas para ser en mí han de pasar por mi conciencia. Todo puede existir en mí; pero sin mí, nada existió antes tal y como ahora pueden ser.
La vida es
Tener y más tener: en la naturaleza hay un afán de todos los vivientes por tener y más tener. Todos parecemos unos glotones sin medida, que agachamos nuestras cabezas, que mimamos nuestros bocados y engullimos para nosotros lo que consideramos nuestros alimentos. La misma naturaleza aprovecha este consumo sin medida y acumula unas grasas para los períodos de sequía que podamos necesitar esas calorías sobrantes para seguir viviendo. Pero en definitiva, la vida es el reducto que nos queda siempre: es el acto de ser en el mundo. Vivir es simplemente estar en el mundo y poder cambiar de estado. En la acera de enfrente, estar muerto, como no haber nacido, es sencillamente no contar para el mundo ni que el mundo nos interese lo más mínimo.
Entretenemos nuestra vida los vivientes acumulando alimentos, llenándonos de cosas; luego, especialmente el hombre, nos encontramos con multitud de cosas, de las mismas cosas que llenan nuestras librerías, las paredes, los armarios, las fincas, los zapatos, el dinero, los hijos, los recuerdos, los amigos. Tantas cosas nos llenan que difícilmente las podríamos disfrutar por muchas vidas que tuviéramos. Esta dinámica de la acumulación de cosas nuestras, que tiene una razón de ser en la escasez de las cosas, acaba por atestar nuestras estanterías y por llenarnos de los maléficos michelines, esos rollitos de mala carne que tantas complicaciones nos causan a la salud del alma y del cuerpo. La vida es solamente vivir. Pero si nos faltan aquellas cosas, si la vida nos niega la posibilidad de llenarnos de cosas, aparece nuestra hambre, ese vacío enorme en el estómago que nos pide llenar, acumular, poseer todo cuanto pueda aparecer a nuestros ojos. Lo mismo pasa con los honores y el bienestar social. Si nos faltan estas cosas habremos fracasado íntimamente y podremos considerarnos unos fracasados o que tuvimos mala suerte. Como si la vida fuera un juego de azar y las cartas que cogimos fueron las peores de todas las jugadas.
Qué mal acostumbrados estamos todos los vivientes. Solamente los sabios, que son unos hombres en el mejor sentido de la expresión, saben que no es así. El hombre sabio corrige a la naturaleza; corrige que los fríos números de un espacio sin medida puedan llegar a ser crueles y desterrar de la vida a los pobres e indefensos, a los enfermos, a los viejos, a los niños, a los animales también. Los sabios saben que acumular por acumular, que tener por tener, aunque sean tesoros espirituales no solamente no es necesario sino que es perjudicial: cuantas menos cosas tengamos más la disfrutaremos si estamos vivos, si nos alegra vivir, si las amamos. Además, que también se puede disfrutar y gozar con las cosas que otros gozan y disfrutan, porque, como la misma vida, son también el reducto que escapa a nuestra acaparación; pues estando fuera, participan del mundo que habitamos y en cierto modo nos habitan. La vida nuestra también es la vida de los otros vivientes.
En la economía hay un principio que es universal y la base de todos sus números: la escasez. Para todo hay una medida. Por mucho que quisiéramos abarcar siempre hay un límite, un fin. El mismo universo necesita venir acompañado de todo un potencial, de todas las cosas, para seguir avanzando y hacer espacio, nadie por sí mismo lo tiene todo ni lo podrá tener. Somos escasos y limitados; precisamente por ello podremos ser felices y gozar lo que tenemos, que aún siendo escaso es mucho. Si nos damos cuenta de todas las cosas que poseemos veremos que nos sobra de todo, que propendemos al sobrepeso, que podemos quitarnos unos kilos para recuperar la salud. Muchos entienden que la juventud lo tiene todo, que es la capacidad de gozar unos cuerpos plenamente, como si fuera un tesoro. Precisamente es lo contrario, la juventud no solamente es la que menos cosas tiene sino al tiempo la que mejor sabe gastarlas: la juventud es el riesgo de gastar sin medida, sin desfallecimiento, sin los cálculos de la vejez, que se piensa mucho antes de dar un solo paso. Mientras que la vejez es posesiva y acumulativa, nada quiere dar ni nada quiere arriesgar. Como si le fuera en ello la vida, cuando precisamente va en directo hacia la muerte. Empezamos a hacernos viejos cuando nos da por ahorrar, por pensar en el mañana. Luego, pasa lo que pasa, sobreviene la inflación y se come todos nuestros ahorros. Hubiera sido mejor gastar, puesto que el hombre puede hacerlo, consumir en cosas intangibles como son los viajes y el simple disfrute de los sentidos ante esta vida que, no me cansaré de decirlo, es maravillosa.
Cuando yo digo que la vida es maravillosa habrá más de un lector, que por experiencia propia o ajena, me dirá que escribirlo es muy fácil, pero que no es cierto. Para ese lector me corrijo y digo: la vida puede ser maravillosa. Como si de pronto, por el montón de sucesos, pudiéramos aherrojar del mundo a ese pequeño reducto que llamé la vida. La vida es muy poca cosa, menos que un segundo podrían contar los relojeros; un segundo explosivo que en un momento proyectó un mundo, unos siglos, infinidad de estrellas: si esto no es maravilloso que venga Dios y lo vea. Esa es la vida: un instante de plenitud de la que gozan todos los vivientes. Y se nota. No hace falta más que salirse al campo, fuera del ruido de las ciudades, para en esa grande soledad y en ese grande silencio comprender que somos los actores de un teatro con una obra maestra: la vida.
La soledad
La soledad: el mundo es demasiado grande. Estamos solos todos, los buenos y los malos. Siempre me dieron tristeza aquellos hombres malos, que aún haciendo alguna barrabasada, los veía muy solos. Es la soledad la imagen oscura que está detrás de todos los rostros. Solos para luchar y para ser derrotados. Quizá por esto yo propugno hacer un grande yo. Mi yoismo parte de una premisa privilegiada: sé que el más riguroso crítico de mí mismo puedo ser yo. No es por conocerme, que nunca lo podría ser; es cuestión de amarme, que sí lo está al alcance de mi mano. Por ello propendo la búsqueda de uno mismo desde sus primeros tiempos. El refranero español, escrito por auténticos sabios, ya lo dice "condición y figura, desde la cuna". La infancia es el lugar más importante para conocernos y reafirmarnos en la conquista de nuestro yo. Recordar nuestra infancia, nuestros pensamientos, nuestras rebeliones con la sociedad nos puede hacer estar con más plenitud en el presente. Se trata de vivir, de gozar con la vida, de darnos importancia y de ser felices en la medida de lo posible.
Vivir con la soledad puede ser lo contrario de lo que parece, si la soledad está llena de nosotros mismos. Sin echar de menos a nadie ni a ninguna cosa. Nosotros y lo que tengamos. Siempre nos quedará el campo, para mirar más lejos, para llenarnos de tantas combinaciones bajo la cúpula inaccesible del cielo. Lo más importante somos nosotros. Los creyentes dirán que es Dios y están en lo cierto. Pero yo hablo para andar por casa, para luchar en esta vida, para reforzarme interiormente y vivir a gusto conmigo mismo. Necesito hacerme fuerte, asentarme en la tierra. Vivir el tiempo que se me conceda totalmente. Mi tiempo es oro para mí y ha de ser mío completamente. Aunque para ello deba renunciar a alguna de esas cosas que son imprescindibles para algunos. Yo creo que podemos prescindir de todas las cosas menos de nosotros mismos.
Yo postulo un egoísmo radical. Sé que tiene mala prensa, como si fuera más estética la bonhomía, el buenismo. Pero no es así en la naturaleza donde todo sol propende a la unicidad del ser, a su trascendencia a través de autoafirmación. Lo son los seres más puros y más decorosos y es necesario también para que el hombre sea feliz e independiente. La soledad debe ser nuestro gran campo; en ese sitio debemos estar plenamente con nosotros. Ni siquiera en la cárcel un hombre que ame la soledad estará nunca tan solo y distante si sabe estar consigo mismo; ni siquiera un malhechor, que no tiene el consuelo de saberse justo, estará tan triste y desvalido como un hombre que no acepte su soledad. La soledad no es un estigma, es un preclaro honor de la vida, que nos hace solos, que nos dejará luego solos en la tumba. La vida es muy hermosa y está llena de prodigios; la soledad es la gran madre de todos nosotros, el amplio lugar donde podremos echarnos un sueño.
Un mundo distinto
Hemos heredado muchas cosas del mundo antiguo, del mundo de ayer mismo, del que está muriendo ahora y nos deja una herencia como si fuera nuestra vida. Entre las cosas que hemos heredado no son las materiales ni las genéticas las más importantes, también hemos heredado la vieja simbología, la división del mundo de las cosas en buenas y en malas y su representación ideal. Así, la oscuridad, las tinieblas son el mundo infame de los demonios, de la muerte, del propio infierno y yo he tenido una chispa que ha iluminado fugazmente mi cerebro y que me hace escribir con algo de extensión sobre esto.
Las tinieblas, la oscuridad, lo tenebroso no es maligno, ni es nuestro mal. La oscuridad de la noche es algo maravilloso, inmenso, arrebatador; echa sobre nosotros un espeso manto oscuro y no solamente lo llena de estrellas, de cánticos, incluso de la misma luz mucho más bonancible y sutil. En la noche el alma se crece, la música se ensancha, los ruidos son jocosos y la luz es amiga. En la oscuridad, sin daños ni ruidos, bajo la sombra, el hombre se siente cobijado por el sueño, por el mundo ideal y literario, por el amor físico, por las palabras silenciosas y los proyectos más audaces. Es falso que en el mundo de la vida, la oscuridad, la noche, sean perjudiciales a los hombres ni a ningún ser vivo. El Universo es oscuro, es frío, es inmenso y al mismo tiempo es acogedor de cualquier vida. Mejor hubiera sido que el hombre pusiera el símbolo de la noche a la figura materna, pues seguramente en su tiempo de gestación estuvo a oscuras en el vientre de su madre; mejor que confundirlo con el pecado, que más bien es una saturación de luz, una dañina luz que desvaría las mentes y las almas.
Cualquier división del pensamiento en una dualidad irreconciliable es mala, porque no integra al hombre en la vida natural. Esa pugna entre el Bien, la Luz, y el Mal, las Tinieblas, no solamente es irracional sino que solamente tiene su lógica en unos tiempos que murieron hace ya muchos años. Como alegoría para que el hombre sea virtuoso siguen valiendo; pero para integrar al hombre en el pleno goce de su naturaleza divide al mundo de manera injusta entre lo bueno y lo malo, cuando ambos son consustanciales al mismo hombre. Un todo luz sería terrible, una oscuridad absoluta nos parece que también: una sombra que acoge a la luz, una luz que no quiere ser absoluta. La armonía, el ensamblaje de estos dos grandes armónicos vivifica al mundo. El infierno únicamente es el odio.
En la libertad de las cosas
Al hombre le gusta ordenar al mundo y el mundo siempre fue ingobernable porque tiende a la libertad y la libertad no es orden. En esa libertad se cuela una sutil sustancia que hace que el mundo sea mucho más racional y ordenado que las premisas que imponen los hombres poderosos. ¡ Ah, ese orden que está impreso en los corazones de las gentes más sinceras! Creo que vencerá al fin de manera aplastante y dejará con el culo fuera a todos aquellos que quieren imponer su orden, por bueno y metódico, al más primordial del auténtico. Coinciden ambos en la estricta razón, pero son tan distintos y distantes como el día y la noche. Mucho más sutil en la libertad, más esclerótico e inútil el de la letra impresa, el de los gobiernos de las autoridades del mundo: la libertad contradice incluso a los llamados libertarios. Los contradice en aquello que no escapa a ellos; no impone unas normas sino que hace imprescindible el contenido de esas normas. Cuando yo digo esto aparece una paradoja: tanto los autoritarios como los desordenados tienen las mismas normas. La diferencia es que unos quieren imponerlas y a los otros se las impone la vida, esa criatura que ama la libertad.
Yo confío plenamente en la plena libertad. De ella hago mi fuente, mi escudo y mi bandera. En la raíz de la libertad está la única razón de ser de lo necesario y de lo posible. Contraria a la ley es sin embargo la misma ley. La libertad desautoriza a los gobernantes precisamente por ser el auténtico gobierno. Todas las cosas se agotan si no son racionales o si son imposibles; en la libertad no se pueden dar mundos utópicos ni soñadores: es lo que es y si no puede ser no existe. La libertad desata los nudos de la violencia y la de los hechos inútiles. Al final llega por un método mucho más sutil y exacto a coincidir con la panacea que nos proponen los hombres autoritarios, pero de manera mucho más duradera. No digo que en la libertad no existan imposiciones implícitas ni mandamientos tácitos; digo que la libertad no quiere gobernar en su solo hecho, sino vivir; y la vida requiere la más estricta de la razones, aquello que solamente es posible. Siendo lo mismo es completamente distinto: siendo la misma ley, en la autoridad hay una voluntad de ordenar mientras en la libertad hay una voluntad de vivir. En el gobierno se trueca la razón por la razón del gobierno, mientras que en la libertad se sirve siempre a la razón. La libertad es lo posible y el gobierno es solamente el acto de mandar, incluso cosas inútiles y a la larga imposibles.
¿ Cómo puede la libertad perdurar y no agotarse en sus actos? Precisamente la libertad agota los imposibles; en libertad solo permanecen las cosas posibles y el hecho de que en libertad se den también cosas falsas y engañosas no acaba con este principio universal de las cosas de vivir en libertad. Ya dije que a los hombres nos gusta mandar, que las gentes hagan lo que creemos que es mejor, más necesario o nos interesa particularmente para favorecernos egoístamente. Y digo que en la libertad las cosas buenas pervivirán por imprescindibles, mientras que las ordenadas de manera autoritaria podrían hasta ser desobedecidas por el hecho de contrariar a un poder oclusivo y excesivo que asfixie la libertad de los hombres. El acto autoritario es las más de las veces una proposición a la desobediencia, aunque los actos de los autoritarios sean proposiciones de libertad; en la raíz del autoritarismo solo hay autoridad, mientras que en la libertad solo hay necesidad. A quien piense que un mundo enteramente libre es imposible solo puedo decirle que el mundo de la libertad es solamente el de las cosas posibles; o sea, la libertad total es imposible porque la libertad no es totalitaria. La libertad es solamente lo más estricto y racional de las cosas posibles; cuando falta la libertad nos falta la probabilidad de las cosas posibles. La libertad no es el caos, conjunto informal de hechos sin enlaces. La libertad goza de un mundo que ya está hecho, que no es el caos; precisamente el autoritarismo no parte de esta premisa, le parece que el mundo es caótico, desordenado y por lo tanto imposible (creemos que el autoritarismo es también otras cosas peores y mucho más modestas intelectualmente) El mundo, la vida, ya están hechos; la libertad es su gozo. En el más estricto y racional de los sentidos.
Atrevimiento sobre las religiones
Ahora se lleva el ateismo, el agnosticismo, incluso el laicismo, de vivir plenamente sin ataduras religiosas, buscando en la relativa libertad del hombre una vida más auténtica y menos soñadora. La gente joven no es creyente en un porcentaje alto o lo es de una manera pasiva y con menor obediencia a la religión en la que cree. Yo quiero destacar la figura de Jesús de Nazaret, que representa la divinidad para los cristianos y para el catolicismo que es la fe mía. Jesús es distinto en su mensaje, en algo que no es precisamente en lo que más abundan los profetas y los mesiánicos: su persona. La revolución suya es particularísima, nada explosiva y mucho más duradera de lo que nos dicen: se basa solamente en su persona. Esto parece una cosa trivial y es lo más importante y exclusivo de su mensaje.
El hombre Jesús, su mente, su cerebro, su corazón rige desde un armónico maravilloso. Antes que hacer una religión hizo una persona, con todo lo que esto significa. Hacer una persona, una mente y un corazón es tallar un hombre en todo parecido al hombre del ayer para seguir siendo el hombre del mañana. Es un proyecto vivo que se convierte en paradigma. Supone hacer un hombre integral, un molde, un ser que vive dentro de nuestra alma humana y que cambia al mundo desde la perspectiva de su unidad con Dios y sentir su presencia en todos los actos de la vida. Es un ser espiritual en el más estricto sentido y es un ser carnal porque nunca contraría la cualidad de ser viviente. Eleva al hombre a mayor dignidad porque lo aproxima a Dios y nunca olvida que es un hombre.
Lo más intrincado y maravilloso de este proyecto es su aspecto material. En esencia es dotar a su mente y a su corazón de aquellos eones que vivifican el alma; es hacer algo más que una simple evolución de la vida. Necesita el apoyo, el aliento, la mente divina que vivifique su interior en busca de la perfección humana y su unidad con Dios. Qué bien se entiende entonces que contradiga al pecado, al desorden, al descuido de su razón mucho más estricta. La virtud es entonces no una gala sino una esencia; la salud es su consecuencia; la vida es su sustento; la libertad es su felicidad. También es una exigencia: cuidar esas cosas con las que Dios dota al hombre cristiano para hacerlas fecundas y duraderas. El ateismo es el polo opuesto al fanatismo religioso, pero también lo es al cristianismo. En unos la religión es una idea extrema en la concepción del mundo, también para muchos cristianos esto fue siempre así, para el cristianismo de Jesús el ateismo es la fuente de su redención: atraer a Dios a quienes lo ignoran. ¿Y qué da Jesús a los hombres? Su mente, su corazón, su persona. Su persona física llena de los eones divinos, de ese cielo que está en la mente y en los corazones de los hombres. De ese cielo físico, en el sentido de armonizar los átomos humanos en unas estructuras llamadas espirituales. Dios no es una idea, Dios es un ser. Con alma; y en el hombre, con cuerpo de hombre. No seremos dioses, seremos como dioses. Estaremos unidos a la divinidad mediante los cuerpos de la divinidad en el hombre. Los elementos divinos, que he llamado eones, son los núcleos celulares de ese hombre distinto, que llamamos Jesús. De carne y de hueso, que nos dejó su palabra y que puso en juego su propia vida. No cuando murió crucificado sino cuando estaba vivo y sigue estándolo en el ámbito del alma humana. Por esto esta religión también es distinta y se vive de una manera natural y autóctona en los hombres, en los pueblos, en la intimidad del ser humano. Tiene una exigencia, el cristiano ha de conservar ese don maravilloso que vive y halita en su cuerpo: el aliento de Dios. La voluntad de Dios. La vida de Dios. Esto es ser perfecto.
La música
La música es ruido. ¡ Brun, Brun! Un grito que quiere ser oído. La soledad de un niño en medio de la vida. Un niño quiere siempre molestar, que le oigan. ¡Brun, Brun! Debajo de una mesa, en una habitación, cuando la familia está haciendo cosas tan importantes como tender la ropa o limpiar los cacharros de la cocina, cuando pregonan en la calle los chatarreros, cuando llueve cansinamente en el patio, cuando el niño sigue solo. ¡Brun, Brun!.
El gran Universo está callado por grande, por solemne, por magnífico y por frío; el Universo ha crecido del todo, es un viejo vestido de negro, adornado de brillantes, con una capa enorme cada vez más grande. Demasiado distante siempre de los hombres y de sus vidas menores. Silencioso. Nunca suena una pequeña canción, ni una suave melodía de las que se cantan por dentro, ni una charanga, ni unos platillos dorados que el músico eleva y expande en medio de la sinfonía, ni siquiera una coplilla que diga amorosa que el amor traiciona siempre y que nos deja tristes. El gran Universo es inhabitable, no tiene música, todavía no ha conocido a los hombres, pervive sin tiempo en la ancha eternidad.
¿ Qué nos hace la vida llevadera si no es la música? ¿ Podríamos sobrevivir si no cantáramos? La palabra, esa corriente que sale del cerebro, que recorrió nuestro cuerpo y vuela luego en el aire, si quiere llegar a lo más profundo de nosotros ¿ podría hacerlo nunca si no tuviera música? La música es una palabra desnuda, los sonidos del alma cuando el alma no sabía hablar; las palabras explican los estremecimientos, la vivencia, y lo hacen de un modo seco, como en una escuela donde a los niños enseñan el orden de los mamíferos o las clases de las columnas griegas de la arquitectura clásica. La sequedad de la palabra, su aridez, su rocosa esencia es llevada en volandas, como los chinarros en los arroyos, por el agua transparente de la música; y la palabra se convierte en canción; y la canción nos hace hasta llorar, nos trae recuerdos, nos trae ilusiones, nos hace estar vivos en nuestro tiempo. Una canción resume la vida y al tiempo la hace más grande y duradera, aunque solo dure unos instantes.
Los músicos le dan mucha importancia al silencio; en medio de los sonidos el silencio parece corregir la exultación del ánimo, serena, contradice. Hay un silencio total que está debajo de toda música; como la nada sostiene en el fondo la creación, como la vida se reconstruye a diario sobre la muerte. Cuando la frase se agota se escucha el silencio; el silencio dentro de la música es muy bello, armónico; llega a ser incluso coloquial y amoroso. ¿ Pero qué sería del silencio si no hubiera música? Un mundo sin música sería todavía como más ruidoso. ¡ Brun, Brun! Los niños rompen el mundo y lo hacen cantar con el ruido que meten ellos en el ruido del mundo: ruidos de cacharros, goznes de las cuerdas para colgar la ropa, la monótona lluvia que cae cansina sobre el patio.
La Poesía
Me quedé besando a la Poesía. Me gustaba escribir normalmente en Prosa, contar cuentos, incluso hasta novelas, teatro, artículos, también algún poemilla, pero acabé escribiendo casi únicamente Poesía. Era un poco como no escribir, como hacer los deberes del Colegio en casa, casi por obligación, como recurso para mantener la conciencia de escritor tranquila y muchas cosas más que no puedo explicar. El caso es que día a día me fui viendo un poeta, lo que chocaba con mi particular pragmatismo que nunca quiso ser el trasnochado poeta, romántico e idealista que mira más al mundo exterior y le regala su imagen que el contrito reconcentrado, incapaz de querer que nadie lo reconozca y mucho menos actuar ante el público. Claro que hay una poesía misantrópica y en ella tuve mi lugar.
Ya para lo último, cuando otros me han llamado poeta y leen mis poemas y los reproducen, cuando se puede decir que he llegado a ser algo público y escribo desde entonces con más cuidado y pensando en el lector, aquella poesía mía musical y amante se ha convertido en mi propia teoría de la Poesía. Preocupado por el ritmo y más que en ello por el vuelo del poema- siempre he querido escribir como las aves vuelan, sobre todo las planeadoras que llenan nuestros veranos de piruetas magníficas y prolongados trazados- como algo natural, que fluye armonioso sin parecer esfuerzo. En el fondo soy un buen músico, un loco desde niño por la música en todas sus manifestaciones, un músico sin pentagramas ni los números musicales pero exquisitamente con el mejor de los oídos y la memoria musical. Mi Poesía es música que ha perdido el vestido y se muestra oronda y rotunda con todas sus carnes expuestas para el pintor. Pintar, otra cosa que he hecho desde muy joven, pero a intervalos de años.
Ahora, con todo el tiempo del mundo para escribir a diario, en las altas horas de la noche, como una hormiguita que lleva su carga sin importarle el peso, construyo una poesía a veces amorosa- aunque de siempre tuve claro que una cosa es la poesía y otra la realidad, que como poeta siempre fingí cosas que no me pasaban, que era una dramaturgia de personajes ficticios, que a veces me inspiraba la realidad tanto mía como ajena, pero que al pasarla a poesía ya no era realidad ni la reconocería luego como tal: la Poesía es otro mundo, que me lo digan a mí, que es incluso otro tiempo sacado a mi vida-. Teoría en la que no faltan excepciones, algunas evidentes, como mi obsesión innata por Granada y por los paisajes de la Naturaleza- los ríos, los montes, el mar, las nubes...-que acabarán por ser otros personajes literarios, extremadamente humanos y casi ficticios.
La Poesía no es verdad, pero lo verdadero es poético. Ya se puede decir que rozo el magma poético, el líquido que impregna a las cosas del sentimiento poético, eso que fluye incluso de los poemas de construcción más rígida y estereotipada, esos que alguna vez alguien inventó y desde entonces repiten casi todos los poetas, la antipoesía que ocupó soporíferas clases de Literatura y declamadores horribles en colegios y aulas de todo el mundo, hasta eso es Poesía. Vivir de la Poesía es como vivir del aire, de la manera más benevolente, dejándonos llevar por los acontecimientos aunque nunca deben ocupar nuestro espacio, rozarnos si acaso. Porque no se debe usar la poesía para vender sardinas si la prosa es más directa y elocuente. Pues una cosa que no es, que no existe, como es la Poesía ha de ser rigurosa y excluyente y lo único importante para un escritor que la escribe. Otra cosa es la Política y de eso no entiendo.
José María Torres Morenilla
La Anabasis
Tenía una idea, mil ideas, pero embrolladas, atormentadas, caóticas, simplistas, en una noche, pero amaneció un día siguiente, espléndido en la mañana de Mayo, que recibí en mi senectud con vigor y rectamente y a pesar del riesgo que supone escribir sin apenas guión, de formalizar sin apenas idear, apareció mi verdadero escritor, que es una persona que no sabe de nada, cuya verdad es solo escribir, y ya salió el hilo conductor, vislumbre del artículo para mi amigo Alfonso y su libro "Guía para hombres en marcha. de la línea al círculo". Partí entonces, como siempre, con una vieja idea: la distancia entre la virginal rosa salvaje y las rosas cultivadas de mi jardín. Tengo algunas que de ser tan cultivadas imitan a las primitivas y ofrecen ramos ideales de rosas rosísimas, sin apenas aroma, pero con frescura de vírgenes. No tienen recovecos, se ofrecen espléndidas y sencillas, apenas huelen, más parecen rosas entre zarzales, que rosas de jardín. La mano del hombre cambió a la rosa y le dio color azul- La rose bleu-y aroma embriagador o la hizo hermosa carmín, cambiante de color en su vida, la Emperatriz Soraya. Igual los hombres, los hombres hemos cambiado al hombre, somos la selección del hombre.
Llevo tiempo leyendo a Jenofonte, el gran escritor griego, discípulo de Sócrates, con el que discutió sobre asuntos más económicos que filosóficos y que ha dado una imagen distinta del gran maestro, su Anábasis fue lectura de sintaxis en la cátedra de griego de Unamuno, pero la retiró como texto porque "los alumnos se aburren de aquella monótona y fatigosísima relación, tan lánguida, que da sueño", a pesar de reconocer también que como texto era excelente. Esa expedición de los diez mil hombres griegos, lanzados a defender la causa de Ciro, y su intrigante madre, frente a su hermano Artajerjes, una vez muerto Darío y hecha la paz entre Esparta y Atenas me resultó emocionante. Porque Ciro muere en combate y aquellos diez mil hombres han de regresar nuevamente a Grecia, por territorios hostiles y bárbaros y la taimada persecución de los hombres de Artajerjes. Lo revelante del relato es la descripción de la vida militar de aquellos hombres solos. Su concepto democrático cuando votaban las resoluciones a mano alzada y se sometían al dictado de la mayoría, en muchos casos y cuestiones importantes, pero también en otros menores como la recogida de comida o las expediciones menores para tomar una ciudad en el camino. También chocan con nuestras costumbres el gusto que tenían por los muchachos, de manera que Jenofonte se queja dulcemente que nunca les arrebató un muchacho o que los capitanes, como el mismo Jenofonte que contaba veinticinco años entonces, fuera acusado de pegarle a sus soldados, que solo lo hizo cuando la causa era singularmente grave. El ardor de las batallas, el canto del peán a Apolo, que era patriótico y exaltador, los enervaba como hombres griegos, los sacrificios, los augurios y el solemne juramento de los pactos cuya palabra debía ser cumplida a la vista de los dioses. Si en algunas cosas podríamos considerar que aquella expedición era antigua, es más cierto que era una expedición de hombres de ayer mismo, dotados de la disciplina, del rigor matemático de la táctica, bajo la gran línea recta de una estrategia en favor de una causa más favorable a los griegos y el círculo del nómada campamento, que ha de cambiar día a día, con choques y relaciones entre ellos a veces difíciles cuando no rupturistas. No es una lectura aburrida sino rigurosa y maravillosamente escrita en uno de los mejores prosistas que nos ha dejado el mundo clásico.
El movimiento de hombres y solo hombres, son muchas ideas para hacer un ejercicio meramente literario o poético, para encontrar lo que el hombre quiere y selecciona como hombre, a lo largo de la historia. También es un ejercicio primitivo, de volver a los orígenes, de encontrarse con la virilidad que da la suma de virilidades, de ver qué hacían aquellos ejércitos de hombres y solo hombres, de reencontrarnos con la cuna de nuestra civilización griega, que es la que nos rige más propiamente como ciudadanos que las religiones o el marxismo. Aquellos iban en busca de un mundo culto, frente al bárbaro y opuesto imperio oriental. En busca del hombre occidental, el autor de Europa y de los Estados Unidos de América. Creo que la terapia, basándose en el conocimiento interior del hombre va en busca de otro hombre seleccionado, que se sienta feliz al conoce, también lo puede ser de la masculinidad. Arriesgarse a la ventura, juntarse a otros hombres y encontrarse luchando por esa otra idea de lo masculino. Terapia de Sierra, de campos y de nieves, agreste, para unos hombres que acabarán por ser luego más altos, más guapos y más buenos. La selección es imparable, el hombre la dirige.
Prolog
Nimis magnum est
Me pasa esta mañana gloriosa, y como es tan extraño que yo reciba mi senectud con tanto vigor, y tan rectamente, a pesar del riesgo que supone escribir sin apenas guión, formalizar sin apenas idear, te iba a escribir " Tendrás tu prólogo". Para no errar y estar a la altura de tu libro, te propongo un movimiento de ideario: la construcción del hombre en la Naturaleza, la distancia que hay, por la selección, entre la rosa salvaje y la cultivada, entre el lobo y mi Yorkshire, entre los hombres primitivos y guerreros, con expediciones griegas a Persia y vuestro movimiento de hombres y solo hombres, son muchas ideas para hacer un ejercicio meramente literario y poético, para encontrar lo que el hombre quiere y selecciona también en el hombre: hacia dónde vamos, qué hay en esa marea humana de muchachos que superan casi todos ellos nuestra altura, que se vigorizan, que se desprenden del vello. Puede llegar a ser un buen artículo, siempre con la vista puesta en tu libro, para que pueda ser leído por los doctos de la Terapia como un ejercicio más de la profesión. Te lo propongo. De mi parte lo que ayer me abrumaba hoy me ilusiona, como ilusiona una cuartilla en blanco y me impele a escribir. ¡ Quién se resiste a escribir o de esto no hablo! Porque saber, saber, de nada sé salvo escribir, aunque sean mentiras, porque mi verdad es escribir y hacerlo lo mejor que pueda. Acabo como empiezo: la vejez, que tememos y creemos es el fin, resulta que está tan intacta como el viejo olmo de Machado, con sus ramitas verdes, con su juventud eterna.
La Libertad o lo contrario
¿ Qué eres libertad, lo que solamente otros me pueden dar o una cosa que solamente yo mismo puedo darme? Aún en este supuesto, qué es más todavía la libertad, lo que es ley, lo que puede no ser ley o exactamente lo que yo quiero. Voy a hacer un ejercicio de cosas que he ido hilvanado a través de mi vida, que tienen la necesidad de salir y hablar. Necesito hablar y al mismo tiempo quiero oírme como esos malos discurseadotes que les gusta oírse en el burlón eco de las paredes ante un público que parece oírles a ellos también. Quiero hacer mi libertad, descubriéndola y dándole una vida. Porque a estas alturas de mi vida todavía no sé si he sido alguna vez libre o si ni siquiera puedo serlo nunca por escasez de mí mismo.
En un mundo mega estético, recién salido del mundo, apenas unos muchos millones de años, la libertad es algo cojonudo, supone que si tienes los dientes más largos te comes a tus vecinos, que si tienes los cuernos más largos te follas a tus vecinas, que si tienes los pulmones más grandes aterras a las montañas. es un mundo idílico, un paraíso, donde la ley del más fuerte es la ley. No hay retruécanos moralistas, ni unos señores empeñados en saber los misterios del Todopoderoso que es el único que prevalece del mundo mega estético. Me tengo que convencer día a día, más que con meditación, que es algo así como rumiar hasta majaderías indigestas, con halietación, ese diario fluir del pensamiento que puede improvisar y hallar en sí mismo, algo así como un placer solitario, un deja vu que nos dejaron los del mundo mega estético. Me convenzo: mis antepasados fueron esos monstruos enormes que dirigen mi parte más pura y sin artificio, mi ser, mi sexo, mi hambre, mi hastío, mi miedo auténtico y hasta el sueño para reparar las digestiones. La libertad es un enorme grito entonces, bravucón, que nace de las entrañas y se enfrenta a las rocas y a las galaxias, de tú a tú, sin complejos, sin ambiciones, solo por ser, por decir aquí estoy yo y hago lo que me da la gana. Al fin y al cabo para todos aquellos que en todo ven una finalidad, los ultraístas, han de reconocer que quedarán los más fuertes y que en la Naturaleza el mundo mega estético rige con rigor solemne y sagrado: puede el que más puede hasta que un pedrusco provoca un cataclismo y se acaba todo en un plis plas. Mágicamente, por supuesto, bajo esta apariencia de todo un bravucón hay un mundo sutilísimo en el campo de la física de equilibrios, mínimos, que sugieren un plan o una necesidad absoluta, las cosas solo pueden ser de una sola manera, la contingencia universal, algo así como el determinismo materialista que decían los marxistas y hegelianos. Unas de las leyes no escritas pero verificadas es que una cadena de sucesos es algo que se repite en todo lo que bulle y que tiende a repetirse indefinidamente, apocalípticamente, salvo que no pase nada.
Me tengo que agarrar a mi mundo mega estético. Es fascinante. Es la raíz de mi libertad. Mi otro yo muere a veces bajo este disfraz que las gentes, normalmente malignas y raquíticas, se han inventado para hacer crecer sus negocios. Un pseudo ser me dicta las normas de una oscura tradición, las leyes que solo sirven para perder, la enorme incultura a que tiende el hombre civilizado en todas las civilizaciones, la crueldad, el hacer daño por solo hacerlo y seguir mandando. Mi hombre auténtico ha de sufrir y hasta morir si yo traiciono la verdad de los sentimientos y mis necesidades por aforismos y ritos simplones. La libertad será conocer al hombre de adentro, seguramente el que me hará feliz. Luego, huir de lo cómodo de repetir lo que nos dicen otros, lo que nos hablan muchos, es un ejercicio elemental: hay que huir del mono de imitación que nunca estuvo en el mundo mega estético y nunca estará en ningún paraíso.
El Poder
Últimamente me decía a mí mismo lo difícil que es a los corrientes dar una opinión sobre cualquier asunto y mucho menos ordenar los asuntos de acuerdo con nuestros gustos y nuestra razón, porque nada podemos. Hay que conquistar el poder para imponer la razón, pero viceversa nunca cuela, algo así como en la física sucede con el estado de gel a sólido que suele ser irreversible. O mandamos o nos mandan.
La tragedia según la veía yo entonces era que hay la posibilidad que las cosas se desarreglen y que otros hombres con ideas casi malignas suplanten las esferas del poder e impongan o dejen pasar dolor y sufrimiento a los pueblos, sin que podamos hacer nada, nada más que votar de tarde en tarde y los otros sean más hábiles y ganen las elecciones y con ellos venga el caos, vuelva el caos, que ya lo hubo en la historia aún en las normas más rígidas y feudales.
Solos las gentes inteligentes y a temprana edad supieron que hay que conquistar el poder para hacer el bien incluso. Sin poder hasta el bien degenera en maligno por inútil o desusado. Hay que empezar a distinguir entre lo que es justicia, que propende al bien, de lo que es poder, término más rústico pero explícito, real, avasallador. Sin poder tampoco hay justicia. De nada me vale estudiar y prepararme el entendimiento en busca de la verdad si no tengo poder para verificar esa verdad y hacerla posible y buena. A veces vale más una patada que una oración gramatical, pues aquella es poder y ésta es solo conocimiento. Yo mismo entiendo que el poder está unido a la violencia, creo que el Universo es esencialmente violento. En el reducto humano, la justicia y la razón tratan de hacer azaroso el mal por inevitable y contingente, principio de la física este último que mueve las cosas en el mundo y no el bien por sí mismo, aunque al final, en el equilibrio las cosas sean buenas y nos lo parezca a los hombres. Lo poderoso se sostiene y lucha por seguir gozando su área de libertad. Los conflictos y las guerras que hacen vibrar los átomos de la física están bajo el retrato de las galaxias, tan bellas y pacíficas en su color rosado. En el cogollo del Universo está el poder.
Pero yo no tengo poder y cuánto lo siento en estos momentos que asisto a la falta de inteligencia de los que nos gobiernan. Tendrían que ser santos, además de inteligentes, para hacer cosas inteligentes, pero por medio hay decisiones, miedos, componendas y entre unos y otros, los otros por los unos, no toman las decisiones justas o lo hacen después de que los malos se hagan fuertes. Necesitamos aire nuevo y este aire viene en aquellos que estén más libres, la libertad también propende al bien, a lo mejor incluso en todos los órdenes de la vida, pues que la vida en el universo es la satisfactoria forma de tener libertad y la seguridad de que esta sea continua. La vida cuanta más libertad encuentra más vida hace y más fecunda y mejor desarrollada. Cuando la vida echa de menos el poder y su libertad empieza estar decrépita y a punto de fallecer. Esto nos pasa a los hombres que no hemos tenido la precaución de conseguir el poder, solo nos quedan las lágrimas y el sufrimiento.
La Felicidad
Algún día en cualquier parte, en cualquier lugar indefectiblemente
te encontrarás a ti mismo, y ésa, sólo ésa,
puede ser la más feliz o la más amarga de tus horas.
Pablo Neruda (1904-1973) Poeta chileno.
Supongamos que la felicidad es algo tocable, que está viva, en la gran riada de los universales y los arquetipos, en la gran-vía de lo inexistente. De tal manera que alguien alguna vez pueda decir he logrado ser feliz, como algo externo que he conquistado y, por el contrario supongamos también que la felicidad es lo más intrínseco del hombre, de manera que pueda decirse solo soy feliz en mi interior con mis cosas, mis pensamientos, mi estado mental y mi buena salud física. Y pensemos ambas cosas al mismo tiempo. Todo es dos nítidamente cuanto más tienda a ser uno.
Ya sea Dios o los hombres la felicidad es un estado que existe. En la vida de todo hombre hay momentos de felicidad y si no los hubo nunca yo quiero que los haya, le participo mi felicidad comparto en mi corazón mi felicidad y los lleno con mi felicidad, nada hay más amargo que un hombre no tenga derecho a ser feliz por el solo hecho de nacer. El mundo ha de ser feliz.
Todos hemos renunciado a aquella felicidad de los grandes éxitos y el mundo anciano ve con indulgentes ojos esa pugna por ser feliz de los mortales, pues todo es perecedero y tiene límite en tiempo y en medida. De todas las cosas frugales la felicidad es la más evidente. Muy sensatamente Sócrates la entendía como el bien interior, y la hacía de este modo cuasi eterna. La felicidad como justicia es la mejor entendida, pero abandonemos lo profundo para estudiar la profundidad, usemos el metro para sondear los abismos de la grandeza, hundámonos en la puridad.
Hay que estar preparados para ser felices y tener un presupuesto de felicidad por si llegan los buenos tiempos y nos dan medidas con exceso más allá de nuestros méritos. Una de las cosas más peligrosas para la felicidad es un pasado feliz. Aquello que murió bien muerto está, ahora son cosas que no nos harían felices pues murieron ( Nosotros mismo somos muertos vivientes, nos hemos muerto millones de veces en nuestra sangre y células y no es tan trágico, al contrario, renovarse o morir) predispuestos a ser felices y contentarnos con las pequeñas cosas, buscando las virutillas de la felicidad, el aroma de la felicidad, la fungibilidad de lo infungible.
Puestos a suponer, como hacían los griegos, la felicidad es una mujer hermosa, una diosa carnal. Naturalmente no infinita, sin rasgos, quizás como el auténtico Dios que nadie ha visto, sino una diosa menor de la Pléyade romana o de la Olympia griega, con sus vestes y fiestas, sus túnicas vaporosas sobre hermosísimas carnes. La felicidad es el sumo de los placeres, con instantes tan supremos que parecen eternos. Es real, está al otro lado y puede meterse en lo más íntimo de nuestro corazón. Su paso de lo material a lo espiritual la hace ser esencial para la vida misma. Por ello todos los vivientes quieren seguir vivos, siendo su aliado el contrario de la felicidad el dolor, que avisa que perdemos nuestra felicidad. El camino de la felicidad está en poner toda nuestra mente en ella. Yo creo que el más inteligente de los mandatos divinos que transmite la Biblia es el amarás con toda tu mente, con todo tu corazón y con todas tus fuerzas. El que quiere algo en la vida ha de quererlo así. Hay que buscar la felicidad con toda nuestra mente, todo nuestro corazón y todas nuestras fuerzas. Seremos nosotros mismos, los únicos, requisito que entendí al principio de este trabajo como requisito para ser felices.
Ya estoy tratando un tema el de la felicidad y me bulle otro aun más estimulante: la vida. Pero seguiré con el propuesto que está muy unido también al concepto de vida, ahora que la buscamos fuera de la Tierra ( es inequívoco, si la vida no existiera fuera de la Tierra existirá, la llevaremos nosotros, pero ha de existir, grande, variada, en la gran contingencia que es el Universo). La felicidad como una diosa o como una figura solo es algo externo al hombre, está en las cosas externas y está en nosotros luego que la disfrutamos. Indulgentemente por mi parte yo la entiendo que está en nosotros con cualidad de esencia, para ser felices debemos ser enteramente quienes somos, nuestro ser intrínseco, aún poniéndonos en lo peor ( me cuesta mucho condenar a alguien por malo) también deben existir los dinosaurios y aquellas bestias que llenaron la Tierra por millones y millones de años buscando su felicidad. Hemos de condenar, porque la Naturaleza no los ha hecho tan malos, a quienes son felices con el dolor ajeno, por ser una fealdad del alma y del cuerpo. El que ama ama dos veces al menos, el que odia ni se quiere.
La felicidad es intransmisible, es un sentimiento intrínseco a la persona, tal como la estoy estudiando, aunque hay felicidad en hacer el bien y llevar felicidad a otras gentes, pero como concepto esencial nunca es social sino individual, pese a que haya sociedades de felices o se sea muy feliz en la sociedad. La felicidad como el alimento está hecha para ser gustada por el individuo, quien habrá de estar preparado para recibirla de la mejor manera: cuidando su cuerpo y su espíritu, buscando la felicidad del otro sin envidias ni rencores y sin medida del tiempo, el pasado pasó y ya no vale. Algo de estoicismo hay en el hombre feliz cuando sabe perder incluso cosas virtuosas como los amigos, la belleza o la familia, porque con ser buenas cosas no son la felicidad del individuo, lo que nunca se debe perder es la confianza de que algún día seremos felices y nos pillará la felicidad con las maletas hechas, como las vírgenes sabias, con la luz encendida.
Y por último, una apuesta sobre el descubrimiento de la felicidad: todos somos felices si estamos vivos: la vida es la felicidad, los dolores, el sufrimiento, cuanto en la vida nos hace desgraciados son las excepciones que confirman la regla. La vida, que es algo más que la existencia, es el movimiento, la inteligencia, la previsión y el dominio de la materia por ser lo más excelso de cuanto existe también es con ello la felicidad. Pero algo tan obvio no convence ni siquiera a los sabios que buscan una justificación externa a la felicidad. Para ser felices hay que tenerlo todo, luego es imposible. O solo hay que estar vivos y es empezar a ser felices con lo que tienen otros. Esto es una clase de inteligencia que nadie entiende porque la humanidad todavía no ha crecido lo suficiente.
La métrica intratable
Supongamos que yo sea un escritor de esos que escriben normalmente, a diario, de esos que no dejan de serlo nunca pues tienen gentes que se lo recuerdan a todas las horas del día y de la noche. Supongamos también que lo sea estricto y metódico, sensible y apasionado, frío y técnico como la hoja de un cuchillo, cortante como un clérigo medieval en una escuela parvularia, agrio como el tocino, blando como la cuchara de plata de un monaguillo demasiado listo, supongamos que escriba por el día, por la noche, a todas las horas posibles y hasta en el sueño, que despierte del sueño y recuerde lo escrito o que cuando la fatiga me duerma y caiga rendido en la cama, en la cama siga el relato como si no hubiera otra cosa mejor qué hacer. Supongamos que estoy tieso, pero tieso de verdad como los aligomenotres en epícureas tumbonas, al lado de un chamaril rubicundo con clarísimas mañanas perdidas en el ocaso y que me caiga al fin en cuenta que se me olvida decir que no sé nada de lo que escribo, es mucho suponer incluso para un variopinto señor de honduras desatadas, de los calámbricos pivotes sobre la mar echados en los pinúculos inalámbricos de amanecidas tormentosas de esas que pintan farolillos encendidos entre espesas nieblas, nubarrones clorificantes y escombruras a lomos de un asno viejo y ronco, cuando digo esto pienso en las cuestas del Mediterráneo, que suelen estar flirdas siempre y cuyos montes se acuestan solitarios en grises marrones con casitas blancas abominables como los dientes de las publicidades de los dentríficos.
Basta, me diría, necesito un descanso, ya está bien decir barbaridades sin sentido, basta de ser un pobretón lameculos de los políticos y de las preces de los barrientos granillos en cogotes regordos y de ombligos pestosos en curvilíneas uñas blanquecinas de los señores gordos y sudantes, exudados de pus y bigotillos torcidos, de los corta uñas que salen en las películas de Marilyn Monroe, la que muestra pantorrillas eróticas y sumideros oscuros de su pernil en los senos sedosos de sus sostenes negros. Digámoslo de una vez, apenas sé escribir más allá del plúmbeo llanto de una cuchara torcida y el pestoso aliento de una lata de pobre que ha recibido el estiércol de las caritativas manos de una puta sodomizada. A lo que digo, yo estoy aquí por otra cosa, en las columbeas guitarras blancas de las cuestas granapullas se cayó un pajarillo de pocos días, en el pajarillo vivían cómodamente pulguitas microscópicas y en su mirada habitaba un gran ciprés hermosamente oloroso a cítrico incorruptible, yo subía y subía, bajaba y bajaba, me pasaba horas y horas sin mear siquiera, de aquí me viene el invento de las fuentes de las batallas y las guerreras, los sables desenvainados y las charreteras gris- plomo plomizo y húndeo, seguramente vistos en una jornada oscura y humeante de un cine apestosamente perfumado a mentol y a cerumen líquido derramado por los sillones de terciopelo añoso. Subía digo, más tieso que los cármenes granacórvidos, todos ellos hijos de puta de fáciles paisajes y fuentecitas adobadas con maceteros de geranios rosas, chorritos de pirulas abundantes con agua, agua, y aguamáss, para el sediento gris que nunca tuvo un puerto húmedo cargado de las verdosas puertas del mar, en allende la tranquilidad. Subía, caía en cuenta, joder, qué bonito es esto, quién pudiera escribirlo y decirlo bien no con mi lengua atrapada en mi cerebro poco dispositivo.
Sabía que al final lo iba a decir. En fin.
Cuentos
Una novia alta
No trae cuenta caer en cuenta que estamos hundidos en la cueva, aunque la cueva sea luminosa de esas de gránulos blancos y mesitas de papel pintadas en cobre, con libros rojos de sillas enredadas en el verde hollín de los vasos cristalinos de un buen vino que nos parece malo. No tiene cuenta pasear desnudos a las cumbres nevadas, llenadas por el rocío rubio de las madrugadas remotas y por los librillos amarillos de los membrillos del gaznate retorcido. Aunque hayamos recibido la paga de un buen libro, escrito por un buen escritor y desayunado en ayunas en la biblioteca municipal de un prado de tierra y de jardines apostrofados en las columbeas laderas de un río con palmeras. Así cayera el río y se hundiera aún más y por el navegaran palomas más que palomas colillas más que colillas, herrumbres de los servicios públicos que todos huelen a planchas y cuellos tiesos de los múrridos.
Andar y andar a las desventuras de aquí para aquí de un lado al mismo lado, cuando duermen las hormigas túmbeas en las pastosas ubres de las vacas fragantes. Ah sí, la luz crepuscular del mediodía es real, más vigorosa y plácida y meneada por la citrina voz de una mujer cantamañanas en las hercúleas formas de sus faldas ampulosas. Tengo hambre, me decía, ya está bien de andar en círculos incubos en busca de una tarde que nunca llegará. Pero tengo más que decirlo que me hunden las cuevas oscuras que han convertido a mi ciudad en un museo pornográfico donde las parejas hunden sus dedos en macilentas formas primitivas de muslos desnudos y las sonrisas se plastifican en fotos. Vale la pena andar, aunque sean círculos secretos y sin mirar siquiera saber la silueta de todos los vecinos que saben no chocar entre ellos.
Una vez yo estaba en estos menesteres y tuve la suerte de verla. Era bella, y alta, como una de esas que tienen ojos de perdiz en las hombreras. Bella y fornida, siempre me gustaron las mujeres poderosas, más altas que yo, más altas que mi abuelo, qué desfachatez y qué orgásmica manera de correrme con una mujer más alta que todos, con el poderío de las mujeres altas, de esas que tienen zapatillas sin tacones para no parecerlo y siempre lo parecen. Más poderosas que los hombres. Vencedoras. Pacíficas. Y, sobre todo, más altas que ninguno de los hombres aún de los que son más altos que nadie. Qué enorme placer estas mujeres que se hunden en el cielo. Cuando las miro me cogen mis partes más pudendas, más gustosas, más terriblemente aniquilantes. Me encorchaban la calle. Me erosionaban, erectaba y hasta eyaculaba adormecido, como cuando hacía mal un examen entonces y mi pene latía a grandes golpes y se corría. Me llenaban de fulgor virginal, del poder de lo imposible, de lo irreal sobre lo real, del sueño sobre lo razonable, eran un golpe fatal a la fatalidad del hombre. Me bajaban los humos, el orgullo masculino meado en el vientre de la gran mujer, la de largas piernas y jorobas falsas de su modestia incursa: la mujer poderosa tampoco quería parecerlo. Al contrario se agachaban, pero la vida que suele destapar los manteles y mostrar las tablas de las mesas, en un descuido, las hacía ver tal cual eran: inmensas. Ah qué hermoso entonces y eso que no había amado más allá de unas caricias alicipientes en el vello rubio de mi amiga fortuita. Debería haberme buscado novias altas, como las blancas pintadas por Romero de Torres, con zapatillas sin tacones y hombros agachados. También mi hermana era más alta que yo entonces. Novias que me llevaran al sopor solamente con mirarlas y saber que no solo me sobrepasaban sino que lo hacían con todos los más altos.
En la gloria
Hubo un tiempo demasiado digno, de esos tranquilos que se caen en los paisajes quietos de un río extraviado, de esos que se columpean sobre la tórridas estampas azul turquesa y rojo vivo de los tapices de Flandes, un tiempo antiguo si por antiguo se entiende a la vuelta de la página, ayer mismo, tampoco descubro nada si digo que ese tiempo me embargó sobremanera, que me tuvo de sus manos cogido de los escapulones, que me dio su fragancia húmeda y multitud de hojas caídas de un Otoño cara a cara conmigo. Yo llevaba puesto mi mandril de higos secos, el rubio olor de los cigarrillos Camel y una camiseta roja donde podía leerse Carámbano prescrito. Era muy pequeño, apenas a dos palmos del terreno; chico y rubio, glotón de medio pecho y duro de arcandíz, que es algo que dejaron de pintar los pintores hace ya mucho más tiempo del que digo ahora. Solitario, como uno de esos extraños peces que se quedan solos en el meollo y dan vueltas no del todo, moviendo sus aletas con una lavagancia que ya quisieran para sí las bailarinas del Bolshoi, todo para estar solos sin nadie que les aplauda, como exiliados por el Consejo de Peces Barbos, como esas torres que se levantan entre las ruinas de un Castillo quebrantido hace mucho más tiempo del que digo ahora. No sentía miedo caminando por estos ríos extraviados, pero tampoco estaba muy seguro del todo: los ríos que no menean sus aguas suelen ser los más temibles de todos, no tienen olas que te marrastren ni ruidos que te ensordezcan pero se llevan impúdicos todos los mosquitos muertos y parecen cantar abajo, tan abajo que son una amenaza temible. También tienen troncos desnudos, espejos desnudos, ranas que nunca faltan en los alerositios y de vez en cuando un airecillo que nos estremece como un mal cuento. Yo meditaba, es mi arcana nación que nació conmigo, meditar, hablar sin que nadie interrumpa y si callo, no pasa nada porque estoy solo y hago lo que me da la gana, puedo hacerlo, y seguir luego hablando conmigo o perderme para siempre como esos matrimonios que se amanadan después de muchos años, cargados de hijos, y las carnes en puntos soliloquiados nada rutilantes. Así iba yo por una ciudad que me la he traído a esta otra ciudad donde perezco desde el mismo día que llegué. Comprendo a esos escritores de miniciudades minuciosamente miscindidas desde las pernículas sobras de las agujas góticas de sus catedrales blancas. No recuerdo exactamente lo que yo pensaba, si es que pensaba, pero la vista me ofrecía un paisaje apartado cubierto de ramajes y un río quieto tan quieto que inquietaría al mismísimo Nabucodonosor que inventó la palabra ex-aula. Ese paisaje no lo he vuelto a ver en mi vida, ni siquiera pintado por un gargontil en las horas punta, ni por la meretriz de las pasas secas y los ojos pintados. Nada de eso. Era un grito tan callado como una pompa enorme, una luz mortecina, una estancia minúscula, los restos de una naufragio fluvial, o el rubio espíritu de la colmena descamisando a los ángeles rubios velludos, de la miga de pan, bocado mohoso de bodega desabrochada y acalámbricos gorgoteos vertidos, efluviscentes, de un cava generosamente corrido a altura tal.
Pero eso fue esa vez. Ahora es distinto, quiero que sea distinto, quiero mirar a mi vecino con cierta complacencia y serenidad, quiero hablar como el silencio de manera explícita, quiero recitar versos de Homero antes de leerlos y vivir la armonía abrupta del Universo, con cierta fragancia a mi vida. Vida carcelaria y oscura de los prados mohosos, vida del jardín plantado del hombre, vida de la colmena rubia donde los ángeles gordos y vellosos lleven en su boquita una pizca de dulzor, vida de las donosas fuentes, que todas valen, incluso las secas, vida mía derramada sobre el plantel de los mosaicos grises, subiéndome por las piernas hasta llegar a mis rubirosas narices, entre alegre y descontento, entre vívido y moribundo, entre viril y desafirnado. Quiero llamar colega a cualquiera y cogerlo por el hombro, sentirme hombre, hombre hombro, hombre todo que habla con todo el mundo y no para mientes en fornicaciones extravasadas ni en calladas columnas a las orillas de un río, éste sí lleno de agua deslizante, de ruidos sinuosos, de destellos de la hermosísima luz sobre su espejo, un río antiguo, más antiguo que el tiempo que describo ahora. Todo junto. Todo de una vez. Todo de todos. Hermanados por la cabellera rubia, ojos azules y las vidrieras trascendidas, bajados de esas escalinatas que tienen todas las ciudades que ponen lo de arriba abajo y lo de abajo arriba. Quiero la hermandad, liberarme de injundio, infundio y del efluvio, soltar la bandera que el viento vuelve loca y repite siempre la misma frase frenética: estoy fre nés ti caaaaa. Hala, con el viento, liberado, quiero mirar dentro de mí y abrazar el mundo entero. Ahora estoy en la gloria.
Un paseo distinto
Voy a contar una historia que sería trágica si no lo fuera cómica al mismo tiempo. La historia de un hombre que caminaba al revés. Salía de su casa de manera metódica, siempre a la misma hora, siempre bien vestido y bien peinado, seguramente con brillantina o goma arábiga, abundante masaje facial, camisas pulcras, zapatos brillantes, olor a desodorante que mareaba y una corbata que era en sí todo un compendio de la buena música, melódica y flautista. Era pulcro como los chorros del oro y como su brillantina ensuciaba las miradas de todo aquel que se paraba a mirarlo. Todos los días salía a la misma hora, bajaba los escalones que pornoteaban su puerta, escalones de ladrillos de paredes de cárceles y hospitales antiguos y lo hacía de manera increíble, a ojos vista. No salía de frente ni de pernil ni de horas constipadas, lo hacía de espaldas, cuidadosamente porque es peligroso bajar las escaleras, aunque cada vez con más soltura y con menos miedo. Caminaba al revés. Todos los días salía de su casa y andaba de espaldas, para no perderse, decía, los paisajes que todos nos perdemos por andar de frente. Estaba seguro que la gente se apartaría al verlo y nadie chocaría con él, porque la gente de esa forma de caminar andaba para él siempre de frente y él podía ver al tiempo todo lo que los mortales nos perdemos por no saber caminar como los cangrejos, para atrás. Nunca tuvo enemigos, nadie le dio la puñalada trapera de los asesinos, tenías sus espaldas bien guardadas por él mismo y sus traseras cubiertas y cuidadas por los demás vecinos.
Este hombre jamás se perdió un atardecer, que suelen ser bellos en su ciudad, ni dejó de mirar a la rubia provocativa que las esquinas pierden para todos. Llegaba hasta el extremo de toda la vida ciudadana sin perderse nada y sin que nadie, a su espaldas, comentara algo que pudiera perjudicarle. Era el andante opuesto. su camino, por trillado, era inviolable, monótono, real, pero mucho menos que el de sus vecinos que solían extinguirse nada más pasarlos. Él iba conquistando espacios, ganando espacios, su mundo era mucho más grande que el de los otros, su mirada era estereoscópica, inacabable, sabía a toda hora quién salía y quién entraba, quién se perdía por las esquinas, como las rubias provocativas, y quién llegaba a su campo de visión. Nunca chocó con nadie, solo podía chocar de manera inevitable contra quien, como él, anduviera al revés y jamás encontró a otro. Su camino era muy igual de un día a otro, no gustaba de la aventura ni de los aprendizajes. Forzosamente debía saberlo de memoria y repetirlo a diario. A veces llegaba al cine, que le gustaba, y compraba su entrada, esta vez de manera común, y yendo por delante ocupaba su asiento y se enfrascaba en ese sudario de sombras y narco arcángeles de los perfumadores y el recto río de chispas proyectado. El cine le aturdía benévolamente, le introducía en la magia de la sugerencia, o en la intimidad de sus sentimientos, le llevaba a otro mundo. En realidad el cine se parecía mucho a sus paseos, la vida estaba de vuelta, lo de delante es lo de detrás, las escenas son las vivencias contadas por uno que va contra el camino, solo que en el cine toda la gente anda de espaldas a la realidad perdida, a los paisajes superados. Los actores eran sus colegas, tenían el mismo vicio de ver para atrás, actuaban para alguien que está sentado siempre a sus espaldas.
Salía del cine y el cine no se perdía. Si entraba en un café, que también le gustaba, siempre la misma rutina, en el café andaba para adelante, era uno más, saboreaba el líquido con cierta metástasis de sus sueños perdidos, ocupaba su mesa de tertulia y sabía acoger de buen humor las chanzas y chirigotas de sus amigos, que los tenía aunque pocos. Una vez uno de estos amigos le preguntó, Anquiloso (perdonad lectores pero su nombre si no es literario, es el que le pusieron) ¿ desde cuándo tienes esa manía de andar para atrás? Todos callaron y esperaron atentos la contestación de nuestro hombre: " No lo sé. Creo que desde siempre, las criadas me llevaban a rastras, pues nunca quise ir con ellas y yo veía el mundo así, colgado de sus manos". Luego, era un hombre rico.
Los orígenes
Era una mañana cualquiera, de un día otrora, de un edificio ambiguo, en una ciudad olímpica; yo llegaba entre miedoso y abstracto, entre soñoliento y despierto, entre solo y con gente, entre el mundo y la cama que había dejado. Pasaba la enorme puerta, para mí entonces todas las cosas eran enormes, hasta las personas bajitas, cruzaba el hall pintado de azulejos de colores planchados y brillantes, con las sombras abigarradas entre sombras, formando jeroglíficos distantes y próximos, conocidos como las frases diarias que oían mis tímpanos recién estrenados, desconocidos como los jeroglíficos, en cierto modo enigmáticos pero queriendo ser familiares y cotidianos., Olían a sombra, en esa ciudad todo olía a sombras, hasta su río minúsculo y ancho bajo la palma de un cielo muchas veces cargado de nubes bajas que parecían huir a tierras lejanas. Llevaba libros, ninguno de ellos entró en mi cabeza. Los libros eran un enigma sobre otro enigma encerrado en otro enigma, que parecían ir en contra mía, pues yo sabía leer fonéticamente, es cierto, pero me sonaba a algebra pura, a algoritmo que escondía lo que decía enseñar.
Después del hall, venía un pasillo, oscuro también, también con cristaleras en sus paredes de mosaicos incorruptibles, la alfarería patria, que había sabido con pocos y siempre idénticos colores una cosmografía cutre de paisajes y de hombres mal pintados, aunque brillantes, garabateados inhábilmente y a los que los hombres le daban un petrificado significado a inmortalidad subyacida. La cerámica es un invento que nunca se ha dejado de inventar, desde los remotos tiempos históricos que a alguien se le ocurrió meter en horno barro y metales y mal pintar cosillas, retorcidas y quejumbrosas, que tienden a estar húmedos. Nunca me gustaron los azulejos, ni siquiera aquellos que llegaron de Damasco o los que en Córdoba enrojecen con cobre y oro que suelen ser los mejores. Luego he sabido que una ciudad de campanillas tiene una plaza ancha, aljafareña y veneciana, en su Ayuntamiento, bajo un cruel sol, dedicada a la total fajalauza amarilla. Para gustos no hay nada escrito.
Yo avanzaba con mis piernecillas, supongo, pues para mí son las mismas que tengo ahora, la única cosa que ha permanecido proporcionalmente igual en todas mis edades. Para bien y para mal, avanzaba y retrocedía porque yo me quería ir de allí antes de entrar. Sabía dónde estaba mi clase, la puerta de cristaleras esmeriladas a cuadritos enmarcados, de un marrón bajado de tono, con ruido al abrirlo y el bullicio de otros niños que como yo esperaban la llegada del clérigo oscuro, casi siempre enojado, armado de regla dispuesta a caer sobre las palmas de los infelices, yo incluido. Lo que venía luego era una tortura mental y física. Horas de martirio chino donde yo lo pasaba mal. Aquel sacerdote estaban en un sacrificio, seguramente había equivocado su vida y sufría ásperamente por meter en la mollera sus imbecilidades quasi científicas, quasi humanas y quasi divinas.
En uno de aquellos días yo no me supe la lección. El abominable hombrecillo de negro, con ira iracunda, inquiría e inquiría la respuesta que yo no sabía dar, me había pillado, y, desesperado, me agarró por las orejas y me levantó del suelo zarandeándome, saltaron lágrimas, mis compañeros reían bobaliconamente, con la misma mala leche que he visto luego. A todo esto sin soltarse del Ave María Purísima, cantada con beatíficas formas por los pútridos banales. Los niños reían a placer, reían tanto que casi me hacían reír a mí. Qué soledad la mía de niño maltratado por ignorante. Soledad animal, los animales también eran en esos tiempos maltratados por las buenas gentes, incluso por los niños de las risotas. Solo le faltó al oscuro personaje haberme puesto las grandotas orejas de burro que tenía en el pupitre, heredadas de la Inquisición para los autos sacramentales. Me las puso.
Cruel me parecía también el gris río cercano, el de las pocas aguas, el de los guijarros y las mierdas secas, el de los mastranzos llenos de mariquitas verdes, de olores confundidos, el de las pozas secas y mucho sol, en las horas lectivas, cuando a veces yo me escapaba del edificio austero y me iba a pasear a cualquiera parte. Desde luego no a mi casa, otro lugar de tortura, sino a las hermosas calles de gentes descuidadas que no me conocían, andar y andar, huir y estar en mí. Conmigo me llevaba muy bien entonces, no me pesaban las travesuras ni mis erecciones. Yo soltaba mis argollas y recorría la ciudad como lo hice luego todos los días que la habité. Descubría la belleza, acogedora y oscura, en sus castillos y templos, en sus bosques de pájaros, en el agua que la oye.
También en el cielo hay buena gente. En aquel hall oscuro, a veces me esperaba la figura alta y negra, que se se agachaba con ternura y me preguntaba por las travesuras que había cometido en casa. Se hartaba de reír. Era escritor y me dedicó sus historietas, yo era su personajillo en su revista. Una fotografía mía con un borrego fue su portada. Hombre inolvidable. Desgraciadamente nunca fue mi profesor. Si lo hubiera sido yo no me hubiera vengado de aquellos tiempos, escribiendo tiránicamente de cualquier cosa con frases huecas que llamo mi Poesía.
Un mundo vacío
Me atrevería a decir que nunca hubiera estado allí. Y sin embargo conozco el sitito, conozco la extraña luz carámbana y oscura, la luz oscura del lugar, el sortilegio de escaleras y puentes que hay que sortear por un camino empedrado en piedras diminutas, también el extraño silencio de sus parajes asolados, las escombreras de la izquierda todas ellas esmeriladas y blanquecinas donde duermen las cenizas de un viejo volcán extinguido hace siglos, pero todavía candentes y empalmadas, exhalando un agrio perfume a tierra cadavérica. Conozco, como si lo hubiera visitado ayer mismo, la sala de madera brillante, las puertas cuadradas de algo parecido a caoba, rojas y lacadas, también oscuras, pues todo lo de ese sitio es oscuro, el sinacope de las ventanas y sus cortinas acartonadas y pálidas que se enrollan a cuadritos y cuelgan secas y planas a un solo golpe y casi rozan el suelo de madera. Recuerdo y casi puedo palpar su cerámica celeste, la escasez de los elementos de adorno, a propósito asimétricos, desperdigados por mesitas y rincones, tan discretos como una sílaba pronunciada por una dentadura postiza sin dientes, del mismo blanco anacarado y de las escasas sombras que producen los ripiosos rayos del sol en la penumbra. Es, no obstante, resplandeciente. Una vez que has estado allí vuelves siempre y te la repites cada día de tu vida; la repites embellecida como los almendros repiten y se exaltan en los meses fríos antes de anunciarse la Primavera. Es lo más parecido a la Primavera. No lo es, pero casi lo es.
Un lago embalsamado discurre plácidamente entre montañas arañadas por coníferas cítricas. Se extingue al fondo de la manera más sutil posible y cierra el círculo sagrado. Sobre el lago el vuelo de unas grullas se zambulla en el aire, casi al ras del agua, sentadas sobre sus plumajes traseros, con las alas languideciendo más que agitadas hacia una playas que no se ven desde ese sitio. También la nubes parecen estáticas, minúsculas, tapando los cuellos de los cerros puntiagudos, llenándolos de nieblas que vaporosamente quieren ser palpadas, como los escotes de las mujeres bellas que están pidiendo besos por brocados.Todo el lago huele fragante a furor femenino, en espera de los brazos poderosos y el vigor viril de los hombres resolutivos, pero su fragancia miente femeninamente, pues lo parece dócil y adornada. Hay una palabra que está de moda hoy en el mundo: la Estática. Principio de la Física que parece decir de todo lo que tiende a la quietud, pero que es su contrario y solo puede se explicada por la dinámica, aunque esté apalancada artificialmente como lo está el quieto lago. Sobre este lago flota el vacío, personaje todavía inédito, nunca explorado, amenazante e irresolutivo, que apenas cambia pese a ser el más antiguo de todos, invariable y eterno. Allí nunca hay tormentas desequilibrantes, pero es posible que lo ocuparan antiguas tormentas, la calma chicha que dejan, con la luminosidad como nueva, con estampidas y voces que se pierden y alargan hasta el horizonte. Se llega al confín, a la meta, sin salirse un cabo del mismo lugar. El vacío ocupa las mentes y el espacio. Es un ruido en solipancia explícita , donde se precipitan como posos todos los sentimientos y se sostienen los pocos elementos intactos que dejó el climax, la lucha dual por la materia. Una pausa que parece tener paz, otra sublimación material del desorden primero, a donde quieren llevarnos los espíritus simples, que tampoco nunca estuvieron allí, ni recibieron las sublimes lecciones de la sabiduría intemporal, como yo mismo he confesado.
¿ Qué lugar es ese, tantas veces pintado, insinuado, por la cinematografía y los móviles? ¿ Una postal tan solo que mueve al merchanting de los viajes y las estancias en paraísos idílicos, pintados por pinceles orientales? ¿ O la trágala nuestra, la oculta, la que duerme en las escaleras de la inspiración y refugia nuestra soledad íntima? Es un lugar que puede ser visitado a diario sin cansancio, que no depende de nuestras fuerzas ni de nuestra voluntad, que parece no cambiar a través de los siglos, o que lo pretende. Todos los que llegan tienen la sensación de que ya estuvieron allí. Bajo los cinamomos, entre los almendros, saben en qué sitio hay una piedra de adorno que se arruga perlada y luego la reconocen, era la misma de su sueño, el hueco de la fuentecita cuya agua nunca corre y solo pasa, la multitud de hojas caídas con precisión y número, los colores otoñales, aún en pleno verano, las cuadradas puertas entre sombras, las gárgolas rojas, minúsculas, las estancias aparentemente abiertas, las ventanas despobladas, hasta las tejas de todas las civilizaciones. Todos estuvieron allí antes. Es por esto que la estancia es muy popular, además concede al viajero la paranoia de creerse divino y previsor, un ser sensible al buen gusto y a la armonía, a la estética insumisa que no propende nunca, es pecado allí, al mundo de la Simetría al que acostumbra la caduca filosofía occidental. Todos son exquisitos luego y al fin encuentran un mundo interno. Pero esto es mentira. Faltan allí los dragones del espíritu, los espíritus burlones que llevan a los hombres a su perdición por sus estancias milimétricamente diseñadas. Allí el que reina de verdad es el vacío, los dioses que huyeron al menor signo de guerra y sus claudicaciones sostienen los ámbitos de la historia de la humanidad. Son los restos de un palacio abandonado, el nuestro, de una guerra perdida, la nuestra, de un mundo acabado antes de nacer, el nuestro. Yo estuve allí, ya lo he dicho.
Una confesión de amor
Eran tres amigos de siempre, uno nació en un barrio pobre a las afueras de la ciudad, mejor dicho, nació en una ciudad que estaba pegada a la ciudad, cercana a la naturaleza, los ríos y las cuevas, la despoblada de los árboles, en las colinas desnudas, a la lumbre de los fuegos fatuos y las ollas vacías, al ruidoso silencio de los dientes que no chascan; el otro tuvo más suerte, nació en el cogollo de la urbe, aunque tampoco se puede decir que naciera en el centro del todo ni en la abundancia, al contrario, con las habas contadas, los muslos contados, los pesos descontados, echando en falta la multitud de bienes que gozan los ricos, pero casi rozándolos; y el tercero tuvo la desgracia de nacer en otra ciudad mucho más grande y bulliciosa, conocía los últimos adelantos de la era tecnológica y tenía la elegancia en su hablar y vestir que da sobrevivir al caos metafísico de los rascacielos, a la educación añadida de las urbes, pátina entre lo humilde y lo diestro, el refinamiento popular, como si las grandes ciudades fueran en realidad grandes colegios de élites donde enseñan a sus vecinos a hacer casi todas las cosas bien, aunque no conozcan del todo al mismo sol y no tengan un mar propiamente dicho sino un paisaje para llevar y traer barcos, con altas chimeneas que solo echan humo: todos nacen con muchos humos. Llegado a este punto el autor confiesa que se muere de ganas de fumarse un cigarrillo y dejar el relato, dándose un tiempo para conseguir el hilo y sondear un desenlace, todavía entre nubes.
Con apenas seis años, coincidían en el recreo, ante el gran patio desnudísimo, donde se jugaba al fútbol y el sol caía sobre los personajillos bulliciosos y sacaba brillo a cuanto le mirara de frente, fuera el agua del canalillo, las hebillas de los zapatos o las manzanas que llevaban de merienda las carteritas de cartón. Nuestros amigos se juntaban y gustaban de hablar, lo hacían filosóficamente, aunque parezca extraño a su edad, no había tema metafísico que no fuera imbuido por las tres mentes convergentes. Hablaban de la esfera y los múltiples símbolos que contiene; de lo bestial del fútbol y lo innecesario que es, de la Física cuántica y de los electrolitos del cuerpo humano según Laborit y, como palabras mayores, del adelanto que supone conocer la biología molar subsumida en las leyes cuánticas. Lo hacían con un desparpajo impropio de su edad. Sus discusiones, como las de los grandes filósofos, también acababan en disputas y hasta llegaban a las manos, más de una vez, por simples detalles nimios en sus apreciaciones, al fin y al cabo solo eran unos niños.
Una vez uno de ellos les contó que había conocido a una niña muy bella. Tenía los ojos del mismo color que el cielo, como el cielo brillaban desde dentro y sus rayos le noqueaban del todo. No sabía hablar con ella y les pedía consejo para buscar las palabras adecuadas, las que se dicen en estas ocasiones. Los otros dos tuvieron motivos para burlarse de él. A nuestra edad, dijo uno, no es cosa de ir tras de las niñas, que no entienden del todo lo que les dices. Si en tu casa lo saben te la puedes cargar. Sobre todo si se entera don Esculapio, se lo chivará a tus padres. El otro se tronchaba de risa y apuntaba con su dedo al amigo enamorado, mientras soltaba un hijo de puta muy propio de su origen. Se les saltaban las lágrimas. Pero los tres eran sesudos y graves, inteligentes y callados, y al momento volvían a su natural modo de ser y aprovecharon con seriedad primero a agradecer a su amigo la confidencia, y segundo, a estar unidos en esto también, pues entre amigos no hay secretos y menos en las cosas importantes, una de las cuales y no la menor es el amor se dijeron. El amor puede llegar a cualquier edad y empezar a los seis años también. Los tres coincidieron una vez más. Hicieron las paces y juntaron sus manos, como lo hacían en asuntos importantes: uno para todos y todos para uno.
A veces se les unía otro niño, un tal Antonio el embaucador, o Enrique el navegante, también Jaime el solazador de cobre, o Eurico el deprimido o Rubio el insolente, lo hacían tímidamente pero eran acogidos con benevolencia y comprensión. La conversación bajaba de tono, no hablaban con ellos de Metafísica, ni de nano Mecánica Cuántica y mucho menos de florituras musicales o de vocablos literarios escogidos, como lo hacían solos. El invitado siempre hablaba de fútbol, mientras los niños jugaban y jugaban dando patadas a las pelotas y despelotándose en gritos y quejidos, en bravuconadas e improperios, en torno siempre a una pelota maltratada y mal pateada con griteríos oleicos que acababan en ¡ gol! o en ¡ huy!, apóstrofes de todos los campos del mundo. Los tres le acompañaban en sus juicios y reían juntos las desdichas de los equipos rivales, amén de dar las alineaciones actuales y las históricas con todo detalle sobre jugadas y goles marcados en semifallos. La verdad es que quizás, con ser el fútbol una cosa normalita y apenas cultural, también para los niños es de las más importantes que se dan en la vida. De modo que los chavales que apenas alzan un palmo repiten las formas de los profesionales y se dan palmadas en los triunfos, saludan a los contrarios e incluso consuelan con fervor a los perdedores. El juego limpio es uno de los llamados valores y es un juego complejo de chutes y de consuelos, de saltos y de patadas con los pies por delante mostrando los tacos. El cuarto invitado se marchaba luego orgulloso de haber hablado con los tres empollones y decía de ellos que eran normales y que sabían mucho de todas las cosas importantes del juego y del deporte, sabiendo nombres, clasificaciones y errores materiales, de modo que haberse acercado a hablar con ellos enriqueció su léxico futbolero y aclaró sus ideas. Tal era la buena y la mala fama que tenían entre los compañeros de ser raritos, por ir siempre juntos, que en argot de muchachos es algo así como afeminados en exceso.
La muchacha de los ojos azules se metió en el sueño de los tres amigos y soñaron con ella. El uno se la quitaba al otro, el otro era pillado in fraganti bajándole las faldas, los tres estaban tendidos en el suelo y ella bajaba y les dejaba un beso en la comisura labial. La niña era llevada por un huracán y el más valiente la defendía y la salvaba a lo Tarzán balanceado en una liana. Otras veces pasaba cerca de ellos y no les hacía caso. Una vez más, vestida, otra desnudos todos, unas veces con vergüenza de la desnudez, otras al contrario exhibiendo el cuerpo con desfachatez. Siempre entre ellos. O a solas y entonces la cosa subía de tono. A solas la cosa del amor funciona de manera atropellada única, querida por las dos partes, sin tabúes ni complejos. A más de uno, de tanto soñar con ella, le entró la duda de la existencia real de la muchacha. ¿ Fue un sueño lo que les contó el amigo? Sueño tan oclusivo como el que luego él experimentaba ¿ O fue un ser real del que nada sabían pues apenas si les dijo nada más que estaba enamorado? La duda les corroía y estuvo a punto de acabar con su amistad incluso. Los tres la querían para sí solos. Querían saber más de ella, sus pensamientos, sus deseos, su cuerpo, y sobre todo si les gustaría a ella. Era un problema más intrincado y difícil que la Física, una proposición más irresoluble que un silogismo fractal: el eterno femenino. Cherchez la femme!
En una tarde de verano, aprovechando sus vacaciones, quedaron los tres amigos en pasear por el Gran Parque. Lo hicieron entre divertidos y con camaradería. Cada cual hablaba de sus problemas cotidianos. Uno lo mal que vestía y el poco dinero que había en su casa. No había nada de nada. Él podía estudiar gracias a la beca. Pero lo llevaba bien, con deportividad. Por las mañanas aprovechaba para dar clases particulares y enseñar a otros niños de su calle, por poquísimo dinero, teniendo en cuenta lo corto de su edad. El otro comentó que sus padres estaban a punto de separarse, habló con dolor de sus riñas e infidelidades, del mal ambiente incluso para sus estudios, pero lo hacía con resignación como sabio que era. Y el amigo enamorado les confió que al fin se había confesado a su enamorada, que resultó ser una prima segunda suya y que ella también le dijo que le gustaba. A mi primo más me arrimo. La desolación cayó como una losa sobre los otros dos, pero lo resolvieron pronto con espíritu deportivo y le felicitaron efusivamente. Al fin uno de ellos conocería el amor de verdad, no el que está escrito en libros o el que proyectan las películas. El real, de carne y hueso. Pero para no insistir sobre lo mismo la conversación giró a sus temas preferidos de siempre: los principios algebraicos y la teoría de las cuerdas. Sobre esta teoría el enamorado les dijo que la suya era parecida, se trataba de la materia mínima longitudinal cuya fracción es imposible o despreciable, que venía a ser como un minimun quantum possible, y sustituía al euclidiano punto infinitesimal de la teoría antigua, serviría para hacer cálculos más exactos y programables en futuros viajes espaciales, ese punto sería una constante en todas las mediciones de la materia, incluida la teoría quántica. Los tres estaban de acuerdo que el futuro está en el Universo. Llegaron a un paraje del Gran Parque fondeado por unas colinas bajas, ya anochecía y nuestros amigos estaban cansados, se tendieron en el suelo sobre sus espaldas y contemplaron llenos de admiración la inmensa bóveda de hermosísimas estrellas, también el Camino de Santiago, así lo reconocieron, como una masa alargada de nubes sugerentes. Los tres quedaron noqueados para siempre con la belleza de la Naturaleza, mientras sentían el latido de la tierra a sus espaldas. Se juramentaron no olvidarlo nunca. Y así fue, ese día quedó grabado en sus corazones como aquel en que estuvieron frente a frente a todo lo creado. Una inmensa sinfonía atravesó sus mentes privilegiadas y su esencia inspiraría luego sus escritos, su música y sus dibujos, y, aunque separados, quedaron unidos para siempre bajo el gran espacio.
Una clarividencia inconfesable
Aquel hombre caminaba desfilando, las piernas tiesas, la mirada en el horizonte, impasible ante la gente que estaba a su paso, ocupando el centro de la acera ancha, deprisa. Estaba sordo a cuantas voces le insultaron antes, solo, su alma como en una nube distante, huida de lo que le amenazara. Impávido avanzaba el noble guerrero por la calzada gris que conduce a la batalla, ni el calor ni la nieve detendrían su paso, ni los agentes morbosos ni la mala reputación; caminaba impertérrito a su destino heroico, pues sabía que si se detenía a oírse, los ociosos se burlarían de sus pasos y caería luego en cuenta que eso es la deserción de uno mismo.
La vida para este hombre, desde pequeño, fue siempre una guerra, una guerra encubierta de buenas palabras y de mejores deseos, quizás la más atroz de todas pues no se acabará nunca desde que el mundo es mundo. En la boquiancha soledad hay una distancia enorme entre lo que este hombre es y lo que de él dijeron las malas lenguas, que suelen ser las más moralistas y las menos justas, pues lo mismo ensalzaban a quienes no lo merecían, por hipócritas, como humillaban al hombre más pacífico, con toda saña, sin escrúpulos. Ya desde niños se juntaban y provocaban a los que creían débiles por benévolos, sobre los que descargaban las injusticias y las malas palabras que oían en sus casas, entonces como víctimas, pues es sabido que el maltrato hace de los niños maltratados futuros maltratadores. La soledad es un castillo, una fortaleza, un puente sobre aguas turbulentas, un bosque de silencios contra la luz corrupta de las malas palabras, la sábana que nos acoge, el calor que nos mima; también es un nombre y suele serlo de mujer, pero las mujeres para este hombre estaban de más. Nunca fueron receptivas y cuando ellas se acercaron acabaron por tomar el rábano por las hojas y le hicieron la vida imposible con celos incluso.
Este hombre, además de otros defectos, tenía uno que algunos podrían tomar por una virtud: era de una clarividencia absoluta. Cuanto predecía ocurría, cuanto aventuraba acertaba. No fallaba nunca. Esta seguridad sobre el futuro, que no es más que la el presente seguido, (el pasado no existe aunque todos los hombres se aferren a él como a las faldas de su madre), quizás sea lo que pueda explicar aquella jactancia suya al pasar por la vida desfilando, impertérrito a las circunstancias. Llegaba a ser tan somera y explícita que una vez adivinó la ciudad que iba a ser premiada con la lotería, no llegó a saber con antelación el número premiado que eso hubiera sido locura y él quería ser cuerdo. También sus sueños eran premonitorios, sobre todo en circunstancias trágicas o tragicómicas que son las del mundo. Por supuesto el dejávu a veces hasta le dolía y quería cerrar los ojos ante los acontecimientos que sucederían, pero dicen los que de esto saben que es un mal funcionamiento del cerebro al que llegan antes los impulsos de la memoria que los de los acontecimientos. El sueño más largo cabe en el sonido más corto del timbre del despertador. Esta técnica del tiempo que se alarga o encoje como si fuera una cuerda, que vibra o es onda, magnitud, o incluso fuerza, ya lo experimentó en más de una ocasión; los antiguos negaron la existencia del tiempo y por ello se creyeron sabios, pero el tiempo existe, existen todos los entes a los que se niega la existencia, puede que de verdad sean lo único que existe, estando presentes, omnímoda fuerza, como diría el Nerón del cine, en los recovecos del mundo. La clarividencia sin embargo es una enfermedad, como lo son todas las manifestaciones extraordinarias y los poderes exuberantes, lo normal es la salud ácrona y asíntota y a eso propendemos. También es un sufrimiento para el poseedor de la extrema clarividencia, porque ve el futuro cambiando de contendido por las decisiones erróneas que suelen acometer los hombres poderosos y no dotados de clarividencia, y esto es cosa que nada pueden corregir los clarividentes. Llegado a este extremo nuestro hombre tomó una decisión: como nunca podía cambiar nada, entre otras cosas porque su opinión no contaba para nadie y tampoco podía hacerlo llegar, jamás la usaría a favor de terceros. Así sus vaticinios eran cosa solo suya y nunca arrostraba, por malo que fuera, un aviso al navegante, allá se perdiera el marinero en el proceloso mar. Atado de pies y manos, este hombre que caminaba resolutivo, a nadie confesó su inestimable don, ni siquiera a los más íntimos, no aventuró un pronóstico ni para acertar una simple quiniela, demostrando para sí que la clarividencia es un don inservible, al menos para obtener alguna ganancia económica, cumpliendo de este modo el principio de la Economía de que solo es ciencia que trata de los bienes escasos. Le hubiera dado vergüenza hacerla pública, además. Era inconfesable.
El otro
Rojo y verde. Rojo, pero tendiendo a morado, como si hubiera caído sobre él algo oscuro, tocado, vivido, penado por la vida con sangre y lágrimas, algo que hubiera quedado con algo del tiempo pasado, con la tristeza y la pasión, con el frío que deja la cálida pasión, como la mirada de la viuda joven recién sacada del lecho amante y entregada ahora al dolor por la muerte de su amado, rojo desesperanzado, pasivo, colgando de las tapias de la huerta de la monjas de "El Refugio". Verde bronce como la estatua sentada de la reina Isabel, frente a la llanura del inmenso Paseo que era jardín, colgado sobre el río, bajo los montes erizados, todavía con minaretes mágicos de casas blancas árabes y de palmeras desterradas de los claros oasis orientales. Verde raído, cagado por las palomas de cálidas deyecciones, verde cano casi celeste, duro porque era de bronce. Verde y rojo. Para mí era un Paseo muy importante, porque yo era un señor de cuatro años y entonces la vida era muy importante. Yo había venido al mundo cargado con todas las estrellas que se contemplan en la noche al mirar el cielo. Dentro de mí sus pinchitos me animaban a contemplarlo todo, a saberlo todo, hoy diría que a recordarlo todo, pero lo diría mal porque ya no soy un señor niño sino un hombre mayor y los mayores decimos idioteces, según lo veía yo entonces, pues hemos olvidado a muchas de las estrellas que nacieron con nosotros y en su lugar hemos puesto las equivocaciones que los hombres dicen y se leen en los libros; entonces era muy claro que todo era nuevo, que el universo se crea en todos los instantes y que lo grato es disfrutar de la creación, con seriedad y rigor, sin salirse del guión, como saben hacerlo las plantas, los animales y los niños.
Un día de aquellos, saliendo del viejo edificio del Colegio en aquel Paseo, un niño me insultó por cualquier cosa, le agarré del cuello para pegarle y entonces se produjo en mí un gran cambio, por un instante vi en su mirada el miedo y lo sentí mío, un sentimiento entre amor y conmiseración se adueñó de mí. Él era el otro y yo quise ser en ese instante él. Era imposible pegarle. Aflojé mis manos y nos hicimos amigos. Luego, lo he recordado como aquel precepto bíblico " Amarás a tu prójimo como a ti mismo". Pero a los pocos minutos llegaron otros niños y la cosa cambió, aquel nuevo amigo se hizo indócil como ellos, al instante formaron camarilla y me despreciaron. Dejó de ser mi amigo. También pensé entonces que los hombres cuando se juntan son peores a cuando están solos y no quieren una amistad coyuntural aunque sea reciente. Repetidas veces me ha pasado luego.
Después de aquel episodio filosófico del Paseo es ahora cuando vuelvo a experimentar el fenómeno del otro. Y lo hago sorprendentemente no solo con personas, sino con todo bicho viviente y aún con las cosas: la facilidad de ponerme en su lugar. De modo imperceptible no me alegran solo mis éxitos ni me entristecen solamente mis fracasos, sino que me alegro con el triunfo ajeno y me entristecen también las penas ajenas. La vida tiene ahora un cambio importante. También es verdad que por aquel entonces muchos señores niños hacían lo mismo y elogiaban los éxitos de los buenos estudiantes o los de los buenos deportistas y estaban orgullosos de ellos, aunque no fueran sus amigos. Sin embargo sentir la existencia del desgraciado nunca fue común, es más, al desgraciado se le perseguía con crueldad inmensa. Pero la empatía es ambidextra, se identifica con el bien y con el mal, con el dolor y con el placer. El otro es, por un instante, uno mismo. Ahora, el niño que fui entonces se apodera de mí, con su frugalidad, su inconsistencia, también con su alegría sin motivo, sus repentinas canciones y su vitalidad también. Por eso el Paseo vuelve a ser muy importante para mí, aunque ahora esté cambiado y hayan trasladado a la reina Isabel y el río esté estancado. Rojo y verde. Con poca gente pero densamente poblado de cosas y detalles, un jardín. Y yo sigo con mi cuarto ojo, el que me mira desde el otro.
En torno a la ciudad
Pasear por una ciudad es a veces como pasarle el peine al cabello, se abre la raya, se levanta el tupé, se abrillanta el molde, se encorvan las ondas, se esclarece la frente, se busca la mirada presentable; en cierto modo se cambia el mundo interior que nos parece si no impresentable. La ciudad es un diario. Esto es muy evidente cuando haciendo todas estas cosas se sale a pasear a dónde sea, sin más rumbo que andar y andar, la ciudad entonces te ofrece los paisajes trillados, sus lugares comunes, aquellos que nada te pueden decir que sea distinto, solamente para andar y a lo mejor, con fortuna, encontrar la aventura, lo inopinado, el acontecimiento extraordinario que en forma de persona te puede cambiar la vida. A mí me ha pasado. Es algo raro, nunca me lo he sabido explicar y casi nunca pasó nada interesante y si pasó tampoco fue una cosa extraordinaria digna de ser contada: nuestros sueños cuando se viven son la cosa más insulsa del mundo. Saber soñar es un arte que solo tienen los elegidos que suelen ser, por otra parte, poco soñadores.
Ir a ninguna parte. Hay una ciudad, que todo el mundo le dice bella, que me ofreció sus ridículas calles, sus quebrados templos, sus ruinas hermosas y sus riachuelos y yo anduve por ella como el pez por el agua. Si yo hubiera sido Machado seguramente habría escrito hermosos y cuadrados poemas hablando de ella, porque él sabía salirse de la ciudad y visitar sus campos. Pero esa ciudad tenía poco campo, aunque una Vega la prendía hermosamente de álamos y de chopos, de verdes fulgurantes y aún los más bellos de todos: en la canícula los secos terraplenes de tierras rojas encendidas. Pero era tan pérfida y bruja que ella misma, en el laberinto de sus calles y la epifanía de sus templos, me llevaba preso por cancelas oscuras y ripios blancos, con un olor nauseabundo pero íntimo de sus bodegas y sus rincones, con una gente que acababas conociéndola de vista. No era corta, yo era joven y mis piernas volaban, daba gusto andar deprisa porque la recorría en un santiamén y luego volvía tan fresco como un andurrial en el Otoño, seguro y conformado. Seguramente ya saben cuál es. No tengo que decir que no es Dublín, la de un escritor universal que todo el mundo desconoce.
También las ciudades andan sobre nuestras cabezas cuando estamos lejos. Recorren nuestros recuerdos y nos acercan unas vistas completamente engañosas, mejor dicho, una historia engañosa. Es imperceptible, pero los recuerdos más vividos son al tiempo los más engañosos; en ellos decimos cosas que nunca dijimos y tanto la escena como los personajes son muy poco creíbles. Por ello nuestros amigos sabemos nos mienten cuando nos cuentan cosas que nosotros vivimos de modo distinto: un amigo me dijo que un familiar cercano podría haber sido secretario de un dictador oriental derechista, y al cabo de muchos años se refirió a ese familiar como posible secretario de un dictador oriental comunista. Se ve que el dictador comunista, con el tiempo, tenía mejor consideración social para cierta gente de izquierdas que el derechista. El sueño se inmiscuye en la realidad y la trueca a su antojo, que suele ser una cosa actual. Nadie debe fiarse nunca de su memoria; es más, nadie debe fiarse de su memoria aunque sea por un hecho reciente. Si yo fuera juez dudaría siempre del testimonio de un testigo. Vemos lo que le da la gana al cerebro ver. Vemos como leemos, a saltos, nos bastan unos detalles para escribir una historia y lo trágico es que la historia nos parece palmaria luego. Con mis propios ojos decimos. Hacen falta al menos dos testigos para saber la verdad.
La ciudad descansa. Su pálpito nos acompaña en nuestro descanso también. Siempre nos acoge y nos sostiene, a veces es la única cosa del mundo que nos ha sido fiel, nos tiene sobre su piso, nos da todo aunque no falten perros gruñones que defiendan las propiedades para que no abusemos de su generosidad. Nos da incluso el tonillo del habla, que lo saca de un lugar misterioso; el lugar donde la vívida savia pone inteligencia en los vegetales y acorta y seca ramitas para llegar únicamente a vivificar los frutos. Los árboles también quieren a sus hijos y para ellos no dudan en talarse con tal de que no les falte de comer. Fijaos en las ramitas secas de los árboles, buscad su inteligencia. Todavía hay vegetarianos ufanos de su in crueldad por no comer animales y comer solo plantas. ¿ Qué plantas hay que no sufran o no sean inteligentes? No se mueven, eso sí; no son como yo que recorro la ciudad.
El pintor
Yo podría haber admirado al pintor, pero el olor antiguo que desprendía, su chaleco heredado de su padre notario que solía ponerse, todavía con brillo en los bolsillos de manosear las costuras, las arrugas de ese chaleco al cambiar de una barriga gorda a otra flaca, sobre todo el olor, que no era a óleo sino a tinta, no el desorden que suele haber en los estudios de los artistas, recuerdo a este propósito el de un escultor que vivía en una callecita de las estrechas de mi ciudad, la ventana dejaba ver bustos, manos, vírgenes, Venus, desconchados de yeso y de cal, lleno de un polvo criminal, parado, sucio, un desorden del que salían cornucopias, sobredorados vivos, figuras recién sacadas de santos a punto de irse para los pueblos que luego se llenan del viso de las oraciones, pillados entonces en pecado original antes de ser santos, incluso una virgen sentada con un cristo que rememoraba a Miguel Ángel a gran distancia y de un tamaño ridículo en fanales que pedían a gritos los trozos de sábanas viejas que mi abuela usaba para quitar el polvo. Un olor a profesor viejo de Lengua y Literatura, que así se llamaba como si fueran dos cosas distintas, dualidad conseguida por los escritores actuales a conciencia. Olor a magma virgen y caduco. Olor a esfera voluminosa. A pedo incluso. Como a tabaco. No me lo imaginé nunca haciendo el amor, cosa imprescindible en todo buen artista, ni no haciéndolo que suele pasar en los hijos de los notarios. Para mí era un burócrata de la pintura, un mozo de almacén en su tiempo joven y luego, después de todo, un banquero lleno de dinero que los escatimaría antes que gastarlo. Si sigo describiéndolo acabaré diciendo que era odioso y no es la verdad. Para mí solo le salvaba su magnífico reloj de oro, también heredado, colgado a su chaleco, en el que mirar la hora sería darle la vuelta al paisaje y dejarlo inclinado brillando tenuemente al Sol, Sol que no falta aún en los remotos cielos sobre glaciales. Era un reloj señor, nada blando, que daría la hora con seriedad y rigor, pero sin entrar en más detalles, que todos los buenos relojes, como los príncipes, nunca son puntuales. Tengo que reconocerlo pintor, sin embargo, incluso cuando llovía, era un buen pintor.
La pintura es un fenómeno que tiene gentes peculiares. Los hay que sufren al pintar, como es mi caso, porque me vuelco totalmente en el cuadro, lo cambio y lo excomulgo, me arrimo a sus colores y me cago en mí las más de las veces, para luego dejarlo dulce e hipócrita, salido de una tormenta, en cielos azules. A otros la pintura les relaja, les da la serenidad de la siesta, hora en que suelen pintar y hasta copiar, que es lo más deleznable del arte, aún lo hayan hecho insignes de todos los tiempos. Esa pintura suele serlo de ciervos y cervatos, de perros enjaulados, de hormigas insepultas y hasta de ornitorrincos, que es el animal más cómico de la madre naturaleza, que a veces hace estas cosas, un pato que da de mamar y encima es más venenoso que un alacrán en la ponzoña de sus patitas. Como para que jueguen los niños con el lindo patito. No se pueden considerar pintores aquellos que pintan casitas de una sola planta, al lado de un lago-cielo, rodeado de lechugas altas. Tampoco los que pintan a sus hijos totalmente bizcos ni a viejos a punto de morir. Todos usan marrón, color universal que llena todos los espacios de la calle y del vulgo. Y los hay con suerte, hagan lo que hagan, lo hacen bien; son los dioses de la pintura, nunca les faltarán mecenas, pues nunca faltarán quienes ganen los dineros a manos llenas y los gasten en inversiones muy rentables, cual la buena pintura. Seguramente el lector sabe a qué pintores me refiero.
Yo una vez hice un dibujo en el que puse todos mis cinco sentidos, era ya mayor, tenía doce años, me exprimí el cerebro al máximo y luego lo entregué al profesor, Miranda se llamaba, para que me lo calificara. Me puso SUSPENSO. Por qué. Todavía me lo pregunto. Por qué, por qué, el burro del profesor me dio un suspenso ( luego se corrigió y al final me dio un notable que en el fondo era otro insulto hablando en arte) Ese dibujo contenía la esencia de mi dibujo, mi propia alma, mi conciencia, mi sentido de ser. De haberlo guardado hoy sería el catón de mi vida. Su nota me hubiera dibujado a dos personajes literarios: el profesor y yo. Toda una lección práctica de la vida. Pero lo perdí, como he perdido a veces unos poemas que tanto hecho en falta. Tengo que decir que cuando un hombre pone todo de sí al hacer una cosa, esa cosa siempre es magistral como he comprobado luego. Todas las cosas grandes se hacen con toda el alma con todo el corazón y con todas las fuerzas. Lo demás no vale nada. Algo hemos ganado en la vida, porque ahora se juzgan con esa benevolencia las obras de arte. Aunque, y esto lo tenía muy claro a mis doce años de mayoría de edad, yo nunca seré un artista. Ser artista es un don, como el tener buen oído. Se tiene o no se tiene.
Secretario
Yo fui Secretario. Todavía lo recuerdo, aquel día dichoso que el presidente de Gobierno tuvo la buena idea de incluirme en su lista de Gobierno. Al principio él se proponía darme un Ministerio, pero surgieron dudas, titubeos, fue un episodio borroso, siempre pasó en mi vida que suceden hechos, palabras, personas o cosas que truecan mi destino por otro. Me enseñó su lista y yo estaba al final de todos con mi nombre compuesto y mis dos apellidos. Ver mi nombre me produjo una alegría interna, sosegada, pero expansiva. Al momento pensé decírselo a mi familia, a mis amigos, a cualquiera con que me tropezara. Entendía que ser Secretario era algo muy importante, este nombramiento reconocía al instante todos mis méritos, desde señor niño a hombre hecho y derecho. Mis mejores notas estaban en la tinta de mi nombre, los conocimientos, las horas de estudio, el trabajo y hasta el dolor que sufrí en la consulta del dentista. Todo cuenta. Somos un todo explícito, un minimundo, o un mindundi que dicen. La sensación de haber llegado tan alto en el instante que el Presidente en vez de apartarme definitivamente me incluyó como Secretario en el último de sus nombramientos, me produjo un bienestar inmenso, la gran paz del espíritu de los bienaventurados. Había triunfado en la vida.
No me pregunten de qué fui Secretario. Es los de menos. Lo importante es ser un hombre importante y que todos te reconozcan. Un Secretario puede ser más importante que un Ministro; los ministros son todos políticos, los secretarios no siempre, más bien parecen técnicos, los conocedores de los proyectos e incluso los más dotados intelectualmente para la praxis y resolución de problemas. En realidad son los que mandan, aunque menos que los funcionarios de carrera que no solo mandan sino que ordenan, hasta a los ministros.
Yo estaba allí. Al principio me quería adjudicar un ministerio, pero se antepuso el destino y casi me echan fuera del todo. Al final el benévolo Presidente tenía para mí el último de sus puestos. Entendí lo equivocado que anduve en la vida cuando, lector diario de diarios, pasaba de secretarios, directores generales y otros cargos para mí menos importantes. Entonces no había otros poderes que los del Presidente y si era de Estados Unidos o de Francia mejor.
No puedo hablar de lo que hice. Creo que no hice nada. Pasé por el puesto con lo puesto. Me compré trajes y camisas, zapatos nuevos. Tuve chófer y despacho. Viajé. Gané bastante, mucho más de lo que podía pensar. Pero es lo de menos el dinero, solamente con disfrutar las buenas caras que me ponían desde secretario para abajo fue un deleite: el goce de la vida. Estuve el tiempo que duró mi Ministro, unos años, apenas meses. Luego volví a ser lo que soy; desde luego muchísimo menos que un Secretario. Pero tenía que contarlo, no me puedo morir sin contar que yo fui Secretario. La pena es que muchos familiares y amigos murieron antes de mi nombramiento. Casi todas las cosas grandiosas que hice lo hice por ellos, porque se sintieran orgullosos. Pero a tanto no había llegado nunca. Se me saltan las lágrimas al recordarlo, aunque someramente, ya digo que no recuerdo los detalles; aquello fue como ir en una nube, un sueño. A veces creo que fue un sueño, un sueño maravilloso que condensaba todas mis vivencias de poderío y satisfacción íntima, al ver mi nombre escrito en el último de los renglones, en el último de los nombramientos, casi fuera de la lista. Con la misma exultación que tenía cuando era un señor niño con las buenas notas, con la misma elegancia también, ser Secretario me venía al dedo. Jamás pasaré de los secretarios al leer el Internet. Son muy importantes. Yo lo fui.
La carpeta negra
Una carpeta lacada en negro, con incrustaciones de nácar. Dura y con tiempo, abuela de las carpetas, vacía también como nuestra vida cuando recordamos todas las cosas que no hemos hecho, todo lo que deberíamos haber hecho, todo lo que falta en la maleta final de nuestra vida. Plana, como un ombligo napolitano a las dos de la tarde de un tórrido verano. Con fino damasco dentro como los tapices que coloreaban la Alhambra auténtica. Si acaso una nota: Ir al dentista, jueves 21. Nada, casi todo su tiempo. Una taza de café negro al lado, echando un ligerillo humo que sube como la figura de un duende mágico, se difumina pronto y desaparece. Olor a café todavía caliente. Las rosas de nácar, suavemente iridiscentes y de tacto atalcado, se exaltan celestes con el negro olor del café. La piel de la carpeta parece meditar también y tener, al fin, un objetivo cumplido: servir de complemento en negro. Falta un cigarrillo, pero en mi mesa quitaron los ceniceros para que no fumara y desde entonces solo fumo el amarillo limón de los vaporizadores de la tienda de a 100. Creo que esto es más dañino y cancerígeno que el humo de los cigarrillos, pero, o no está demostrado del todo, o todavía no se han dado cuenta quienes se ocupan de advertir a la gente de los peligros de las sustancias cancerígenas. Ese olor a limón barato chirría con la exquisita sencillez de mi mesa de despacho.
El genio que sale de la taza de café a las cuatro de la tarde y que pronto desaparece vive muy cerca de mí, la taza es un oscuro pozo donde el genio se mira y le da miedo de él mismo, de lo malo que es y por esto desaparece. Está detrás de mí, como si fuera mi defensor, defensor en realidad lo ha sido siempre, pero de los otros, de mis enemigos también, con más placidez y rigor, escrupulosamente. Toda mi vida. Sabe más de mí que yo, lo cual es muy peligroso para mí si se equivoca; sabe más del mundo que yo, pero no hay que ser un genio para saber más del mundo que yo. Mi sustancia ignorada. A esa hora trabajo escribiendo, porque no lo he dicho todavía, soy escritor, del peor de todos, de los que no cobran por escribir y pagan hasta los libros que editan que mueren en la Editorial sin que ésta se moleste en dar una sola liquidación por los derechos de los ejemplares vendidos. Todo sea por el nombre.
Esa carpeta fue un regalo de familia, perteneció a un bisabuelo mío que al hombre le gustaban las cosas buenas. El gran espejo de oscura madera, inmenso e inclinado, por no caber en las paredes modernas, coronado por el blasón de un escudo liso, todavía sin grandeza. El tresillo de nogal inglés finamente tapizado de rosas olvidadizas. Las mesitas redondas y la cristalería de Bohemia donde una vez bebió el Rey de España que acabó exiliado al ganar los monárquicos las últimas elecciones municipales, pero hacerlo en los pueblos, muy influenciados por la Iglesia Católica, razón suficiente para que los capitalinos republicanos, amén de los filósofos de andar por casa, se les echaran encima y no tuviera más remedio que huir, para no acabar como su primo el ruso. Así fueron las cosas.
Negro el teléfono que descansa todas las horas junto al móvil que también descansa todo el tiempo. Silencio oscuro de una vida oscura, marcada por el dedo de uñas larguísimas de mi particular ogro. Muy escrupuloso para tenerme en silencio. Nunca he tenido la satisfacción de quejarme de no tener mi tiempo libre por atender las muchas llamadas. Al contrario todo el tiempo es para mí. El ogro, al que no le pongo nombre, dirige con sus hilos melifluos la vida de muchas gentes. Hace lo que quiere y cuando quiere y al final todos contentos por mantener el resuello, lo que no es poco. A unos los lleva en volandas a la esfera del poder y la popularidad. A otros los olvida o hace que los olvida y los pobres acaban planchados como mi carpeta, oscuros, adornados por los huesos de una almeja tropical, con su afición al arte y lo bello. O como un ombligo napolitano en las horas tórridas de verano. Nada por aquí, nada por allá. En castigo, por ser tan malo y melifluo, Dios lo ha dejado calvo. Calvo del todo. Se lo merece.
Hefesto
Los dioses le miraban con atención, solo los dioses pueden contemplar impávidos a este hombre en medio de la tormenta. Bramaban los cielos con furia increíble, balanceaban el barco, lo llevaban sobre unas olas aterradoras, bajándolo y subiéndolo, con tal intensidad que su bramido estremecía como la enorme bestia a punto de parir un nuevo monstruo. Aguas blancas y criminales caían vomitadas y densas, alas de murciélagos blancos, aturulladas, con todo el palmo peso del mar sobre el barquichuelo, al que partía sus maderas, acabándolo del todo en cada empuje y del que reflotaba milagrosamente, pues solo un milagro lo salvaba para no acabar hundido del todo. Y tan seguido. Un ruido hosco a rencor, en las entrañas atormentadas, la trepidación ruidosa de la cruel Naturaleza, descargaba su ira en todas las direcciones, sin reposo, y se renovaba con más furor todavía la gran mentira que son todas las iras, las viejas represalias del odio sobre la inocencia a la que destruyen, con la misma antigüedad que la Tierra. Los dioses, impasibles, seguían contemplando al muchacho luchar, para recuperar el timón y la dirección de su destino.
Hacía muy pocos años que El Forjador, tal nombre le pusieron sus compañeros, empezó a faenar como marinero. Apenas si sabía lo elemental, solo su fe indomable le llevó a mantener el tipo en un trabajo que desconocía. Pero le bastó menos tiempo aún adquirir destreza, pues el valor hace que el aprendizaje sea pronto maestría, y el manejo es solo la soltura que da el ánimo decidido y la mirada fija para luchar. Luchaba contra sí y contra sus miedos. Su voluntad vencía a cada paso, arriesgaba en la batalla diaria y el dulce asueto del mar terminaba como jugando con él.
Una vez más la calma predecesora retomó su sitio. Las olas, plateadas, le ofrecían su rostro de enamoradas, silenciosas y suplicantes, se amodorraban en círculos seductores, procurando la caricia, como un espejo movido levemente. El olor a sal se derramaba por la quilla y la proa, y le llegaba el salitre dulce del profundo mar, cuando la lluvia torrentosa cesó y el ánimo, alegre, alivió el infierno. Así calmado, aunque ya tarde para retirar los aperos, que quedaron perdidos, se había salvado de la tragedia y regresaba, ya sin ganancias, pero ganando a la muerte su rescate.
Un camino conduce a otro y este otro a otro más. Él, con tal de salir de la miseria, se apuntó a trabajar en un oficio que no conocía, con todo el peligro que conllevaba, como el valiente trabajador de las inagotables horas luchando, no habría alcanzado la buena fama que adquirió al momento entre los suyos, de modo que el trabajo no le faltó nunca, cualquier patrón se lo rifaba, pues de todos era el más cumplidor y el más ágil de los que llevaban el barco, valiendo tanto para faenar como para coger el timón y llevar a buen fin cuanto se proponía. En cierto modo cada día volvía triunfador de un camino nuevo. Triunfador desde que salió de casa un día, con apenas dieciséis años y se apuntó, como grumete en un barco mercantil. Viajó por todos los mares. Tenía la costumbre en cada puerto de destinar parte de su salario en su libreta de ahorros, de modo que llegó a hacerse con dinero. Fue así como su padre, que lo había denunciado a las autoridades, le siguió la pista y obtuvo de las autoridades americanas la devolución a España, custodiado por la policía española. En Madrid lo esperaba su padre. Al policía que lo custodiaba le contó el muchacho su historia, y que estaba temeroso de la reacción de su padre, un vasco enorme, que tenía otros seis hijos, y el policía le prometió hablar con su padre para que lo recibiera bien y no le pegara. Y así pasó al principio, pero nada más meterse en el taxi, el vasco le soltó un bofetón que le sacaron las lágrimas. Bien hecho, dijo el taxista, estos muchachos son muy rebeldes. Luego, cuando el padre supo lo del dinero que había ahorrado, y que parte del cual el muchacho destinaba para ayudar a su hermano mayor, que era buen estudiante, las cosas se calmaron y al poco ya pudo regresar al mar, completamente libre.
Me lo contó El Forjador, hombre recio, jubilado, en el hospital, cuando acompañaba a la consulta del médico a un viejo compañero que se había quedado ciego.
La belleza
Yo, Gratimus, quiero pensar que soy bello, muy bello, digo pensar a propósito aunque los escritores dicen soñar por pensar, como si los sueños alejaran la realidad de la vanidad en pos del pensamiento, veraz y unívoco. Nunca lo estuve acostumbrado, los mayores ancianos cuando yo era un señor niño me decían todos los defectos de mi rostro, para ellos, la boca grande de labios carnosos y no las boquitas que a ellos les gustaban en las que apenas cabía un piñón, nariz breve y no las narizotas puntiagudas de los bellos. No era bizco ni cejijunto, era delgado pero musculoso, de buen cabello, entonces, casi rubio y piel blanca en un cutis que era la única cosa que elogiaban de mí. Boquita de piñón, cutis de seda, las dos cosas que a ellos les gustaban. En cuanto a la estatura, ahora es evidente que sin ser del todo bajo era bajo. Pero sabía peinarme alto de tupé y tenía cierta elegancia desarreglada, yo no me veía tan feo, incluso en la adolescencia presumía a veces, las muchachas me dedicaban miradas insinuantes que acercaban y alejaban luego por el rabillo del ojo.
Lo cierto es que a mí me gustaban los feos, porque casi todos los feos eran muy inteligentes y eran fuertes y valientes. Habían superado las críticas familiares y les gustaba ser feos, lo reconocían con dureza. No parecían ni feos, porque se les salía un alma aguerrida y triunfadora, una sensatez incorregible, una dureza acariciadora y sobre todo una hombría que es el mejor atributo que en la vida puede tener un señor niño. Solamente disfrutar su seguridad me hacía ser mejor a mí, además me consideraban de los suyos, más aún cuando un docto profesor de Matemáticas, ah las matemáticas qué hombres sorprendentes da, me dijo en plena clase, delante de todos, tú, podrás tener éxito en los estudios cuando seas mayor, sin embargo tú, se dirigía a un compañero que era frágil pero voluntarioso, eres guapo, tienes una cara que triunfará con las mujeres pero para estudiar nada. Nadie me había dicho en la vida cosa peor. A mí lo que más gustaba era ser guapo. Este deseo era mi quintaesencia. Nunca aprecié que me llamaran inteligente, era lo suficiente para saber que no lo era tanto, además me lo decían demasiado, pero guapo nunca, tanto es así que, cuando con el tiempo, llegaron a decirme incluso tonto, y tenían motivos, me empalmo y erecto proyecto en mi cerebro: guapo. Porque ser tonto ha sido siempre para mí, desde aquella lección del matemático, ser guapo.
Los griegos amaban la belleza que la cultivaban a todos los niveles, y aunque todas sus bellezas esculturales tienen prominentes narices, lo cierto es que sus rostros son agradables y poseen unos cuerpos elegantes, tanto ellas de preciosos senos y caderas hermosas, como ellos de penes pequeños, tal los querían, y músculos suavemente pronunciados, pues solo sus guerreros lucen, vigorosas, las actuales tabletas de chocolate que es como llevar dos gusanos aplastados en el vientre. Este culto a la belleza, y sólo por ello, engendró dioses, dioses que por otra parte eran unos bárbaros de vidas licenciosas y de moral estricta, como suelen ser los inmorales. También alzó los mejores monumentos que nos queda de su Arquitectura, verdadera ciencia del buen gusto, aunque haya perdido los colores que la magnificaban, colores que faltan en sus estatuas, entonces vivas de coloreado maravilloso y luego sus herederos, nuestro Remordimiento, sus seguidores del mundo clásico no llegaron a entender en su magnífica complejidad. Un Partenón sin color, como la marfilina y gorda Artemisa sin color, para los griegos sería como una cosa que ha enfermado de enfermedad letal. El color era de buen gusto y la palidez un mal, como para los médicos. Belleza ¿ Y las ideas del mundo griego, si se las puede llamar así?
Hay que reconocer que el dios que nos hace en el seno materno a veces se esmera de forma espectacular y en una sola criatura reúne todo un compendio de belleza, que los que la llevan lo hacen con cierta naturalidad y desconocimiento propio. Hay un canon secreto de la belleza que está dentro del mercado genético, porque la Naturaleza, que es lo que mueve el mundo y los mundos, propende y se esmera por ser más bella cada día.
También hay un gusto por la fealdad, tanto del cuerpo como del alma, inseparables también, y hay pueblos, edades, y generaciones de feos que los pintores han inmortalizado, aunque si nos fijamos en el detalle de sus cuadros más bien lo que pintaron era el terrible hambre que pasaban, amén las enfermedades para los que los médicos tenían recetas que las agravaban más que curaban. Pinturas delicadas, celestes primorosos y hombres y mujeres feillos y delgados, entre cortinas rojas y columnillas blancas. Roma no existe.
El dios Olvido
En un monte olvidado, de los templos olvidados, de una ciudad olvidada, como uno más entre los dioses, hay un dios del que no se tuvieron nunca noticias, llamado Olvido, cuyos padres no se conocen, ni los hermanos, ni pariente alguno, ni siquiera su esposa, que la tendría pues son muchos los hijos suyos desmemoriados que en el mundo se agiotan. Es un dios poderoso, aunque oculto. Muy actual, escribe en los corazones con delectable operancia, trasquila cabellos de las que fueron vírgenes, de los hombres valientes cuando sienten cobardía, de los generosos cuando obran con avaricia, de los duros de corazón cuando usan palabras tiernas, de la propia verdad cuando deja de ser diosa y es criatura defectuosa muy cercana al mal. Como un rey viste las vestiduras transparentes, pues olvidó su cuerpo y solo refleja lo que la memoria quiere, que suele ser poco y escogido, causalidad, ésta si ha sido diosa recordada siempre, aunque en la práctica fue solo una sirvienta del dios Olvido pues, la diosa muestra la convencional felicidad de los humanos, pero deja para el dios mayor cuanto el dios quiere olvidar por sus divinas razones.
El hombre llamado Leste pasaba por el parque verde, de un verde inmarchitable, de colinas verdes bajísimas y árboles verdes plantados solo de adorno, pocos y distantes. Vio de cerca un pueblo de casas antiguas, de maderas blancas y cúpulas en aguja, con tejados de pizarra. Parecían pequeñas iglesias, desperdigadas y pocas, aunque formando colonias o barrios o váyase usted a saber qué. Unos grajos negros de gran pico vigilaban, uno por casa, desde los aleros, curioseando a los peatones y sabiendo de cada uno su comportamiento, como la alada conciencia, los grajos y los cuervos, incluso los que son blancos, toman buena cuenta, pues todos son de excelente memoria rencorosa y suelen hacer trastadas hasta la quinta generación a quienes los importunan, recordando sus rostros y cayendo sobre ellos, ya sea en vuelos rasantes cuando van en bicicleta, ya sea defecando sobre sus ropas colgadas o simplemente graznando sin parar de día y de noche como la televisión del vecino. Son tan listos que solo les falta hablar y algunos lo hacen, de manera portatuosa, como las otras aves parlanchinas.
Se paró el hombre ante una casa solitaria, de madera blanca, con tejados puntiagudos y ventanas más altas que cuadradas. Por una escalerita se subía a la entrada principal, alguna otra puerta habría detrás según las colosales medidas del edificio. Le llamó la atención ver a mucha gente delante de la casa, manifestándose caminando como en círculos, con carteles incluso, mujeres, niños, albaceas, médicos, un sacerdote con alzacuello cuyo cartel decía algo así como BLASFEMIA, en otros carteles leyó nítidamente ABOMINABLE, y en otro DETESTABLE, era gratificante entender algunos carteles ya que Leste era extranjero, había venido de un lejano país y no estaba muy ducho con el idioma, más bien no lo entendía nunca, aunque había hecho progresos y podía pedir el menú del restaurante o solicitar el subsidio del paro cuando quedaba sin trabajo. Muchos otros carteles eran ilegibles, veinticuatro o más consonantes seguidas y pocas vocales puestas porque sí. Supo más tarde que la casa era la vivienda de un afamado escritor y que los personajes que se manifestaban lo hacían porque el escritor los había olvidado en sus novelas. Una criada de las antiguas, vestida con amplio delantal y cofia blancos, pequeña de estatura y pasitos cortos, abrió la puerta y llevaba en su mano una gran bandeja de plata llena de pastas, en esa casa como en la Odisea que lo son de oro, todos los menseres son de plata. Las había de todas las formas, redondas con media guinda roja, otras de chocolate, otras a rayas, las totalmente blancas y ovaladas, con distintas texturas, también acristaladas en azúcar, y pastas sin más que suelen ser confituras convencionales para acompañar los bostezos. Las repartía entre los personajes y volvía a la casa a por más bandejas, los personajes las recogían ávidos y alegres, y, oh efecto de la buena educación, al pronto las comían se desvanecían y desaparecían uno por uno en el olvido, de manera que la casa quedaba luego solitaria, en gran paz y silencio, salvo un niño que tenía un ojo, media nariz, una oreja, una pierna, una mano y un cabezón enorme, que no quiso comer las pastas por no ser un personaje, sino un personajillo que el escritor echó por el retrete y acabó yendo al hermoso arroyo, el cual se había tragado antes a la muchacha de dorados cabellos, y en su efluvio, ahora también, la dorada escultura que el municipio dedicó a tan afamado escritor, (el agua de estos ríos literarios, como las de Ofelia, se tragan a los personajes al revés de las corrientes de todo el mundo que son tragadas, aún no lo quieran, por los ahogados). Tampoco importaba mucho que se quedara este hijo Espermón, escritorzuelo de media lengua, frente a la casa, como uno más de los otros niños, jugando y corriendo en la calle. Quieto parecía una escultura dedicada al escritor, firmada por un pintor de muchas campanillas.
Había llegado al Parque cogiendo un tranvía, una de las cosas que primero quitó y olvidó su pueblo natal, que no dejó ni los raíles por si luego se arrepentía, tranvías que conservan y usan muchos países progresistas, con sus curvos caminos y troles de catenaria. Lestes era extranjero y lo primero que tuvo que pasar al llegar fue el reconocimiento médico, le sorprendió que ya el mismo hospital le pareciera viejo, el médico con anteojos, las enfermeras con vestidos amplios, las inyecciones de cristal con agujas de pérfido acero, las ambulancias a la puerta como mastodontes cuadrados y un bombero que estaba sentado en la consulta vistiera a la vieja usanza, como las antiguas cajas rojas de galletas, con su casco en barcarola, cosas que él solo había visto en el cine. Todo parecía como un regreso al pasado cuando él pretendió hacer un viaje al futuro. La cocina de su apartamento era de gas, la cafetera de las de vapor, de esas que tienen pitorro que avisan, cortinas de cretona, en fin. Quizás fuera su primera lección de emigrante, que en el mundo moderno los países cuanto más ricos y avanzados son más conservadores se vuelven, o lo que es lo mismo, conservan casi todas las cosas que en un tiempo fueron avanzadas si siguen funcionando. Incluso los taxis eran unos viejos modelos negros, que nunca cogió porque le resultaban caros. Muchas de estas cosas, en su pueblo, que nada presumía de ser suculento y progresista, habían sido olvidadas antes de la dictadura incluso. Pero el pueblo, siguiendo una vieja costumbre de la dictadura también, se había olvidado de dar trabajo, razón para viajar y buscarlo, en un país que, por lo visto, no olvida tan fácilmente.
Sócrates
He aquí un hombre que lo había sido toda su vida, no recuerda haberlo dejado ser aún siendo un feto, es más tiene referencias explícitas de haberlo sido en el seno materno, cuando parecía imposible, pues no tenía experiencia ni había tenido la oportunidad de estudiar la mejor manera de ser, aunque solo fuera por simpatía o por copiarlo de los otros hombres. Pero él, lo sabe ahora, no nació el día que su madre lo parió con dolor y con lágrimas. Ni siquiera cuando empezó a pollear en los primeros años y procuraba vestir mejor y andar erguido y decidido a ver los espectáculos macabros de su patria, que gusta de ser cruel matando a toros de ojos negros sobre la cálida arena de la angustia, que es la negra de la soledad, del sol también negro, de los gritos negros y de la pesadumbre fétida de las multitudes. El nació un día, canturreó fuerte como un niño, como un niño mayor, sintiéndose inapreciadamente distinto. Libre y verdadero; sin simbologías, ni eufóricos eufemismos, sin amores amoratados, ni vínculos de post grados, sin rencores, podríamos resumirlo así: de otra manera, no de madre que solloza, ni de sociedad que alquila, ni de Compañía de Jesús, sino de sí mismo, desprendida su infancia y aparecido como nuevo.
Son muy pocos los días en la vida de un hombre, pocos sus animales, que solo hacen lo que necesitan, y solo se ocupan de amar y otras cosas menores, en cortas temporadas y polvos cortos, sin hundirse en el placer solitario como hacen los hombres en la cama con un vibrador caliente de siete centímetros, me refiero a los animales que no al hombre, que tiene larga memoria y le dura mucho tiempo. El hombre nunca aprendió de los animales, aunque se lo diga, ni siquiera el hombre religioso de la mano en el pecho está seguro de la inocencia de los animales, los animales tienen los mismos vicios que los hombres, aunque no tienen el sentido de la culpa, que es el que verdaderamente tienen los hombres post placer solitario, pues todos los hombres profesan la religión entre la que incluyo el ateismo, la más vasta y basta de todas. No olvidemos el agnosticismo, que es la de los profesionales de la religión, para los que su dios es un loco de locuras irrealizables, que no ama el dinero incluso y a sus palabras le dan vueltas y más vueltas para acabar pregonando lo que a ellos de verdad les interesa, el dinero.
La Filosofía; un filósofo es un ser, que, como los profesionales de la religión, es capaz de dar vueltas y más vueltas a una sola palabra, por el gusto solitario de demostrar que es una mente privilegiada, matemática, hasta arremete contra sí mismo y sus propias palabras, a las que hace viejas aunque las dijo ayer. Los filósofos han inventado todas las cosas que son mentira, el peor de todos fue el que dijo que los hombres nacen libres y nacen esclavos. Solo por esto, los destructores de la Biblioteca de Alejandría debieron destruir todos los bustos de semejante monstruo, al contrario, se ha adueñado de la magistratura moralista, con el beneplácito de Platón, inventor macabro de ríos y oscuridades, desvergonzado moralista que pellizcaba los culitos de sus discípulos. Un ejemplo para Santo Tomás de Aquino.
Ni los científicos, capaces de convertir a la plateada sardina que se escorza fría en el blanco mármol de la pescadería de ser el peor alimento para el corazón o el hígado a serlo idóneo para prevenir el infarto de miocardio ( pronto veremos que el colesterol malo, que denosta hoy la ciencia, no es tan malo, e incluso es hasta mejor). Se contradice la ciencia y lo tiene por orgullo. Su dogma es de corta duración, al menor aviso; está a punto de caer la teoría de la relatividad, colgada de una cuerda, cuando Georges Lemaître demostró que el universo se expande, según la métrica de la expansión, frente al modelo rígido que explicaba la relatividad. Nada le dura a la Ciencia, porque nada sabe.
A propósito de Sócrates, he aquí el hombre que peor se ha defendido en la historia, nuestro hombre, cuando niño, no sé si decirle bizco o decirle sabio, lo entendió así el día que le leyeron el episodio de su sentencia. Fue justo entonces que Sócrates echara a las mujeres. Justo también lo del gallo rojo que debía entregar Critón a Asclepio, pues se lo debía; era la pintura de un cuadro rojo con tornasolada cola y las plumas como palmeras, las plumas de esos gallos sirven para las asperjas de la fabricación de las mejores moscas para la pesca del salmón; también el gallo solía ser el primer regalo que daban los viejos a sus amantes impúberes. Por una de estas cosas sería la deuda de Sócrates. La injusticia de Anito, Meleto y Licón ha quedado para la historia como lo más abyecto de la profesión política. También fue sorprendente el silencio del demon que hablaba a Sócrates, y dejó, al callar, su alma socrática en un paisaje de ruinas griegas, con hierbas entre rayas oscuras de los suelos de piedra, con aires que llegaban aliviados desde la Dacia, y un fondo de mar, incluso, de azul intenso; también con el silencio de la huida de los dioses o el abandono de los hombres o la curación de una enfermedad psiquiátrica. El dios que le hablaba, decían, era el dios nuevo por el que merecía ser entregado a la muerte. Su verdugo, que era un hombre de gran corazón, no pudo reprimir el llanto. Sócrates murió y no lo han hecho de tan criminal manera los que han escrito libros infames; él, al menos, no escribió ninguno, aunque sí fue plagiado por su amigo Platón, su alter ego. Murió Sócrates, se acabó su cuento.
El cuadro mágico
Era un cuadro de un paisaje, paisaje con casas y hombres, con nubes muy bien pintadas, gordas y hermosas de grises que estallaban coloreados y formas casi perfectas, como si fueran reales, con cielos de un azul bellísimo que estaban pidiendo a gritos un Sol, que no es reproducible en justicia si no deja ciego al que lo mira, tanto es así que muchos pueblos y civilizaciones lo tomaron por un dios, cuando en esencia lo es menos que cualquiera de los animalillos que había en el cuadro, los pájaros, que surcaban oscuros y diminutos en pinceladas voladoras. Era un cuadro mágico que tomaba vida cuando no tenía mirones o cuando estaban descuidados y, furtivamente, se movía. Esto no es tan extraño. Muchos son los cuadros que toman vida cuando no hay nadie que los mira. La noche mueve sus sombras sin que lo perciban los durmientes. También hay pintores que viven y se meten en sus cuadros, quizás más de los que viven de sus cuadros.
Había una campesina, vestida con arpillera y gorrito como holandés, rubia y oronda, gorda de brazos y camisa remangada, con un escote que el pintor se esmeró al dividir en dos las partes que llaman senos. Era un primor de mujer capaz de encender los sueños más ardientes de los jóvenes y los más cortos de los viejos desdentados. Estaba a la puerta de una casita demasiado pequeña, con un cubo de madera frente a un pozo, mientras unos gansos graznaban con sus cuellos alzados y parecían perseguirla hasta con la mirada. Muy cerca de ella un muchachuelo recogía gavillas y ataba hatos rubios como la miel, sobre sembrados tenues, altos y profundos que tapaban sus piernas, la miraba también, pero a hurtadillas, cuando seguía imbuido en su trabajo. Lo cierto es que estaban demasiado cerca, que es la manera más lejana de estar dos enamorados. Tan cerca estaban que respiraban el ligero sudor de sus cuerpos. Pero esto era un defecto del cuadro, no de ellos, porque toda obra de arte debe ser imperfecta para ser arte, según el canon de los verdaderos artistas, Picasso incluido.
Al quedar solos, solos se encontraban al momento y llegaban al riachuelo cercano, de esos que tienen más ruido que agua aunque suenen poco. Abrazos interminables, besos hambrientos, ruidos de las ropas al estallar los cuerpos, una saturación del amor que en los jóvenes es insaciable y procaz. Horas inagotadas. En fin, qué voy a contar yo que no me haya pasado también cuando era joven: La vida se repite y está deseando repetirse en estas cosas. Era un idilio.
Los pajarillos aprovechaban para escapar del cuadro, revoloteaban por la habitación minúsculos como moscas, también se alborotaban y piaban estridentes, como riñendo exaltados, hasta caer al suelo incluso en verdaderas peleas en las que se agarraban como cualquier hijo de vecino, tomándose de las patas y se picaban hasta que el otro gritaba y lloraba con piares fuertes y desgarrados, ritmo con esturreo, pidiendo auxilio, seguramente a su madre pájara, ante el depredador amoroso. A veces no volvían al cuadro y se quedaban perdidos por los umbrales altos, volando como moscas y así los veían los que nunca ven los prodigios. ¿ Quién puede imaginar que son pájaros diminutos volando por el techo? Yo tampoco, pero lo escribo. Escribir es siempre alejarse de la realidad, tomarse un espacio. Solo los gansos, pintados en actitud agresiva, seguían en el cuadro, pues ya más vida no podían tener que el de su violencia gansa, aunque acabaran siempre con dolor de cuello, o quizás por esto, más que por el placer de hacer gansadas.
El muchacho trazó un plan para gozar su amor interminable, y así una noche propuso a la bella joven, de cabellos rubios, recogidos en una trencilla como holandesa, que huyera con él por los umbrales de la habitación y más allá todavía, hasta perderse. Y así lo hicieron, escaparon del cuadro cogidos de la mano y la magia del cuadro los hizo gigantes, del tamaño de los hombres, que son cada día más altos, no se sabe si por comer mejor o porque la fábrica interna de hacer hombres trabaja mejor, pues son más altos también los chavales que vienen en pateras y huyen del hambre. Y más altos los de las Hurdes comarca española proverbial por sus antiguas hambrunas. Cómo me enrollo. Altos, jóvenes, bellos, ya estaban listos en el mundo real para ocupar las filas del paro. Más realidad imposible.
El cuadro se quedó sin la pareja, pero nadie lo advirtió. A veces su dueño lo miraba luego como ahíto, que es palabra que nada dice pero suena a verdad, como preguntándose, cuando es sabido que un hombre no tiene nada que preguntarse, pues ser hombre es tener todas las respuestas. Es tan locura como lo es hablarse, como algunos hombres hacen llamándose por su nombre y se dicen en voz alta, no así, no, Fulanito, así no, o así sí, muy bien Fulanito, dándose ánimos. Hablar consigo mismo es de locos y preguntarse con el pensamiento casi lo es. ¿ No había aquí una pareja de campesinos o lo he soñado? Nunca, le diría su esposa, de haberla tenido. Las mujeres son muy razonables. ¿ No había una holandesa y un mequetrefe? La holandesa se había dejado el cubo con las prisas y había quedado levitando, así como las gavillas del campesino que tuvo aún más prisa. Los gansos reñían ahora absurdos a nadie. El cuadro quedó como uno de esos de Dalí cuyos objetos levitan mágicamente y seguramente tendría ahora más valor por surrealista. ¿ No será que me han dado el cambiazo?
Un mal cuento
Tengo que escribir mal para que no me lo copien. No hay derecho que existan gentes que se aprovechan el trabajo de los infelices para sacar ventajas. Yo, que nunca sabría tener criados ni criadas, personas que me sirvieran como si yo fuera superior a ellos, les mandara y ellos obedecieran; que soy democrático, aunque no me lo parezca ni a mí, que en el fondo me repugna aprovecharme del trabajo de otro, más allá de los camareros gentiles que sirven en los restaurantes o de los dependientes pacientes que lo hacen en las tiendas, tampoco me gustan, odio, a quienes plagian a los escritores, a los que borran la firma de los autores, a los que les gustan los escritos y los aprovechan para presumir con sus hermosas novias, malamente, porque no suelen elegir los mejores y algunos incluso los cambian a peor.
Pero escribir a propósito un mal cuento es doblemente difícil, a veces pienso que peor es imposible.¿ Un cuento que nazca sin argumento? Yo mismo contando mis cosas, pero eso lo hice siempre en mi Poesía, era muy fácil ponerme en mí y soltar mi rollo. Por eso, qué peor cuento habrá que el cuento de un poeta; vamos a ver si lo hago mal del todo, porque cuanto peor lo haga, mejor lo será para no ser copiado.
Érase una vez un poeta, Prosodio, llamado también Ortográfico, de los que escriben de ellos, de los que tienen amigos que le leen sus versos, de aquellos que se sienten solos en una ciudad millonaria en hombres, de los pocos que quedan en un mundo tan divertido como el de ahora, en la penumbra, en la soledad carismática que para sí quisieran los hombres públicos cuando se dan cuenta que no merece la pena tener a tanta gente que quiere hablar con ellos, contarles sus penas, pedir una subvención a su obra meliflua o una recomendación para el hijo que se presenta a la peor asignatura de una carrera técnica, por unos dineros que no son tantos y un tiempo precioso que nunca es el suyo. Pero ese es el cuento de los políticos y no el de los poetas que pretendo hacer. Un poeta es hombre de la erudición morcillona que da el mucho leer y mal y tener amigos poetas tan incultos como él, y más llorones incluso, que tiene por sola virtud una sexualidad equívoca o el hambre de muchas generaciones envidiando a los ricos y a los guapos que se llevan a las mejores mujeres y disfrutan una vida nada poética. La vida solo es Poesía cuando se pasa mal, cuando se vive bien lo último que se le ocurre a un hombre es hacer versos. A la muerte de su padre, que lo lleva haciendo siglos; a la muerte de un torero ,que ya no se estila; a la ruina de una patria, que más no cabe; al amor de una mujer, habiendo hombres como rosas; todos son argumentos poéticos. ¿ Quién, si no un bobo, ya lo dijo un verdadero poeta, puede hacerse poeta?
Prosodio, un día, como una travesura, inopinadamente, a ver qué pasa, entró en un establecimiento de quinielas, donde acuden hombres viejos que todavía quieren ganar dinero así, para dejarlo a sus herederos será, porque van los pobres en las últimas, agarrados a sus bastones, casi ciegos, sospechando siempre que el lotero les engaña y les dice que su boleto no está premiado, nunca tiran el resguardo, lo guardan cuidadosos para que su nieto mire en Internet si está premiado, que nunca lo estará. El poeta no sabía rellenar el boleto, pero ya la máquina los rellena sola, y por dos euros tentó a la suerte.
Le tocó el premio.
Eran millones. De la alegría que sintió dio saltos y alborotó su casa. Y este es el mal cuento. No hay nada más. El dinero es solo papel y muy insulso. Lo que sigue de su vida, si lo cuento, es tan improbable como el azar ganador. Antes, el Estado se quedó con el veinte y más por ciento. La mujer puso una cuenta y los hijos dejaron de estudiar. Luego fue un personaje increíble, la gente decía que ahí donde lo ves tan pobre, a Ortográfico le tocó la lotería pero se volvió loco y tiró el dinero. Su mujer se separó. Los hijos no le hablaban y a él no le quedaban ganas de escribir siquiera. Una ruina. Pero una vez fue afortunado, ese día se consideró como uno de los hombres más felices del mundo, ese día la vida fue justa con él y le compensó de sus fatigas abundantemente. Luego le costaba seguir siendo pobre. Tuvo que acostumbrarse a soñar al revés, de adelante para atrás, no recordando las locuras que hizo al ganar el premio, sino recordando el día que tuvo la inmensa fortuna de acertar con el premio. Soñaba que le tocara otra vez. Un premio siempre es una alegría, aunque deje el gusto a no merecerlo del todo. Los hay que por un premio atropellan, buscan amistades, sobornos, chantajes, camarillas, corruptelas, macroestados de opinión, poderes mediáticos, ideas políticas, solipsismos, son los nuevos salteadores, los hombres del trabuco de la opinión y de las ventajas sociales. Todos los premios son para ellos. Y lo que es peor, sienten que los merecen, nunca serán humildes, pero presumen de estar con los pobres. ¿ Cabe más indecencia?
Las fritangas de las partículas
Todos los hombres han escapado de un Universo para contemplarse. O, los hombres somos un Universo que escapa, según nos mirara un hombre que estuviera fuera de la humanidad. A veces convergeríamos en la junta de vecinos y nos llamarían Big, pero las más de las veces estaríamos solos que es la única manera de gozar con nosotros mismos. Este cuento viene a cuento de un hombre peculiar, Macroviso, que tenía, desde niño, la facultad de verse por dentro las tripas, el corazón, el cerebro, ante un espejo, los huesos del carpo, mirada radiográfica; también tenía esta facultad para ver los desnudos cuerpos de las mujeres detrás de sus vestidos, pero esta facultad no era la innata, sino adquirida, derivada ocasional de la primera, la mirada hacia dentro, ya en pleno goce adolescente.
Con el tiempo y mucho estudio vio muchas más cosas, en plena madurez, cuando los hombres se sorprenden de lo mucho que dura su vigor viril, cuyas noticias llegaron antes hablando de decadencia y flacidez y pérdida de cabello, un Universo, aquel que dijo el autor en las primeras líneas, apareció como lo más bello que en el mundo se haya visto. Talmente como el Universo común, el físico, que vemos en el llamado cielo, o firmamento para no confundirlo con la cursilería amorosa vegetariana, así de bullido en soles minúsculos, estando desnudo delante del espejo, costumbre arraigada también de la adolescencia para admirarse de sus protuberancias y ganar autoestima, entendió al momento la clase de Física. Primero, su cuerpo no era un cuerpo sino un edificio colosal, de arquitectura rígida nada euclidiana. Y segundo este dibujo elemental de líneas cristalinas, como escribió Cervantes, era transportador del número infinito, nada menos. Las cosas adquieren la categoría de infinitas cuando a la vagancia del observador no le quedan más ganas de seguir contándolas, tal nos contaron de San Agustín que dijo de las arenas del mar son incontables, mentira podrida, están tasadas y contadas por quien puede hacerlo, como los cabellos de cada hombre, que no son tantos y en algunos menos. Parece mentira la facilidad que tiene el hombre de simplificar lo inabarcable e inexplicable, con números totalitarios y constantes, de medio fuste, pero esto es otro asunto, al que nuestro protagonista todavía no había llegado, las entelequias dimórficas de la Filosofía, señora agria donde las haya que no sabe de nada.
Saliéndonos del hilo, para retomarlo, anonadado al ver cómo la materia humana es un dibujo vivo de estallidos y conjunciones, de órbitas elípticas, circulares, de trayectorias aceleradas, de partículas en reposo que al pronto toman vida y se conjuntan, se separan, se vuelven a encontrar, se juntan contra otras y aparecen las nuevas, como hijas de aquellas dos, se ensamblan, se dimorfan, se obstruyen, un caos sostenido en la geografía del cuerpo. Pero él no necesitaba de un superacelerador que barriera las partículas y las estrellara, como hacen en Suiza, lo que es una barbaridad, pues que solo recogen restos muertos que llaman elementales. A nadie se le ocurriría, salvo a los científicos, destruir para deconstruir, romper para componer, acelerar para reposar. Temen incluso si llegarán más allá de lo permitido con esos experimentos y el mundo desaparecer en el cataclismo de una reacción en cadena, aniquiladora, como la bomba atómica, cosa imposible para un mundo con un tiempo existente, estamos todos de acuerdo, donde el tiempo y el espacio se curvan y se dan la vuelta, donde los fenómenos complejos alteran hasta los acontecimientos pasados, cosa que están deseando hacer quienes perdieron la guerra para ganarla al fin.
Retomando el hilo, que el autor se enrolla de lo lindo diciendo generalidades, Macroviso no podía entender como un caos ese sentido de la unidad que armoniza, une y ata el Universo del cuerpo. También es cierto, que diría nuestro Tribunal Supremo, que lo quiere atar todo en sus sentencias, hasta lo intangible, " solo o en compañía de otros", o sea no tenía ni idea, que en los trillones y trillones de partículas no todas se ven a simple vista, pues algunas son tan pequeñas que las más grandes las ocultan, otras son ocultas adrede y otras necesitan, como las fotografías, un papel couché que las resalte. Todo hombre que tiene una facultad extraordinaria sabe por experiencia que ésta no lo abarca todo y en el camino se dejan muchísimos detalles y hechos que la mente humana no puede ver nunca por muchas que sean sus facultades; ya de por sí era portentoso que, con un libro en la mano, adivinara en lo que veía hasta el bosón de Higgs, deduciéndolo por reducción; por otra parte jamás vio un vector, y menos una flechita. Sí veía un movimiento complejo, una diversidad unívoca y, afinando la mirada, llegaba muy hondo al complejo mundo de la materia, que se parecía mucho al que explican los físicos, pero con la adversidad de la futilidad de ese mundo que suele morir al instante, antes de ser incluso, hay partículas que están en el limbo, ni son, ni serán, ni fueron y siguen siendo partículas y los físicos las cuentan, a veces las crean con sus experimentos y les ponen nombres. También sintió el vértigo de la paradoja, nada está quieto y si está quieto cuando se observa se mueve, porque es y no es al tiempo.
Nada ganaba con saber estas cosas, aunque otros sí podrían ganar lo que sea, dinero, bienestar, viajes, qué se yo, los hombres son sorprendentes, los hay que solo saben perder y los hay que sacan provecho de las situaciones más imposibles. El secreto, él lo sabía, seguía existiendo en su cabeza, en su voluntad que es la que dirigía resolutiva qué ver, cuándo y a qué distancia. Luego empezó a ver como una nube blanquecina, para ser más exactos a manera del ectoplasma de los médiums espiritistas, que parece mentira aquellas incultas falsarias acertaran con la forma real de los espíritus que nos habitan. El mundo adquirió otro sentido, en parte repugnante en parte excelso, con esa dualidad del morbo, que gusta y hace daño. Nubes blancas salían y entraban, viajaban y se aposentaban. No vio morir a nadie, cosa macabra, pero si veía el blanco primordial de las buenas ideas, del amor propio incluso y otros colores que por sí solos avergonzarían pues solían aparecer con las excitaciones eróticas, el pleonasmo del Eros y pasaba en gentes sorprendentes y a edades sorprendentes. La mentira no tenía color, era transparente como el cristal, era la propia nada, para un mojigato podría pasar por su contraria la verdad, como algo puro, sin tacha, sin color, sin pecado. Pero esto no lo veía siempre, menos mal, sus poderes conforme más lejos llegaban, y llegó hasta a ver la síntesis, la heteronimia, el complejo de Edipo, el soliloquio, el circunloquio, la música, que aparecía con todos los colores posibles y hasta sabores, seguido los iba perdiendo. Su cerebro de tan llegar a los límites era un caos, caos benévolo pues conforme iba ganando facultades las otras digo se iban perdiendo y aún las nuevas no lo eran siempre y a todas las horas. De vez en vez, un fogonazo rojo, un ruidillo como de pájaros cuchicheando en los árboles, un presentimiento, pero esto ya muy a lo último, en lo más alto de su gradiente sensorial.
Macroviso, el hombre que lo veía todo, se durmió un día y ya no volvió a despertar, su secreto se lo llevó a la urna. Él no hubiera consentido que sus cenizas volaran sobre las ondas del mar, que tanto le gustaba, sabía que eran partículas complejas, que el mundo es complejo, pero se le olvidó el detalle de prohibirlo y acabó malamente tragado por los horribles monstruos del mar, me refiero a los que no ven los hombres, el mundo de las ideas. Lo intangible.
Famián y la zurcidora
Un olorcillo a pies acorchaba la tienda. En un rincón, bajo la luz amarillosa, en una mesita, la zurcidora joven perdía sus ojos siguiendo el hilo de la carrera de las medias, por dos chavos si la raya era limpia; por dos chavos y medio si había que zurcir además; por tres chavos si habría que haber tirado las medias. Sin hacer ningún ruido, nada de motorcito, a mano; ya no quedaban zurcidoras, ni medias de cristal, ahora ni las venden siquiera. Pero el dueño sí. El dueño tenía cajas para dar y tomar. Miles de cajas, de toda la vida, muchas casi rotas de puro viejas, contaminantes, con rayotas azules, las más con cartones retorcidos mostrando las tripas, llenas de cosas que ya no servían. Quincallas. ¡ Ballenas auténticas para los picos de las camisas! De las otras, más grandes, de hierro forrado, para los corsés imposibles. Cualquier cosa que se pidiera se tenía en la tienda, pues cuanto menos estuviera en uso más pronto lo encontraba Famián, un socarrón donde los hubiera, cuyo único vicio era fumar habanos, que lo hacía a diario, concediéndose más gusto al encenderlos que al fumarlos, con la cabeza en tipo, acercaba la llama, les daba vueltas con los dedos, los llevaba otra vez a la boca, quemateaba la cabeza y chupaba a golpes, aspiraba hondo y una honda tos sacaba el humo entre los perdigones. Tosía con gusto. No estamos hablando de hoy, sino de hace poco, ahora nadie fuma en un establecimiento público. En la dictadura, no se prohibían estas cosas.
En otro lado del barrio, un chaval cogía monumental berrinche porque no le dejaban ir a alquilar una bicicleta con sus amigos. Ojalá te mueras le decía a su madre, que no le oyó. Era hermano de la muchacha zurcidora. Con sigilo fue a la mesita de noche de la hermana y de su cajón cogió una caja de botones, donde se guardaban las monedas que Famían daba de tarde en tarde por la comisión de su trabajo. La hermana trabajaba a comisión, eso que ahora llaman de autónomo. Para la situación económica de la familia era un alivio, más de un día comían, lo que sea, de la caja de botones. En esa casa todos iban a la caja de botones, como antes fueron a la otra Caja para empeñar la dentadura de diente de oro del abuelo que quedaba sin masticar hasta otra. Tiempos terribles. Era una película de 1962, en blanco y negro. El galán era rubio y decidido, de los de camisa blanca y tupé en la frente. Alegre como un jilguero, pájaro de cuenta también. Visitador de la caja en tiempos de apuro. Parece mentira a la cantidad de gente que socorría la caja. Estaban muy agradecidos todos, no a la muchacha zurcidora, ni a su caja, sino a Famián, verdadero protector de la familia, que permitió este negocio en su negocio, para el que había otras candidatas, pero él prefirió a ella, que tenía fama de buena y estaba muy bien.
El muchacho en la bici se dio un fenomenal porrazo, contra el tronco de un árbol, el dedo corazón de la mano derecha recibió un rozón que casi le saca las falanges, desde entonces nunca supo frenar con la derecha y lo hacía con la izquierda, al revés de todo el mundo. Enterada la madre, también le rozó en salvase la parte. Y la hermana cuando vino de trabajar le gritó ¿ Para esto me traigo el trabajo a casa, para que me robéis? Estoy harta. El novio vino luego y, en un descuido, también fue a la caja. Y la caja ya no podía más, ese día quedó esquilmada. La muchacha no era tan tonta como para dejarse robar por una familia tan abusona. Había otra caja. La tenía en la tienda, fuera del alcance de la familia, entre otras cajas de botones que nunca se vendían, los blancos de hueso, los blancos de nácar, los rarísimos de cuerno, los falsos de carey, también los de pasta blanquecina. Cuando Famián, quiso poner un poco de orden, entre tantas cajas, dio con ella. De la alegría su cara se le encendió como un habano. ¿ Cuándo habré metido yo aquí este dinero? Lo engulló en su bolsillo. A la mañana siguiente vino la zurcidora y vuelta a la rutina y el olor a pies. La vida sigue siempre, cuando la vida no sigue es que la cajita ya ha agotado todas las reservas. Me parece que este cuento es de los que costaban tres chavos arreglarlo. No dice cómo acaba. Ni lo sabe siquiera.
Un empujoncito
Ramilian Ramibi, primo segundo de Khan, y amigo íntimo de Profegur, quiso salir de sí y encontrarse un triunfador; lo hizo sibilinamente, contorneándose como reptil sin patas, entre riscos que arañan y yerbas que acarician, hacia un agujero interior donde, en la oscuridad, se suele hablar y escribir de la luz, de los gazpachos y de las entrepiernas, del saberlo todo y de ignorarlo más: se haría escritor. No de novelas, largas y tediosas, que nunca acaban y pueden tener una segunda parte y una tercera que dicen lo mismo; no de ensayos, sabía perfectamente que no tenía ni idea y no hablaba inglés; tampoco de cuentos, todos terminan en moralinas como argumento. Solo le quedaba una cosa, pero no era cosa, era la nada, la nada en verso.
Acudió a una Editorial a ofrecerse como meritorio. Aquí no hay esas cosas le dijeron, pero déme su dirección y si tenemos un trabajo libre en administración le llamamos. Acudió al Gabinete de Prensa de un Primer Ministro, ni está ni se le espera, le dijeron. A la Nunciatura y salió con una bendición pluscuamperfecta que ya no tendría que arrepentirse de pecado, iría derecho al cielo. Acudió a la Música y le dijeron tururú. Al Psiquiatra, pero no pudo entrar, la sala estaba llena. No sabía ya a dónde acudir ¿ Al Coño Insumiso? Por último, se dio cuenta que lo mejor que hay en estos casos es la autoedición, costearse libracos, llenar el cuarto de estar, las escaleras, el sótano, debajo de la cama, el rincón del váter, hasta el cerumen de la orejas. Cómo me sigo enrollando. Pero antes, acudiría a los Bancos.
Ideó un plan, no era bueno ni malo, sino distinto. Una mañana lúcida como la luz que reflejaba el lago, clara como la propia del huevo y algo fresquita como suelen ser todas las mañanas, tuvo la hermosa inspiración de un monte que monta otro monte y este a su vez otro monte, que es así como progresan los triunfadores, al modo más usual: especulando. Se haría especulador, lo de escribir vendría luego. Le faltaba el argumento. Si ya es difícil a los privilegiados autores de novelas, únicos que pueden ganar dinero, que se enredan y alargan el relato interminablemente en busca de un argumento, más difícil le sería a él buscar un buen argumento para su vida.
Tenga usted un plan, querido Ramibi, y le daremos un crédito para emprender, lo anunciamos a los cuatro vientos, subvencionados por la Comunidad, dijeron en la Caja, ahora Banco, plan de lo que sea, por ejemplo el último que hemos concedido de un millón de euros para el deshuese de aceitunas y el aprovechamiento de las semillitas dentro. Búsquese un inventor y ponga en ristre la maquinaria ultramoderna de la nueva fábrica que deshuesa Pero éste ya no vale, ya lo dimos. Qué tal el aprovechamiento de las esencias naturales de los excrementos, la mierda humana tiene mucho porvenir y es un proyecto estimulante. Búsquese un inventor, monten una fábrica al lado de la depuradora y será un triunfador de mierda. Oiga, todo un futuro. Salió de la Caja pensando parece mentira una Institución tan seria lo locos que están. Él, que ya era algo vate, pues quería ser escritor, le parecía un lío tremendo los proyectos con mierda. Aunque para él el dinero siempre fue una mierda.
Llegó otra vez al lago. Única cosa de la ciudad que siempre lo acogió. En sus paseos no había gentes, en sus aguas barcas vacías, en sus alrededores grandes árboles, como los de la ciudad, que no dejaban ver el bosque, ni la ciudad, ni cosa alguna. Retomó sus principios, escribiría y se presentaría a un Premio. No tenía ni que esforzarse, nadie leería su manuscrito. Eso era como hacer nada, que tampoco está mal. Vivir en el alcantarillado de las nubes, con el olor a fango y a la sombra del arte inútil. Pero algo habría que pensar sobre el no hacer nada, al lado del lago azul, que tiembla nada más lo mires, donde saltan de alegría las carpas que nunca escribirían.
La estafeta de Correos
Jamás he disfrutado en mi vida como ahora; ni siquiera cuando estuve años amando día por día a una mujer bella, recién salido de otra relación larga con otra mujer bella, porque estando con mujer se pasa bien pero a ratos mal, las mujeres son impredecibles, misteriosas, cambiantes, a veces lloran, son el lado que nunca vimos de nosotros. Muchos hombres braman por ellas. Pero mi disfrute es mucho más importante ahora para mí; no arranca de la espiritualidad, aunque no se ve; ni de la metafísica, aunque usa el cerebro; no alivia mi sexualidad, ni la excita; no es escribir, aunque escriba; no es ninguna de las cosas materiales y espirituales, es mi vida, tal recién llegado de una capital de provincias. Vuelvo a ser yo. Como yo me siento, como yo soy capaz de corregir frases, quitar palabras, releer, pensar, ponerme delante de un espejo sin que huya la virtud, sentirme confortado sin que suene la música, recordar los instantes presentes sin hacerlos memoria. ¿ Qué se dice de un hombre feliz? Ése soy yo.
La ciudad amanece llovida, restos de periódicos en las aceras, dobladas las letras, en las esquinas que, como los agudos pechos de una bella actriz, dan en las narices, nada inquieta, nada se espera llegue y choque en el mundo. Un lejano automóvil levanta humo exagerado, del siglo pasado, los coches de ahora no echan humo visible, ni los motores rugen como ruge ese coche, en la calle de enfrente, que se va perdiendo por segundos. Las aceras quedan brillantes, silenciosas. Sobre los edificios, levemente exaltados en color crema, unas nubes avasalladoras tapan los cielos, donde habrá Sol. En un paisaje así yo estaría melancólico, pero ahora no lo estoy, la calle, los edificios, las aceras son mis músculos que endurecen mis brazos, mis piernas que me sostienen ágiles, mis ojos que miran con pureza. Esta ciudad extraña, donde siempre seré un extraño, traído a la fuerza, no tiene para mí ahora la influencia de entristecerme por su clima o su altitud, rayana con el mar, ha desaparecido realmente, y en su lugar estoy yo, no mi antigua ciudad, la otra, que se perdió vaciada de mí para siempre. El pasado es inhabitable. Ahora no escribo, ahora soy escritor. No es elegante hablar de uno mismo, pero ahora no soy elegante. Como aquellos palafreneros que en la carroza de generales victoriosos, en la antigua Roma, repetían "recuerda que no eres un dios", un genio cerebral me repetía que no espere premio con mi escritura. Ahora parece que no me importa. Ni siquiera sé si me vendría bien un premio ni el de la lotería siquiera: han sido muchos los que dejaron de ser escritores al recibir un premio, o hicieron obras menores al recibirlos, como les pasó a muchos Nobel. No quiero escribir bien. Tampoco necesito ser más alto o más bello para vivir. Necesito sí, meterme en esta ciudad, habitarla con fe y con una fuerza que nace de mí, de mi materia intrínseca, de ese nudo inquebrantable que es mi persona, totalmente redimido por mis enemigos incluso, las cosas que me han negado la vida son las mismas que me reencuentran. Mis quebrantos son mis cantos. La vida ha cambiado porque yo he vuelto a ser yo. Solo me queda un leve augurio blanco, como monumento griego, descolorido el tiempo, a comunicar; escribir fue hablar con alguien que estaba detrás de la esquina-seno apabullante, que a veces tuvo la generosidad de comprar un libro, cuyo dinero nunca me llegó. Ahora estoy alegre y estoy más serio, pienso en los hombres talentosos que puedan leerme. Borro tonterías, dejo otras, doy marcha atrás y adelante en mi escritura, me esmero. En la vida hay hombres importantes, no me refiero a los artesanos, cuyos nombres no figuran en la Wikipedia y son los artífices de las inteligentes cosas que nos han dejado las civilizaciones, me refiero naturalmente a los talentosos lectores que han leído a los buenos. Loor a los oficios. Yo digo que el hombre empezó a ser civilizado cuando hizo las cosas bien por aprendizaje. Quizás los primeros aquellos que cortaban magistralmente el silex. Por no decir nada de Prometeo, que mereció ser castigado por los dioses, siguiendo la vieja costumbre de devolver mal por bien. Lo de la rueda ya se veía venir por los chiquillos que arrojaban piedras redondas por las bajadas. Esos artesanos son los hombres imprescindibles. A su lado, los demás jugamos al fútbol.
Sobre la ciudad oscura cimbreó magnético un viejo platillo volante, gris marino, con grandes ventanas de cristal poliédrico, y un ruidillo que lo da el magnetismo, venía a por mí, era explícito, y no a por mi madre que estaba a mi lado algo miedosa, para acoclarme, acojonarme hablando en cristiano. En su cabina había unos dos o tres hombres corrientes, manipulando los controles, que podían ser funcionarios de Correos, hablaban entre ellos con naturalidad brusca, en español inteligible, al modo corriente, nada de marcianos con trompetas verdes, funcionarios en camisa blanca haciendo su trabajo. Tampoco eran muy altos, más bajos incluso que las gentes jóvenes de ahora, como los hombres de 1952, primera vez que divisé un platillo en mi antigua ciudad. También llegaron a mi ventana, esa noche, dos figuras controvertidas, que pasaban y miraban, primero una y luego otra, montada una en un caballo, la otra en otra fiera que no recuerdo, bestias marrones quizás una más clara, y lo hacían a pelo, como los dibujos de Chagall, mirándome entre curiosos y distantes. Lo del platillo es comprensible, son sueños tontos, inadecuados con mi nueva vida, mucho más realista. Pero ¿ quiénes eran esos personajes visitadores que acompañaban al platillo aunque no estaban con él? ¿ Personajes pictóricos salidos de un cuadro? Luego desperté, menos mal, la vida real es mucho más interesante y me dispuse ir a Correos.
Siguió lloviendo. A veces la lluvia se balanceaba en el viento, ruidosa, para amansarse y acabar en un chirimiri incómodo. Yo tenía que ir al viejo edificio de Correos, la Casa Verde, llevaba en mi mano derecha, la que uso para todo, un librito de poemas, que era un compendio de almíbares según los leo ahora, entonces me era ilusionante como se dice en portugués ( hay que fomentar el habla portuguesa, que está al lado, fresca y cariñosa). Yo se lo había dedicado a un escritor de toda la vida, en agradecimiento a unas palabras suyas sobre mí, los milagros de Internet, que dijo en un teatro de mi antigua ciudad, seguramente creyendo que yo me movía en los círculos y no era un escarabajo debajo de una piedra. Alguien le alertaría luego. Certifiqué el paquetito y gasté mis dineritos, como siempre pasó ( Pienso yo, ahora en abstracto, ¿ hubiera tenido que pagar para seguir en mi antiguo trabajo? Pagar por trabajar, creo que algunos escritores lo hacemos) Mi paquete no llegó o él no quiso contestarme. También yo quise casarme en los Jerónimos y el cura me dijo que no, por las mismas razones. El viejo edificio de Correos era verde, de mármol blanco dentro. Cogí el numerito. Escribí el nombre del escritor con el mismo esmero que lo hacía en el colegio, caligrafía la mía bellísima de letra inglesa, por ella me dieron un premio en mi cuento "Historia de un duro", que he perdido. Desde entonces, yo me considero siempre un señor niño escritor. Todas las cosas tienen su razón.
Pero vayamos al meollo del cuento, al meandro ferruginoso del cuento, al quid de la situación única de ahora, cuando el mundo está alterado y las gentes quieren hacer las cosas que nunca hicieron. ¿ Seré yo, con estos hombres, como aquel muchacho con su padre, que se fue a la Compañía de la Luz de mi antigua ciudad, y les dijo ¿ Es aquí donde dan trescientos euros por denunciar una trampa? Vénganse conmigo; y los llevó a su casa. Así me puede pasar si los míos no son los míos. Este mundo es complejo. Mi bien está unido a mi mal. He brotado como el Fénix de las cenizas aniquiladoras. Una materia densa, blanca, dirige mis actos, mi ser. Ahora parezco otro porque ahora soy yo.
La niñera
Era una mujer arraigada, una dura mujer que sabía la dureza de la vida, una mujer singular de esas que da la Naturaleza pocas veces. Parecía sencilla y cortaba el aire, cercana y nunca lo estuvo, limpia y solo era lo imprescindible. Ahora tenía más años que cuando niña jugaba y lloraba por las palizas y tirones de pelos que le daba su madre. Ésta sí, casta y pura como un cántaro, aunque tenía mala fama por doblada con los señores, esclava de su presbicia, seguramente más tonta que la élite borrega de aquellos tiempos tan hoscos. Pero vayamos al cuento, que este autor se enreda más de la cuenta por no sabérselo. Su nombre, no el de la madre, era Graticia. Graticia tenía el don de la ubiquiescencia, don éste paradigma de las incógnitas y del cocido manchego, pues de la Mancha era, ahí tenía su cubículo, dos veces se casó y dos enviudó, con todo y con eso pasó muchas veces hambre si no fuera por la misericordia de unos señores ricos a los que prestaba servicios, a él buscaba mozas recién llegadas de los pueblos, a ella cuidaba su ajuar llevando hilos y trampas, más trampas que hilos, también la cocina, que no se le daba mal, aunque a veces guisaba cosas que no están en los evangelios, más bien menjurjes para sus ratos de ocio, pues su oficio era además otro más atrevido aunque nunca lo explicó del todo, y todo el mundo sabía; también solía ir a misa, al repicar las campanas, pero para campanas mejor tocaba las de los hombres que las destañía y las ocultaba cosiendo. Habiendo aprendido también a juntar hierbas y a soplar en los pucheros, a beber a tragos y a sorber poco, que todo enjuague es malo para el mal hechicero y ella era buena, aunque necesidad obliga.
Era un siglo malo, rozando el medievo. Malo también, a propósito, el chaval, sus primeras travesuras fue con los criados, a los que maniató y encerró en un cuarto, luego las segundas lo fueron las criadas, que las volvía locas ocultándoles enseres, manchándoles las sábanas o tocándole los pechos cogidos al descuido, mientras se partía de risa y ellas apuraban puños en darle su merecido, que nunca se lo dieron. Creció rubio y más espigado, de sonrisa pronta, hijo de un señor rico, que en esos tiempos era todo, en esa ciudad de un río que la pasa y otro que la queda, con mucha gente. Allí, entre el campo y el jaral, nació este chaval que por virtud tenía majeza y por vicio el de todos. Graticia se fijó en él nada más nacer, porque otra cosa no pero de hombres entendía todo y era tan larga que hasta inventaba cosas, cosechando éxito y pocos dineros, no había otra como ella, cuando estuvo casada y cuando estuvo viuda por dos veces. Con sigilo acudían a su casuca, cerca del río, casi siempre a las últimas y concertaban las citas, bebían mejunjes, les cortaba las barbas y obsequiaba con queso y vino, que era larga y espléndida con una mano y muy corta con la otra, con la que cogía el dinero y lo metía en sus senos, todavía de buen palpar, y calentito lo sacaba donde nadie lo supo, ni el que escribe. El chico era listo, listísimo, estaba a la vista, también socarrón y cariñoso, se garraba a sus faldas y le pedía rosquillas, que nunca faltan en las casas de los ricos, pero las ponen altas, entre rejas y ella las bajaba. Graticia sonreía y hasta reía, qué niño más malo es, pues en su ética lo malo era mejor que lo bueno, lo rico mejor que lo pobre y el hombre mejor que la mujer. Lo miraba cariñosa, como al hijo rubio que nunca tuvo con su amor verdadero, que también murió joven, como sus dos maridos, pues todo hombre que yacía con ella moría pronto, una maldición heredada de su madre, la que le agarraba del moño, que también enviudó. Pasó aquel niño por todas las edades hasta hacerse muchacho de buena planta y formas buenas. Practicaba, entonces, las artes de la buena crianza y aún aquellas no tan buenas de sus criados, que eran como amigos. Pasaba mucho tiempo inventando aventuras. También sabía buscar los lugares más oscuros, y no había soltera ni casada que no se rindiera a sus artes amorosas. Era un pinta. Pero, como le pasa a muchos pintas, tuvo la desgracia de enamorarse como loco y por loco fue tenido en toda la comarca. Pero no por todos, Graticia, lo acogió en sus senos, como lo hacía de niño y consolaba sus llantos. No fue por dinero, que le dieron esa fama, ni por orgullo de usar con arte las malas artes, ni como amigo y señor de su vida, que fue por el amor más puro que en su pecho sintiera, increíble en Graticia, que estaba corrompida. Como en las grandes tormentas aquel chiquillo acudía, lleno de miedo, y ella lo metía en su cama, cogiéndole las manitas, besándole el cabello; ahora sentía esta misma necesidad de ayudarle con todas sus fuerzas.
Cerca de allí, en el Paseo, una muchacha estupenda iba para casa. Llevaba algunos libros y hablaba por el auricular. Sol y sombras se repetían en su rostro, hermoso por joven, mientras gritaba y reía, hablando con su amiga. Una ráfaga de viento la hizo parar en seco. En un banco, lloroso, había un muchacho. Le dio lástima ver llorar a uno de su edad, cosa que nunca le había pasado, y se acercó a preguntarle qué le pasaba, por si fuera algo grave, y pudiera ayudarle, mas él le contestó con palabras raras, como si hablara otro idioma hablando el español. Entendió entre sollozos que quedó sin cabeza por un amor imposible y que no le consolaba nada más que tirarse al río. Ella sintió una pena inmensa y le cogió de las manos. Entonces se miraron y fue cuando se vieron. Habían pasado siglos sin darse apenas cuenta. La ciudad era la misma, los cuerpos eran iguales, nada había cambiado hasta que llegó el amor. Esta historia es triste porque ellos nunca supieron que habían sido amantes, aunque nadie murió y luego se hicieron novios, la historia para ellos mismos quedó entre las sombras. Muy cerca de ellos pasaba una vieja criada, llevaba cofia blanca y unas faldas enormes, en un coche de niños un niño pateaba, la vieja criada gorda los miró sonriente, ella sí lo sabía, se lo dijo su espejo.
Eros manda amar
Hablar de sexo es un éxito. Nada más empezar a escribir y notas el gusanillo que solo estaba dormido y no muerto. No te digo si una imagen de un desnudo saca las palmeras de la playa, que todas se inclinan por mirar a las bañistas. Es un enigma que el amor, que es la cosa más pura, esté unido a la cosa tenida por la más impura. Ni lo uno ni lo otro. Pasa siempre por ser una maría y todos los estudiantes la aprueban con solo ir a examen. Pero no es tan fácil. Hasta yo, que soy tímido conmigo, noté su magia. Estando en soledad, pues siendo lo uno para la otra o el otro, que todo cabe ahora, según el dogma de los señores con puñetas, en soledad se aprende y en soledad puede que se acabe, pues somos muchos los que seguimos solos aunque lo hagamos en compañía. En fin, qué puedo contar del sexo que no lo sepa el lector.
Había una mujer de esas que ya cuando nacen yazgan. De las que parece que la naturaleza goza tanto en ellas que se sale por todas las partes de su cuerpo. Desbordante. Vivía en el Puerto, cerca de los pescadores que agarran las sardinas, verdes como la mar, olorosas como la mar, duras como la mar y como la mar brillantes, bajo las olas que menean la barca al compás de su meneo. Cerca también de Marciano, el más torpe de todos, pero el mejor dotado para el amor también. La mujer le había echado el ojo, porque en el amor, en contra de lo que siempre se ha dicho, la mujer es la parte activa y el hombre su pasivo, su cuenta corriente, su pensión para la vejez, el pecho en el que echar un sueñecillo. Así que procuró que él tuviera un encuentro con ella, porque era mujer ardiente y le gustaba el hombre.
Lo consiguió. Después quedó como borracha, mirando el techo, llenita toda de él, saciada. O lo parecía, que luego, con más ardor, con más besos eternos, ponía sus mejillas sobre la dura barba, y empezaban otra vez a quererse, esta segunda no con desatinos, de manera más intelectual y consecuente, pues que en una primera se aprende pronto qué hay que hacer para gozar mejor, en la segunda con golpes serenos y profundos, que duran mucho más; el amor aunque pródigo no es infinito, tiene un límite, le cuesta soltar amarras y quedar vacío. Cómo te llamas le dijo.
Aquel día las gaviotas volaban más cerca, el sol se derretía con más belleza, los vientos eran más bonancibles y ellos parecían felices. El sol daba sobre los cabellos rubios y sacaba lo tonos rojizos que tan bellas hacen a las mujeres de los cinco continentes. Para Marciano, después y ahora, ella le gustaba más aún, aunque ella comiera los mariscos con voracidad, de manera bruta, chascara las cáscaras y bebiera a un trago, como los hombres. Marciano era fuerte y tímido, que suele pasar en los hombres fuertes, de lágrima fácil y voz bajita, femenil a veces. Coquetonamente endurecía los músculos de sus brazos sobre la mesa, para que ella admirara la esplendidez de ellos, los bultos de sus bíceps, conseguidos en el gimnasio del que era adicto. También de una dieta estricta y proteica, nada de azúcares, nada de fumar, nada de beber, nada de nada, aunque sí excepcionalmente amar, ahora de manera fortuita, si por fortuito se tuviera un encuentro que ella buscó nada más verlo. En esta vida nada es fortuito.
Pero se trata de Eros y yo solo hablo de sexo, ya hasta los lectores de revisteros saben que no es lo mismo. El Eros en Marciano era ser algo tartaja, no del todo, algunas palabras se le atascaban y eso le hacía tener más éxito con las mujeres, que les gusta ser madres, beneficiosas, protectoras y amantes, sobre todo con él amantes, pues era de los mejor dotados físicamente, de una belleza que no se merecía y una virilidad aterradora, sin fin, musculosa, aunque frágil el habla, placentero por ello, las mujeres se derriten con las debilidades de los hombres, por eso hoy quieren ganar fuerza, ser fuertes o más que los hombres, porque eso ha sido el refinamiento más femenino y exquisito de le relación hombre-mujer, llegar hasta aniquilar al hombre sacando su fortaleza, superarlos porque al cabo ellas siempre son más resistentes y procaces. Teoría científica pura. Si no es que no fueran ellas frágiles también y soñadoras e ilusas, si no tuvieran gran corazón y las lágrimas no les traicionaran, si no fueran más eróticas que sexuales. Por esto, y pese a que fue ella la parte activa que lo buscó y encontró, al oírle hablar halló en ese vicio la virtud, tenía un defecto, y en toda obra insigne el defecto es aleluya, la imperfección es arte, la asimetría belleza. Ella pensó que esta relación ganaba otra forma mucho más profunda e imperecedera. Se sintió enamorada y le dio vergüenza. Por primera vez en su vida, se sintió desnuda, quiso tapar su desnudez o solamente insinuarla, pero no hacerla explícita. Estaba enamorada y no se lo creía del todo. A ella ahora le bastaba oírle para que un sueño le llegara de lo profundo y la tuviera entre nubes. Se enamoró cuando ella pelaba la pata de una cigala, echó a su gaznate virilmente un trago de vino, cuando las campanillas de la barca llegaban a la playa y los pescadores arrastraban las pesadas redes oscuras dejando un rastro de brillantes peces y olas profundas en el aire del dulce olor del pescado fresco y los chiquillos correteaban alrededor y se abrazaban a sus padres. Sintió miedo.
Se rompió la relación. No digo cómo empezó, porque empezaría como todas las furtivas, una pregunta sobre un sitio, unas palabras seguidas y un caminar juntos, ir a una discoteca cerca, que en las mañanas son bares, una musiquilla que suena siempre, el baile de otras parejas, un beso en el rincón de la mesita, una incipiente erección notada. Así empiezan todas o de modo parecido. Pero acabar por enamoramiento es más raro. A él, ella ahora le gustaba más, cosa natural, y ella ahora como que lo quería y también por eso dejaba de gustarle. Tenían que cortar. Ella no era mujer de pareja. Así que aprovechó la primera ocasión que tuvo para salir con otro y procuró que el otro no le hablara. Y Marciano se sintió, sorprendentemente, aliviado, lo suyo era el gimnasio, la mujer un deporte, el amor quedaba lejos, no es actual, demasiado dulce y el dulce está prohibido en toda dieta.
El primer amor
Cuando el teléfono se dio cuenta del mucho tiempo que había estado sin sonar. Cuando el teléfono no suena, tú has dejado de estar en el corazón de los otros. Sintió condensado todo ese tiempo de silencio y se rebelaba por la dureza de la vida que lo trataba con ostracismo. No se merecía esa falta de protagonismo, y eso que la vida, en justicia, no le había tratado con excesiva dureza, más bien al contrario, siempre sintió la suerte que tenía para muchas cosas, pero la soledad le pesaba ahora, más al oír ese timbre que sonó tras mucho tiempo sin sonar, estaba solo, nadie le hacía caso, estaba dejado de la mano de Dios. Vivía un mal momento, que suele pasar cuando la gente se alborota por cualquier cosa, por una mala noticia o por una guerra o sordamente por la soledad también.
Las calles tenían perfil solitario, había gentes que andaban despacio, corrían las motos, los coches se acumulaban, pero el aire era de soledad. Entró en un bar próximo y pidió lo de siempre una cerveza. Bebió de la botella con deleite, su frialdad le dolió en los ojos y al tiempo la garganta se anegaba de espuma. Entonces la vio, era ella, estaba sola, hacía años que no la veía. Estaba sentada en una mesita y parecía trabajar con un portátil. Miraba la pantalla de manera despistada, con cierto aire elegante de estudiante. ¿ La saludaba? ¿ Se atrevería a preguntarle luego por qué rompieron sin más? ¿ Estaría casada? Hacía tiempo que no sabía nada de ella y ahora recordaba de pronto todo el tiempo que le dedicó, los momentos que vivieron juntos, el primer día que ella le protestó sus manos buscando entre las piernas y soltó ¿ me quieres? ¿ porqué haces esto? él no lo entendió del todo porque eso era lo normal, empezaba así siempre, entonces era su deber de hombre, ir al ataque desde un principio hasta donde le dejaran. Todavía le gustaba, lo notó. Se acercaría, pero antes bebería otro trago para darse ánimos.
Pidió otra cerveza, ella seguía abstraída en su trabajo, sabía que era periodista, cuando estuvieron juntos ella no estudiaba periodismo, eran demasiado jóvenes, no tenían los veinte años, fue para ellos el primer amor, solamente eso justificaba a sus ojos lo torpe y raro que se portó con ella, también esa manera exagerada de quererla que se parecía más a un encuentro inesperado, que acumula instantes de soledad, que al verdadero amor, el amor se lo tomó a prisa dando rienda suelta a sus sentimientos, gozosamente, aunque también con cierto raro dolor en ambos, que suele pasar, el amor duele un poco pero es capaz de acumular en segundos el placer más conmovedor, los instantes de éxtasis, los instantes contagiosos que hacen a la mujer darse cuenta que desea ser amada y sobre todo que ella también quiere amar a ese hombre que es el suyo, para toda la vida si puede ser, por eso le preguntó ¿ me quieres de verdad? pero calló también sus dudas, eso podía ser solo juego y él dejarla por otra para seguir jugando; solo en esos momentos las mujeres suelen ser explícitas, pero hay otras cosas que se guardan para sí, detalles que no escapan para ellas, además le habían contado muchas historias de abandonos de los hombres. Ella era tímida, aunque aquella vez fue primera en dar el primer paso. Ahora estaba escribiendo un artículo a pelo, sin notas, el asunto se lo sabía de memoria y le corría prisa. Era contradictora, lo bueno y lo malo se le juntaban, también era lábil, desistía de un trabajo y lo dejaba por inútil, tampoco es que fuera estricta, se dejaba llevar por la cosas, en su trabajo también. Al principio tenía mucha ilusión, cualquier entrevista, cualquier tema le daba la oportunidad de lucirse. Presumía más de ello que de sus piernas, y eso que a todos los hombres les gustaban. No a propósito había olvidado a su primer hombre, porque para ella también fueron primeros aquellos a los que amó antes, aunque fueran los imposibles por tratarse de actores o de cantantes, tuvo amores platónicos. El primero, por primero, seguramente era inolvidable, pero ahora ya había desaparecido de su vida, lo había olvidado del todo. La vida es una larga avenida donde los primeros números siempre quedan demasiado atrás, y la meta es seguir avanzando para seguir viviendo, además, la propia vida parece no ir a ninguna parte y ella vivía ahora con cierta rutina, todos los días eran casi idénticos, sin esa ilusión primera de su profesión de periodista, como una manera de ganarse la vida, sentía la profesionalidad y a veces el hastío, depende del día. El ruido de la cafetería acompañaba y en cierto modo la protegía, descansaba también, lejos de la redacción y de sus compañeros. Había quedado con él.
Él no le quitaba ojo. Daba coba a su cerveza al tiempo que sentía ganas de acercarse y hablarle, no le reprocharía ninguna de las cosas que siempre se dijo sobre su mal comportamiento, la ruptura inexplicable. Estaba pasando por uno de esos malos momentos cuando la vida mira atrás, se recuentan los amigos y ninguno lo fue de verdad, se analizan cosas que se han hecho mal y una de ellas fue su relación con ella, ella había sido una muchacha algo veleta que se lo tomó a broma y cortó, como todos los bromistas, de la manera más seria. Le hizo daño. No el daño de las películas ni el de las novelas, le duró solo días, tenía facilidad para olvidar, aunque todavía le guardaba rencor. Era el momento de saludarla, lo notaba, como si al verla despertara su amor callado. Este momento podría cambiar su vida. Estaba decidido a ir cuando llegó el otro. Se sentaron juntos, se miraron serios y esto le pareció la peor noticia. Otra vez se quedó parado, desengañado, sintió que había dejado pasar su oportunidad. Sobraba allí. Tras un chispazo cegador la vida lo devolvía a su soledad.
En la calle, un airecillo frío acompañaba a la lluvia ligera, sus pasos tenían prisa, quería llegar cuanto antes. El teléfono no sonó esta vez.
Dos cuentos más abajo
Perdónenme que me presente, me llamo Nascerón, vivo al lado de aquí, dos cuentos más abajo. Me he perdido, estoy en un sitio equivocado, todo me suena raro, si encuentro un hilillo de racionalidad suavemente me asolan pensamientos de locura, esos que vinieron conmigo agazapados y que salen ante las crisis, las mías o las ajenas. No puedo definir mi estado de cosas, es como un presentimiento que acaba mal pero se escribe al principio, como un mal cuento. Vino conmigo al mundo, no lo recuerdo bien, pero me hacía sufrir, como una pena heredada, como un delito sin culpa, como una reja sin cárcel. Hago todo lo que puedo por recuperarme, bebo agua, flexiones, apago la radio, incluso canto, pero vuelvo a perderme en medio del día, en medio de la luz y del sonido, en medio de mi familia. Hay veces que la vida parece que se repite y lo que vivo ahora es lo que viví antes. Sí, ¡ eso es! Cuando estoy mal soy un personaje escrito sobre un mismo paisaje, cambio yo, cambian mis ideas, pero el paisaje del mal sigue ahí torturándome, sutilmente, haciéndome daño. Es una paisaje dañino que nació conmigo y que disfruta haciéndome sufrir. Lo más parecido a mí conmigo, que me soy exigente, inmisericorde y justiciero; pero con saber esto, nada arreglo, pues el mal aunque lo sepa sigue haciendo daño, no es como los malos sueños de los que se despierta a voluntad del soñador, esto es solo un sueño, es un sueño malo que se mete en la realidad y que te pierde.
¿ Qué son esos faroles que apenas iluminan estando sobre nieblas en caminos de adoquines? las gentes van vestidas como en otro siglos son delgadas y ágiles caminan, erguidas, bien limpias, oscuros carruajes cruzan las calzadas deprisa, los chiquillos juegan con aros de metal, ladran perros blancos y se hunden las mareas del aire entre humos sobre las ruedas inmensas de cafeteras de vapor que huyen a toda prisa perdiéndose entre las calles. Una calle de fiesta, sorprendida en el tiempo, de una ciudad que ya era grande cuando se rodaron las escenas. Un niño que se coló en la escena, con su redonda cara sonriente y que fue echado por el fotógrafo con malos modos, ese niño soy yo. Desde entonces hasta hoy cuánto tiempo ha pasado y sigo siendo el mismo. Entonces era feliz. Era feliz porque no le daba tanta importancia a las cosas que me contrariaban, las consideraba totalmente naturales y consecuentes, producto de la vida que es azarosa y cambiante, también injusta, también alocada, también impredecible. Ahora no me pasa esto. Ahora siento, junto al peso de la desgracia, el todavía más peso de la conciencia, como si todo fuera la venganza de un antiguo dios o la ruindad de un malévolo ser o todas las cosas malas juntas, ahora me siento autor de mi mal tiempo. Y no lo puedo cambiar. Entonces era feliz, con la boca chica, no se puede ser feliz nunca y cuanto más se pretende ser menos feliz se es. Entonces me acomodaba bien en la contrariedad, vivía en paz conmigo, el enemigo siempre estaba fuera. Cualquiera de la gente que me quería podía ser mi enemigo, al menos un corto tiempo, el del berrinche, luego se pasaba y éramos amigos de nuevo incluso cariñosos, porque siempre fui sobón y cariñoso, soy de los que piensan que hasta los escarabajos, con las antenas, se hacen caricias, todo bicho viviente responde bien al cariño. Este secreto también vino conmigo al mundo junto al paisaje malo que me hace sufrir.
Busco a mi perro, por esto he llegado aquí arriba. Pero si mi perro ha muerto ¿ cómo lo puedo buscar? He aquí el problema, busco cosas que ya murieron en mí como si en la vida esas cosas me sirvieran todavía para encontrar la felicidad. A veces miro su fotografía, está tan inexpresivo de cara como siempre, los animales no tiene músculos de risa, los tienen más de llanto; sin embargo los hombres dejamos unas fotos sonrientes, un saludo al mañana, una efusividad encubierta. Los perros no saben hacerse fotos, se dejan hacer fotos, al contrario de los hombres que son los auténticos fotógrafos de sus fotos, más que el que tira del clic, aunque encuadre bien y parezca enteramente el autor. La foto la hace el fotografiado. Al buscar a mi perro, he llegado aquí y me siento perdido, confundido; pero no al modo suave que algunos viejos se confunden, casi todos ellos saben que es una confusión de mentirijilla y por el rabillo del ojo esperan los lleven a su casa, a su residencia, al hospital, nunca a la cárcel, a la cárcel nadie quiere ir, ni siquiera los confundidos. Estar confuso y confundido es la misma cosa, con matices, confundido es pasajero y recuperable, confuso es un estado crítico más duradero, pero ambos son estados infelices, una mala cosa. Mi perro me entendía, venía a mí, tocaba con sus nudillos en la puerta arañando la madera, me llamaba, subía a mi sofá, se echaba a mi lado, ponía su rostro entre las patas delanteras como diciendo qué se puede hacer con una vida perra, con resignación, de manera evidente, pero a mi lado. Me daba calor de perro que es el más caliente de todos, no cálido para acariciarlo como el del gato, caliente, que se sale de su basta piel y que calienta aunque no te roce. Miraba con dulzura y a veces, no sé si eran quejidos o eran arrullos de cría. Estoy seguro que se consideraba un niño, mi amistad lo devolvía a su infancia, yo era para él no una madre sino una abuela consentidora. Pero lo estoy buscando en otro cuento.
Cuento macabro de nicho abierto. Cuando se cumple el tiempo que se dan en los cementerios para enterrar a los pobres, unos diez años, vienen los sepultureros y abren estos nichos a la mirada de los deudos de los difuntos que han ido a llevar flores. Es una pared que mezcla los nichos tapados con los huecos de los nichos que han vaciado por no haber pagado o por haberse ido los difuntos con la música a otra parte, a un bol de porcelana como los que venden en las confiterías. No puedo estar bien sobre las manchas de los cuerpos que se derritieron y traspasaron la caja, que escaparon por el agujero que hay al fondo, sobre un zapato imponible, sobre la arena que nunca falta, sobre las telarañas que campan por sus respetos. Un vivo nunca puede estar bien en un cementerio, ni entre muertos, eso de que los muertos no hacen nada malo y que son totalmente pacíficos es no saber nada de la muerte ni de los muertos. Entre los muertos no hay paz, hay un mal paisaje que nos hace estremecer, erizar el vello, un presentimiento. Ni siquiera la muchacha de hermosos pechos que viene con su ramito de rosas a la tumba de su padre me puede hacer feliz, porque estoy perdido y los hombres perdidos nunca somos felices, ni siquiera con el amor. El amor solo hace felices a los que vienen ya felices al amor. Hacer frases se me da bien. No tanto ganar dinero. Eso es otro de mis problemas, ser pobre, los pobres estamos de más en cualquier sitio, incluso en los cementerios, nos vacían, nos cambian de huesos, nos hunden del todo, damnatio memoriae, ya no nos rezarán ni siquiera aquellos que rezan a las tumbas abandonadas, los piadosos desinteresados. ¿ Hay algún cuento de nichos abiertos? Claro que los hay, casi todos los buenos cuentos lo son con espíritus y con muertos, la historia es la gran mortaja de la humanidad. Los muertos dominan. Requiescat in pace. Amén.
A ustedes les he hecho un favor perdiéndome en un cuento de muertos, con mi presencia he borrado todos los malos pasos que dan los muertos en la vida, peores de los que dieron cuando vivían, pues no los pueden cambiar siquiera aún con las letanías de los curas, que todo lo consiguen a golpe de hisopo que nos pone empapados, pero no nos da clarura, esa benevolencia de los dioses que no pasan los cepillos, los que siempre vivieron en su deidad, lejos de los hombres. Con mis atolondrados pasos he borrado las aspas gigantes, esas que giran siempre y hacen ruido a madera quejumbrosa y amenazante, al albur de los vientos, al estremecimiento de la gravedad, vacilando. He borrado también la cursilería de la amiga del protagonista que parece reír siempre, a lo Judy Garland, la del Mago de Oz, chatilla y aviesa. Da miedo pensar que los personajes del cuento se hubieran adueñado de vuestras mentes, aunque fuera brevemente. Confuso he podido leer algo del auténtico cuento de este sitio: una muchacha rubia va a visitar la tumba de su abuelo, muerto recientemente, le lleva flores que pone cuidadosa sobre los apliques de bronce a cada lado del nicho, echa agua que los rebosa y mancha sus zapatos de barro de cementerio, sospechoso de tener los peores microbios ( incluso Coronavirus), reza amorosamente y siente como en tenue sopor de su pecho, una febrícula en su corazón, la voz trémula de su abuelo, apenas reconocible, Franciscia en el baúl que está debajo del espejo de la abuela, dejé un sobre con mil euros que ahorré cuando dejé de fumar, son tuyos Franciscia te los da tu abuelo, voz de ultratumba, voz de película, prodigiosa; con el dinero la protagonista se compró un piano para atormentar a sus vecinos. Este era el cuento. Una amenaza cierta a seguir hablando y dar consejos que tienen los muertos. Luego el abuelo no pararía de hablar a la pobre Franciscia hasta enloquecerla a lo Ofelia. Yo, Nascerón, tampoco paro de hablar, vivo dos cuentos más abajo.
Cotorrostro
Ayer mismo puede ser lo más lejano a hoy. La noticia corrió como pólvora por todo el barrio, se había declarado la guerra a los niños del barrio de La Virgen. Formando corros, corriendo a tropel, guardando un cautivo silencio, escribiendo en negro por la gris cuartilla de las calles, en los rincones, a la luz de la huerta sembrada, a la luz de la huerta sin sembrar, por los callejones, por el ancho camino de la Sierra, a pie de los tranvías, a la salida del cine, en todo tiempo, en todo lugar, se había declarado la guerra a los bravucones del barrio de La Virgen. Valía todo, porque en la guerra vale todo. Se iría contra ellos: loscazo y carrera, atraparlos y hacer con ellos lo que ellos hacían con los niños del barrio, atarlos a un árbol, prender fuego a sus pies, darles puñetazos, romperles la ropa.
Desde entonces cambió la vida para todos, cualquiera podía ser el enemigo, sobre todo si eran más fuertes, más altos y más rápidos: los niños del barrio de La Virgen eran legendarios, todo lo podían, todo lo sabían, no tenían nada de niños y sí de hombres aguerridos, crueles, perseguidores impertérritos de los blandos niños del barrio. A veces mandaban adelantados, que con diplomacia entablaban conversaciones aparentemente amigables, pero que siempre acababan mal, les quitaban los patines, les robaban los cochecitos, cuando no con trabucos de caña cortados a manera de zambomba con hilos y cera, les tiraban almecinazos directamente a los ojos a gran distancia, dolorosísimos, pues los virginianos eran expertos en hacer daño. No solo a los niños, sacaban los ojos a los gatos, más pronto si eran negros, y, ciegos, prendían fuego a sus colas y los soltaban aullando, o los mataban en medio de los mayores sufrimientos a modo de ensayo para ejecutar luego en los niños blandos que cayeran en sus garras dentro del círculo nefasto de sus calles que olían podridamente a la fábrica de curtidos, donde los hombres de grandes facas retiraban las carnes de los pellejos y acababan tiñéndolas con colores vivos, como lo hacen ahora los moros de Mauritania; en un hilillo de riachuelo se recogían las sobras de los tintes sucios y malolientes hacia la gran madre de las acequias, la Acequia Gorda, lugar pútrido por excelencia, negro, que lavaba las tripas de la Fábrica del Gas con enormes hélices de acero y cuyas espirales trituraban los huesos de los niños del barrio bueno si tenían la desgracia de caer en ella, eso si lograban sobre pasar el agua aplanada, rugiente, que bajaba acelerada y amenazante por la ancha cueva bajo la Fábrica del Trigo, llamada también de la Harina, maquinaria infernal, pues todo confabulaba contra las pequeñas criaturas de los niños del barrio bueno, de gentes de clase media, de misa y comunión y zapatos lustrosos los domingos, de pasteles de la pastelería El Sol llenos de cremas y cristales de azúcar, de los merengues chamuscados de las medias noches, de olorosas figuritas dulces a caramelo. Las dos cosas convivían al tiempo, los dos barrios eran vecinos, el bien y el mal.
Una niña se enamorisqueó de Cotorrostro. Se conocieron por casualidad cuando estando solo trataba de hacer correr un coche roto, rojo, brillante. Vino a él con palabras susurrantes, con guiños y confidencias, le agarraba su mano y hacía correr el coche roto. Se reían. Ella era hija de un pintor de brocha gorda y tenía una madre gorda del todo, que solía cruzar por el barrio con todos sus hijos para ir a tomar el sol a la Redonda, de los que destacaba uno que era especial, pequeño de gran cabeza ladeada y muy mala boca, capaz de decir las palabrotas de los hombres muy mayores, tendría seis años, otra hija era delgada y la llamaban María Meneos, nerviosa como ella sola. Cantaba y danzaba con aquello, de la tía Frasquita, era una novia, en los jardines de la victoria...y seguía procazmente intercalando enigmáticas frases de grueso contenido. Tenía la nariz aguileña, que suele pasar en las niñas muy delgadas, y no se parecía en nada a su madre la gorda, ni a su padre el pintor de brocha gorda, que era pequeño de estatura y nunca hizo pareja con su mujer, ni aún de novios. El pintor no hubiera aguantado nunca una bofetada de la madre de los seis niños, que a veces atravesaba el barrio bueno, incluso con su marido, como una familia del TBO, para tomar el sol en las huertas de la Redonda. Cotorrostro sabía dónde vivían, un primer piso de una casa que hacía esquina a la calle principal de la Virgen, él pasaba deprisa por esa calle que era inevitable para ir al colegio, deprisa y mirando, más ahora que se había declarado la guerra y todo valía, incluso la tortura y el fuego, para los dos bandos. Miraba las paredes de las habitaciones que daban a la calle y se fijaba si estaban bien pintadas, siendo el padre pintor de brocha gorda, pero no, estaban desconchadas y con visos como las de su casa. En casa de herrero cuchillo de palo.
La niña era rubia y mucho más guapa que su hermana la delgada, la que parecía la tía Chispita, aunque más guapa que su hermana lo era cualquiera. Le hacía tilín y talan. Fue con ella cuando aprendió a conocerse y a gustarse, un gustillo indescriptible tomaba cuerpo en un lugar de su cuerpo, quería que ella aprovechara cualquier conversación para juntar sus manos, las apretaban fuerte. Eran casi iguales en todo, seguramente distintos en alguna de sus cosas, pero por lo demás ella le contaba que subía a las higueras de la huerta a coger higos carnosos, de esos que derraman al cortarlos gotas de leche y casi nunca son dulces pues aún siendo morados casi siempre son verdes. Ella le contaba muchas cosas atrevidas que solo pueden pasar en un barrio de gentes malas, de hombres con facas, de olores nauseabundos a curtidos de pieles y fachadas teñidas con azuletes, en casas de vecinos de las que no tienen retrete y tiran las escupideras del medievo a la acequia común cuyas pútridas aguas terminan en la gran madre, la Acequia Gorda, la que tritura a los niños que caen en ella. A lo que vamos, surgió el amor entre ellos, surgió la conveniencia; él ya se sentía hombre y a ella siempre le gustó él, el amor surge cuando hay una enamorada antes, ella lo sentía en su pecho. Le olía a limpio.
Los niños del barrio acorralaron a un niño pequeño del barrio de La Virgen, lo tenían contra un árbol, iban a empezar a martirizarlo cuando Cotorrostro se dio cuenta que era un hermano de su enamorada. Eh, eh, dejadlo, como le hagáis daño se lo dirá a sus padres y vendrán a por nosotros. ¿ No estamos en guerra, le dijeron? ¿ Ellos nos salvarían si entramos en su barrio solos? Es demasiado pequeño, hay que soltarlo. A regañadientes lo dejaron ir y el niño salió echando leches a su barrio. La noticia corrió como pólvora, los niños buenos habían soltado a uno de ellos. Se declaró la paz. Solo una vecina del barrio sabía por qué. Nunca lo dijo. Era un secreto, un amor sin complicidad nunca es amor.
El kiosco
Ciertamente la salida del sol aquella mañana de Mayo fue triunfal. Al sol, más hermoso que nunca, se unió una banda de nubes que lo recibieron magníficas, dejando un pasillo para que se luciera como el astro rey; a las nubes se unieron colores indescriptibles, tantos y tantos matices en los que no faltaban ingrávidos rosas, legendarios azules, los más fuertes prusianos que desfilaban en pelotón, entre los suaves casi verdes y los definidos malvas, todos ellos, translúcidos, manchaban el inmenso coral de la inspiración; a los colores se unía el llanto del olor húmedo incorruptible, marcado por la lozanía del agua y por la tierra oscura, al compás de un airecillo que no falta nunca tierra adentro y es más sutil que la brisa marina, recargada de salitre, demasiado fría.
Pero nadie en la ciudad se paró a observar tan magnífica entrada del sol. Santiago, entre las tinieblas mañaneras, bajaba el cierre de su kiosco y recogía los montones de periódicos que dejaron en su mueble anexo, guardado con llave, los distribuidores. Esto lo hacía todos los días, sacar los montones nuevos, cambiados por los diarios sobrantes, cada día cabos más gruesos, él pensó algún día llegará que sean más los periódicos devueltos que los recibidos. Nadie pudo pensar hace pocos años que la cosa estaría tan mal para la prensa escrita, cuando los hombres desayunaban leyendo el periódico, aunque las noticias fueran mentiras y la censura dejara escapar solo de tarde en tarde una sola verdad. La gente leía con fe, esperaban el ligero matiz, como colores trasparentes de las nubes, que insinuara la verdad entre líneas, la noticia de un cambio. Repetía la acción diariamente, incluidos los domingos, días de más trabajo, a los diarios grises se unían los extraordinarios de colores y los comics para niños. Dentro de la rutina lo más trabajoso eran las revistas, colocarlas alineadas por cabeceras, llamativas fotos de las primeras páginas, todo un oficio, las dos hojas del kiosco se abrían como un abanico excitante en busca de un lector, una para la prensa y otro para las revistas, y en el suelo amontonadas las motoras que hacían un ruido rojo llamativo en sus coches relucientes. Hay wifi decía un letrero a los cuatro vientos, una noticia que nunca sirvió para nada.
Pero nadie estaba puesto al día en aquella ciudad provinciana por más que quisieran aparentarlo. Siglos y más siglos de desayunos lo hacían imposible. Los bollos calientes, el amargo papel rizado de los azucarillos, los viejos meados rancios de los rincones, el café con olor a santidad, hacían imposible que la gente cambiara. La ciudad inmutable. Esto se decía cuando el bar de enfrente estaba abierto, donde desayunaba diariamente a cambio de los dos diarios locales y los dos deportivos con los que pagaba. Desayunaba lo mismo los siete días de la semana; a media mañana, un bocadillo de chorizo con vaso de vino blanco, cerveza nunca bebía, era un alto imprescindible para soportar de pie las largas horas del puesto de periódicos que duraban más que el sol. Bar y kiosco estaba separados o unidos, las dos cosas tienen la misma distancia, por una acera estrecha donde la gente que no chocaba con la prensa lo hacía con el bar, era un lugar de paso, comercial, en una plaza inacostumbradamente ancha en esa ciudad donde algunas calles se estrechan tanto que la gente las atraviesa de perfil y a veces se atascan. Una plaza tan ancha solo podía llamarse Puerta Real, con solo su nombre el sentido de la anchura permitía que todo un sol reinara en ella, sin oposición ni estrechez, de cabo a rabo.
A las diez llegaba la hija, muchacha amable donde las hubiera, gordita, de edad parada, chata, con gruesas gafas y muy femenina, devoradora de revistas, simpática y entrañable con su corte de amigos que la salpimentaban a piropos que ella aceptaba de buen grado, tenía ese toque de feminidad que hace a las mujeres la mejor camaradería de los hombres, todos, ella no le hacía feos a ningún feo, la palabra guapo no se le caía de su boca de gruesos labios, como un dulce que regalaba a todos. Por eso era tan querida en la ciudad y todos conocían su nombre, menos yo. Ella heredaría el kiosco, sin que el padre lo notara, ella era la verdadera alma del kiosco en vida. Poco a poco pasaba más horas cada día al frente del mismo. El padre cogía su montón de periódicos y los llevaba a los comercios cercanos, distribución que en esos tiempos era normal. Ella se libraba de los cargantes de bromas picantes y de los guiños abusivos, si no de los toquecitos al culo muy de moda entonces. Llegaba la hija y Santiago desayunaba su bocadillo en el bar de enfrente. El kiosco ganaba la mirada amable de la hija que sabía dónde estaba todo y explicaba el mundillo del cotilleo de las revistas como una profesional que era, dando cabos y señales de los detalles que ni siquiera estaban escritos. Del mundo de la moda lo sabía todo, pero del fútbol nada.
Llegado a este punto la historia del kiosco es confusa. Como si todo el tiempo transcurrido hasta la desaparición del kiosco lo fuera en un tiempo gris, lluvioso, de manera distinta al sol radiante primero, de aquella luz ruidosa, que duele incluso. El padre murió de manera indolora, aunque la noticia se dio en la gacetilla provinciana, que suele recoger su diario de muertes como una noticia que no distingue entre pobre ni ricos, entre la gente importante y la menos importante, con tal de ser popular y conocida por muchos, de cuya amistad todos presumen y les sirve a los gaceteros de vestirse de demócratas y amigos de los hombres sencillos de la ciudad. Una ciudad provinciana debe conocer a todos, y es tan importante ser amigos de los hombres ricos y de los intelectuales como lo es de los kiosqueros que venden prensa o de los que venden bollos o los que venden flores cautivas en las plazas de la ciudad. A la muerte del padre siguió un periodo gris donde la kiosquera ocupó su puesto sutilmente, de hecho llevaba años siendo la dueña, el padre se fue retirando poco a poco, ya no distribuía la prensa en los comercios vecinos. A decir verdad, cada día había menos prensa que distribuir, era un negocio a extinguir aunque todavía se aferrara a la modernidad con revistas informáticas de un Internet que será a la larga el que acabará con la prensa. No así con las novelas, que también vendían en el kiosco, yo las compraba allí, las novelas siempre tendrán su público con libros de bolsillo que acompañan a sus lectores en los lugares más aburridos e incluso los malolientes; tampoco la prensa del fútbol faltará, a la gente le gusta regodearse con las crónicas escritas de los partidos ganadores de su equipo. Las revistas de la moda acabaron por ser una foto, dan millones a las retratadas, la portada es lo que vende.
Qué pasó con esta mujer. No lo sé. Si yo fuera matemático me aproximaría mucho a la historia verdadera; las Matemáticas, para algunos intrincadas y confusas, dan la solución a todos los problemas y cuando pudieran ser tantas las cosas para que nuestra protagonista desapareciera del mundo de los negocios seguramente darían la solución más veraz. Porque es cierto que tras la muerte del padre estuvo años al frente del kiosco, pero desapareció prematuramente sin que la noticia saliera en los periódicos, con una discreción impropia de su popularidad, mayor incluso que la de su padre. Yo la echo de menos, aunque el kiosco sigue en su lugar, frente al bar que vende caracoles y cuelga ristras de ajos, de esos bares que, al contrario que la prensa, proliferan en todas las ciudades, como el de mi abuelo que vendía bacalao crudo en taquitos y aceitunas gordas de tonel y olía a vino desde el suelo. Vino blanco de Valdepeñas, del mismo color que el Sol.
Amor en la playa
Vinimos a la playa ese verano para pasarlo bien el uno con el otro, para vivir una escasa aventura amorosa, los dos queríamos más que el mar una cama, más que una cama un restaurante, más que un restaurante una discoteca, para salir con el coche luego y regresar al hotel, para hacer el amor oliendo a alcohol y a colonia y para quedarnos dormidos el uno con el otro y despertar cuando sea e ir al desayuno del hotel y elegir los mejores bollos, el mejor café, el mejor beso. Vinimos cada uno de nuestro lado, de nuestra parte, de nuestras cosas, de nuestra historia, fue la conjunción de los dos mundos que nunca estuvieron unidos aunque estuvieron cerca; los dos queríamos cambiar algo de lo vivido, pero lo hacíamos trayendo con nosotros nuestros rencores mutuos, nuestra mutua desilusión, nuestras ganas de separarnos también, solo nos quedaba lo físico, el sexo, a los dos nos gustaba el sexo y a diario y así lo hicimos años y años de tortura mental y desahogo físico. Sexo circunstancial, de número, de consumo y profilaxis, de buen ánimo también por cada parte. Fuimos a la playa a continuar con el sexo de la manera más cómoda, cuando quisiéramos y a descansar también incluso de sexo. El sexo ayuda a dormir, descansa. Yo, que nunca he perdido del todo mi vocación médica, siempre he sabido que en el sexo la naturaleza ha puesto mucho sentido y fuerza, que haciendo el sexo la convalecencia se lleva mejor e incluso que la vuelta de la salud está muy unida al sexo. Por muy mal que esté un hombre un polvo le devuelve la vida, renacen fuerzas ocultas que lo revitalizan, en palabras médicas diríamos lo curan, por agotado que esté, el sexo nunca hunde, siempre salva. Es una terapia. Hay médicos que lo hacen practicar a los enfermos terminales pues se ponen en alerta resortes revitalizadores. Aunque la opinión de las gentes siempre ha ido por otro camino, como si practicar el sexo agotara, desvitalizara o dejara sin reservas al cuerpo y no fuera lo contrario, como yo he experimentado después de una hemorragia masiva, que el sexo me hizo superar la anemia y arreglar mis hematíes. Sin sexo me hubiera muerto.
La vida y el amor, qué voy a contar yo de la vida, cuando acabo de llegar a esta costa roja; qué puedo decir yo cuando las rumorosas aguas del mar llegan tan ligeritas de ropas transparentes y un dulce sabor de mar me hace sentirme fresco. Nada puedo decir del amor porque nunca he amado, mejor dicho, solo me he amado a mí y no por egoísmo sino por necesidad. Siempre he querido amar con locura a una mujer, vine bien dispuesto al mundo para amar a una mujer ¿ pero fue amor cuando aquella morena me preguntó por una calle, de una ciudad que yo no conocía y yo le seguí el juego y me fui con ella a beber, coca cola, ella cerveza, el mundo al revés me dijo, y luego llegamos a la discoteca y nos besamos, más que con pasión, con oficio, pues ella besaba con filigranas, por mi boca por mi cielo por mi semen por todos mis rincones, como a olas, y por mi aliento? Tampoco creo que sea amor la erección, pues soy de los que erecto hasta afeitándome, como en los años de mi pubertad lo hacía por ser ya hombre y los hombres gozosamente se erectan e incluso eyaculan que es el sumo placer. Seguí besando y bailando, bailando y besando. No fue amor, además no llegamos a más, nos despedimos, ella estaba con el periodo.
Tampoco fue amor lo que me esperaba en la otra costa, esta vez más rubia, oronda y placentera, ahí sí que piqué. Aquella costa se parecía mucho a la de ahora, porque eran hermanas aunque vivían separadas, unidas por muchas costumbres y a las dos les gustaba el dinero que es lo que mueve el mundo, el dinero, lo mueve todo en el mundo y no el amor como creían los viejos. La verdad es que la recuerdo ahora que escribo, el resto de mi tiempo la olvidé por completo. Tanto como a mi primer amor, que no fue amor sino un goce total, absoluto, macarra y muy olvidable, porque se acabó sin apenas empezar y nunca supe por qué, aunque ya no me importa.
Otra cosa es el enamoramiento, enamoramientos sí he tenido, rozando incluso el esperpento cuando no la desviación. ¿ Enamoramiento o simples erecciones? Creo que lo segundo, el aparato reproductor es un sinalagma, un epicúreo montículo, una protuberancia que aflora como la espuma en la gaseosa nada más agitarlo un poco con las palabras, con los gestos o por simple latencia, por el paso del tiempo sin comerse una rosca que es lo que de verdad aplaca a la fiera y no la contención de la castidad. La castidad, lo sé por experiencia y soy casto, es la cosa más improbable de las cosas del hombre.
Solo escriben bien de erotismo aquellos que se erectan cuando escriben. O se ablandan, que nunca sé bien lo que hacen las mujeres. La erección es algo que ha tenido buena prensa o ha tenido la peor. Y es natural, buena y gozante. El mismo sol, cuyo crisol nadie pone en duda, siendo de naturaleza pura y calor benévolo, pone erectos a los playistas sobre las rubias arenas, ayudado también por la sal que acartona los tejidos y predispone al erotismo. Con erecciones se han hecho las mejores cosas en la vida, la propia de la guerra, que enciende las miradas y da vigor a las lanzas, la de los soldados al desfilar, las de viejo Príapo, que nunca acaban y acaban por doler, la de los boxeadores que les hace dudar de su virilidad, la de los toreros que lo son aún antes, la del dulce galán que termina siendo duro, la del niño, aún en el seno, la mía que a veces me incomodó, la del cura del todo involuntaria, la de los animales que no saben lo que es, la imaginaria que acaba siendo real, la contada que es mentira, la del pobre que es su riqueza. La de la noche, molesta si acaba en llanto. La del amanecer, que nunca falta. La de la viagra, azul turquesa. La erección es esa otra parte del mundo que, cuando, ya está aquí, a todos nos coge desprevenidos, aunque antes avisa.
En Literatura, mejor que Platón, que apenas las tendría porque Sócrates no hablaba mucho de ello, ha sido Cátulo el que la mejor describe, a la hora de la siesta, después de un buen almuerzo, cuando las sábanas montan una tienda de campaña, y así ha llegado el lenguaje catulense a nuestros días, es el que se oye a diario en nuestros bares de amigotes, en las peleas macarras, en la gente viva, como reliquia del mundo romano. César soportó clemente la mala lengua de Cátulo, y lo invitó a comer, para retomar una vieja amistad con su padre.
Quiero hablar del embarazo que le producían sus seguidas erecciones a nuestro amigo, Oficinión, ante su jefe, ante su secretaria, en la tertulia del café cuando todas las miradas se dirigían hacia aquel bulto y le sacaban los colores. Estaba siempre empalmado, aunque lo fuera en breve, y aunque tenía la vista larga él era un corto. Qué sorpresa se llevó Oficinión cuando la erección no vino en un momento adecuado. No puede ser. Buscaba y buscaba. Cambiaba de postura, para darse una sorpresa. Seguía siendo la colilla apócrifa que no había sido antes. Ella, su pareja, que ya había adivinado la protuberancia en la oficina, como todo el mundo, sabía que podía y mucho, pero lo miraba sospechando si habría estado con otra. Esperó y esperó, esperaron, y al fin, albricias, usaron de su derecho, como Ulises, sin más detalles.
Tengo el mal gusto de hablar de mí, pero no lo pretendía, yo quería hablar del mar, entre montes rojos y playas efervescentes, cuando el dulce calor subleva la carne que se eleva para nuestra vergüenza y mal acomodamos bajo el peso del culo, sobre la arena echados. El mar tiene ruido, aunque esté tan bajito que parece un espejo, hace ruido, arrastra piedras, juguetea en la playa y lo hace con ritmo, con ritmo de amante. A mí me enseñó a amar el mar, es fácil, en español casi se escriben igual. Por eso vuelvo y vuelvo al mar, aunque ahora ya pasado el tiempo no es de efectos tan fulminantes como cuando era joven. Menuda diferencia. La edad se nota mucho. A ciertas edades falta una cosa, la facilidad que tenemos de ligar cuando somos jóvenes, con la edad se desliga más que se liga y yo no estoy dispuesto a ligar con señoras de mi edad, ni ellas seguramente conmigo, es casi imposible.
El perro que todos somos
El perro es un lobo autóctono. Un lobo según la versión humana. Y es cierto, todas las virtudes humanas que adjudicamos a los perros, desde la fidelidad, el sacrificio, el buen carácter y sobre todo la alegría que le producimos cuando volvemos a casa, son virtudes lobunas. En eso el perro nunca supera al lobo, porque no hay lobo que el fondo no sea un ser bueno, hablando llanamente. Si queremos hilar demasiado fino llegamos a la conclusión que en la Naturaleza todos sus seres primitivos son intrínsecamente buenos. Todo es bueno. Todo es pacífico, racional, amoroso, inteligente, adaptable, evolucionado. Hasta el hombre es bueno. Según lo miremos como ser natural también, lo cual es difícil a primera vista porque el hombre ha procurado separarse siempre de la Naturaleza a la que considera como obra de un ser demoníaco incapaz de ser sensible. Cuán simplemente el hombre juzga a la Naturaleza, aunque le llame madre también.
Por un arte mágico; la magia, al contrario de la que se ejerce con profesionalidad en los teatros, suele ser un fenómeno de largo recorrido que dura años y años, siglos e incluso milenios. Con una duración de muchos milenios el hombre ha creado el perro, por eso los perros miran al hombre como si fuera un dios y no hay cosa que más guste a los hombres que ser un dios, un dios que sin apenas trabajo haga milagros y supere el modo normal de la Naturaleza con solo mover sus manos. Hagamos al perro. Y el perro fue una de las maravillas naturales, quizás el único ser amante de verdad que existe en la Naturaleza y es obra de los hombres; hemos de reconocerlo, a base de paciencia, de selección, ha creado miles de razas, algunas ridículas y ha metido al lobo en un cuerpecito que el perro sufre con un complejo de inferioridad terrible. Yo lo he experimentado en mi perro, que casi me lo decía, protestaba su fisonomía las más de las veces echándose en el suelo, poniendo su cabeza entre las patas delanteras dando una imagen convencida de abatimiento total, de sumisión a su destino de perro, de conformidad doliente. Cuando los seres sufrimos, sin posibilidad de recuperación, lo hacemos de modo absoluto, pacífico, derrumbado. Mi perro enano sufría absolutamente su cuerpo pequeño. Por contrario otros perros son desmesuradamente grandes, y tienen problemas artríticos, no caben en sitio alguno y suelen acabar por ser unos muchachotes a los que nadie teme y los niños dan tirones de pelos. También con mirada triste, pero la mirada triste es común a todos los perros, que no a los lobos en su vida salvaje; los lobos solo son tristones cuando se someten a sus cuidadores en los zoológicos o los maltratan cariñosamente los personajes televisivos, excesivos amantes de los animales, que nunca tienen el respeto debido al mundo salvaje: la dignidad de la libertad. El mundo animal debe ser tratado con cierta distancia, sin importunarle con manoseos y dominios, incluso los animales domésticos merecen respeto, por no decir nada de aquellos que caen bajo la Ciencia, verdadera corrupción del pensamiento científico que utiliza a los animales para experimentar sin pudor con enfermedades malignas, para salvar a los hombres dicen, para fastidiar hasta los animales podríamos decir más veces. En la Naturaleza no todo es bueno: existen microbios y virus dañinos y el hombre los inocula penosamente a animales de laboratorio para experimentar, que es el acto más cruel que pueda darse en la Naturaleza, jugar con seres vivos haciéndoles sufrir terribles enfermedades. Otros hombres se hacen los graciosillos con animales, y a pesar que el mundo natural es intrínsecamente bueno, en lo conocido, no es un mundo que tenga el sentido del humor humano. La Naturaleza apenas ríe, aunque sepa gozar de una buena comida, de un buen amante o de sus hijos.
Mi perro una vez me habló, por una vez en su vida, como si fuera un humano. Estábamos sentados en una pradera alta y de lejos venía una ambulancia silbando intermitentemente. Mi perro se incorporó y empezó a aullar, un gemido hondo, lastimoso, augurando el mal de un ser humano que le hacía ser conmiserativo ( el sentido telúrico de los perros es extraordinario, porque están dotados de olfato que no solo huele cosas olorosas tras muros de cemento o de acero, sino que huelen la enfermedad y hasta la muerte incluso). Yo me sorprendí como siempre que el perro llegaba más allá de lo predecible, pero esta vez el perro, en vez de hacerse el tonto, quiso explicarme lo que sentía y mirándome a la cara empezó a hacer unos ruidos guturales para mí, como de palabras cortas, las palabras que me oía hablar. Para mi perro mis palabras eran algo ridículo, entrecortado, sin sentido musical y roncas. Imitó mi conversación ya que su comunicación perruna la suponía incomprensible. Debo decir que mi perro tampoco me entendía demasiado y que mi lenguaje para él era lo más parecido a los gruñidos de las cotorras que a un bel canto, sin sentido musical. Para los perros somos secos, cortitos y próximos. Muchas otras veces mi perro me trató como si yo no entendiera del todo su vida, así cuando discutía y se encorajinaba contra otros perros, como diciéndome, déjame ser así, tú no sabes nada de esto. Tendría sus razones. También, en el colmo de su singularidad incompartida, con todo su amor, llegó a lamentarse " no seas un perro", cuando me protestaba humildemente cualquiera de mis prohibiciones. Por último, estando mi perro en las últimas quise decirle cariños y el perro con un hilillo de voz miró hacia otro lado, no estaba para esas cosas, como lo haría cualquier humano a un ser querido importuno.
Luego si los perros son una obra humana, una creación, los humanos debemos sentirnos orgullosos de ser hombres; aunque ya lo dije al principio: todas las cosas buenas de los perros no superan las de los lobos. Sus expresiones, su humildad, su valentía, su alegría, su tristeza y su llanto son lobunas. En la máxima expresión de amor el perro ante la tragedia de los hombres aúlla, vuelve a ser aquel lobo antiguo que se hizo amigo del hombre y que desde entonces no lo ha dejado nunca.
¿ Y cuál es el cuento? Esto es amor, un amor sin cuento.
Un cuento al revés
Y luego nunca fue feliz. Cotricus llegó cansado después de un gran paseo por el mundo interior. Había pasado por paredes, arcos y puntas, por las vallas avasalladoras del paraíso, por los cutrivientres mojados de las madreperlas soliviantadotas, por las ruinas de Apolo después de la gran contienda, por las hojas de enhebro y las más patrióticas de la yedra, por la locura, por la desdicha, por la misma muerte bebedora de vinagre y por el sinacopio; había dejado su existencia entre las nubes y volvió cansado, exhausto, pútrido, seguramente muerto, pero nunca lo supo. Para saber su historia habría que andar al revés, como el personaje de uno de estos cuentos, pero de modo distinto, el personaje andaba de espaldas para tener y guardar los paisajes que se pierden al ir caminando, mientras que la vida de Cotricus en este cuento hay que andarla al revés para ir descubriendo sus pasos en solitario a través de un confinamiento criminal que los hades inventaron para el final de sus días. No obstante es un final feliz, la vida vuelve tal y como la dejó el hostil confinamiento, que es un mal invento que los seudo científicos arrimaron en contra de los hombres, de todos los hombres y que los serviles policías, los acalambrados pajeros de la política, los nauseabundos votantes tomaron como suyas: la obstinación en la cárcel, el apabullamiento moral, la desdicha de ser sabio en un mundo de idiotas que solo llega bien a beber cochambres en los bares mohosos de la inoperancia. Final feliz, vuelta atrás para seguir viviendo ( si nos dejan).
Las paredes oscuras del cuarto palpitaban como las oscuras malvas de las vulvas de una diosa menor. Se aproximaban, se alejaban, se hundían en la cara de Cotricus que las traspasaba indolente en su viaje a ninguna parte, podía oler el inodoro olor del yeso y de la cal, de la piedra que conformaba las paredes, de la madera de los marcos de la puerta entreabierta, del hondo silencio del pasillo cuyas celosías palpaban la pútrida luz del sol que se colaba entre los vidrios y formaba dibujos geométricos, rectas exactas, paralepípedos en los suelos de las baldosas, también oscuras de cerámicas mustias hechas para estar en penumbras a pleno sol también. Llegaba el hondo olor de la humedad, perenne en los edificios antiguos, el olor de todas las gentes que pasaron por los pasillos, la respiración del aire que también necesita hacerlo de modo en modo, de buche en buche. Necesitaba salir pero no de eso modo violento de la psique, que suele ensañarse con las criaturas más angélicas y benévolas, torturándolas lo indecible con medias verdades, medias palabras, medias medias usadas, medias tintas de cerveza, medias charlatanerías golfas, de aquellas golfas que se apuntaban en sus artes la punta de un cuchillo y se tocaban indecentes. también las nubes le dejaban su fría fragancia, el aerosol de sus gotitas de agua, el color azul que solo existe en la mente y en realidad no es color, no es nada, un filtro de la propia luz que nadie quiere ver ni sentir, solo superar en su velocidad para viajar en el tiempo. Esto era un viaje a contra luz del tiempo, exactamente al revés, por eso se describe llano porque un revés de un revés es la línea recta proyectada al infinito. Someramente. A esta alturas de la historia, casi en su final Cotricus describía la circunferencia alada de sus años mozos, cuando vivió algo parecido, de pronto, sin aviso, sin defensas, solo ante la vida que es una fórmula secreta que nadie sabe, pues su inventor rompió la fórmula y nadie es capaz desde entonces de recomponerla ( démonos cuenta que la vida es una oportunidad que se coge o se pierde, no hay camino intermedio, o se coge o se pierde). La misma ventana oscura y abierta que lo echaba fuera del cuarto, al pasar las paredes, era la que antes acogía los rayos del sol y le mostraba los maravilloso paisajes que la vida muestra en su naturaleza virgen, la más amada de todas, la más amante de todas, la incorregible, la que se solaza con los amorosos y da galanura y fuerzas para amarla, la que se bebe en sus miradas y aflora en su espaldas, la vida gozosa que entraba por esas ventanas, hoy oscuras, donde entraba luminosa y esplendorosa, porque la vida son las dos cosas al tiempo, pero es mejor siempre no saber una de esas cosas y vivirla en la otra, como esos hombres y esas mujeres que son adorables por un lado y apestosos por el otro. Si es que acaso me lo explico bien, o no me lo explico.
Los malos consejeros llamados científicos, los peores de los hombres pues no saben nada y se creen autoridad, no tienen poder en sus penes y se creen poderosos, no tienen alma en su pechos y se creen amantes, no tienen ni dinero al que pretenden desde la política, esos consejeros idearon una apóstrofe, una apelación a los huesos del fémur, que son los que duran, un polvo del polvo, malamente llamando polvo y no semilla de pútridos, esos tíos idearon una macro cárcel y las gentes se metieron alegres y confiadas creyendo que se salvaban y solo quedaban inertes para ser espiadas, demandadas, perseguidas, contabilizadas y luego para que paguen más impuestos que es lo que se busca. La vida dio vida al antiguo cuadro que él vivió muy al principio de sus años mozos, un cuadro de inexactitudes, complejos, contradicciones, donde podían volar caballos blancos tan tiernos como las tetillas húmedas de un diosa, del mismo color de sus nalgas, como oscuros y andrajosos pájaros gigantes, de esos que buscan las zonas oscuras donde eyaculan los macabros. Cielo virtual, primero, hermosos y caverna última tenebrosa y ferrominosa llena de nada. En esa estúpida paz lo llevaron aquellos ignominiosos y petulantes paracientíficos, los galenos de la muerte que lo son algunos médicos, los procaces y los lujuriosos de artes solitarias.
Bebió la leche blanca siguiendo los malos consejos, hizo ejercicios dántricos desde los rúbeos glúteos, buscó en sus hendiduras, manoseó su pene, tuvo esas aliteraciones gonorreicas de la soledad quejumbrosa, también la sabia gotilla del ámbar femenino que se derramaba fragante por las mismas ventanas donde escapó su alma aterida. En fin fueron unos tiempos malignos, de malignidad moralista, pues quienes nada sabían ni del mal ni del bien entendieron como necesarios. Sin discutir otras alternativas ni buscar los detalles benévolos, al menos César era a ratos clemente, siquiera la clemencia por los más pobres, los más acumulados, los más llenos de espacios ridículos. Señores políticos piensen en ellos, no los quieran tanto, denles una buena muerte mejor que una vida infernal, mariconazos. Bebió y agotó litros y litros de agua, esto le salvó, el agua hace húmedas las virulencias, calma los esputos, avinagra los sentidos, es flotadora y secreta, segrega todos los líquidos del cuerpo humano, incluido el seminal que e a veces parece una excepción a esta perra vida que le gusta negar mejor que conceder, quitar mejor que dar, odiar razonablemente que amar con locura. El agua también le salvó y la soledad, en la soledad se sentaba en el sofá de piel de vaca, flor de piel, y su tensión bajaba a mínimos, la respiración era sosegada, ni veía ni oía, solo estaba consigo, en paz, último y olvidado. El teléfono sin sonar, pero bien. Bien pese a la mala medicina, que como siempre es vulgar y bárbara. Si yo digo que puso sanguijuelas, que hizo sangrías, que calmó dolores con espantosas mierdas de vaca o que devoró insectos machacados estoy habando de los médicos, empezando por Galeno que no sé las tonterías inventó en Alejandría para sobrellevar la peste. La peste murió de peste.
No cayó en la tentación de la pornografía, que es la única que acaba con el buen sexo. Hizo bien. Su días, contra atrás empezaron como todo lo que no se conoce con algo de misterio y luego fueron amartillados, claveteados, crucificados a base de los inoperantes poderes públicos que tienen anestesistas del alma diciendo tonterías a todas las horas. ¡ Vaya mierda de voceros! Tampoco cayó en la lectura ávida, la buena lectura requiere otro ámbito, incluso el ruidoso mundo que no lee, el riego en la penumbra, las manos acariciadoras de la bella Atenea que suele saberlo todo del amor y sus costumbres más solitarias, este amor a la soledad, este solitario placer siempre a dúo, no como el del confinamiento, la propia cárcel es lugar ideal para la lectura y la escritura, para el ejercicio físico y los doctorados en ciencias, siempre es una oportunidad, el confinamiento es como un nicho de un cementerio, un lugar donde no molestar mientras los políticos a los suyo, al robo. Luego tampoco escribió y si lo hizo fue como siempre no contra el tedio, sino del tedio, no contra el mundo sino del mundo, a favor de la palabra.
Tuvo tiempo de gozar la vida, la vida suele hacerlo en medio de los placeres, incluido el sexo, entre placeres vivimos, en el placer literariamente morimos. Reconozco que es difícil seguir sus pasos cuando se anda al revés en un cuento que acaba bien porque deja las cosas en su principio, todo cuento que cambia el principio acaba mal: el personaje o muere o se casa, las dos cosas terribles. En medio estaba el silencio, buscado y necesitado de los pútridos del poder. En medio estaba la palabra muda sin el aire que la lleva y el odio que la escucha. En medio estaban todos metidos en sus agujeros, como las morenas en el mar, la boca llena de dientes, esperando que pase el inocente pez que somos nosotros y devorarnos rápidos. En medio las persianas que suenan del mismo modo que cuando estaban vivas y no sabían que estaban vivas. En medio estaban miles de muertos, cada día más, amenazando con entrar y llevarnos al paraíso. En medio estaban las cornetas que levantan las banderas y agachan los penes. En medio estaban todas las cosas que no debieran estar y un alma criminal se enroscaba por las televisiones y decía vengo a mataros. ¿ Tan malo fue ese tiempo de en medio? Inolvidable. En fin, vayamos al final que es lo que está más cerca del principio.
En el principio era Dios. Los astros, las estrellas se movían, corrían los ríos entre las peñas, la tierra se llenaba de una yerba virgen, animales prodigiosos ocupaban la tierra, los mares se estremecían y dentro del mar bullían preciosas criaturas inocentes y malévolas, alegres y taimadas, unos hermosos colores anunciaban la mañana y otros no menos hermosos allegaban la noche. El mundo era feliz. El mundo era feliz porque era variado, libre, ordenado, vivificador, todo ayudaba a vivir, hasta el hambre y el desamor, la soledad y la fragancia. El mundo era confiado, no podía ser menos, había criminales de los que gustan hacer daño pero no tenían ninguna importancia, había miedo pero era una enfermedad de algunos, había políticos. Algo se hizo mal en ese principio y ahí empezó este cuento, mucho más atrás que la apoteosis de la mediocridad, el ensañamiento de los llamados científicos, la cura de almas de los pervertidos, algo se hizo mal y ya entonces día a día los inocentes fueron llevados a lo alto de la pirámide para complacer a los insaciables dioses de las polillas del alma y Cotricus se encerró también. Esperanzado de tener siquiera suerte esta vez y no morir en la batalla. Si este cuento fuera de final feliz, yo, que no soy nadie en esta vida, me quedaría con el primer párrafo de este último principio, hasta llegar a los colores hermosos que anuncian la noche. Sin dar un paso más.
La tensión alta de una mujer bajita
Nació en minúscula huerta, de las que duraron tiempo a los dos lados del Paseo de la Castellana de Madrid, cerca de los solares del Estadio Santiago Bernabéu, entonces en las afueras de Madrid, aunque le siguiera el Paseo de Recoletos, donde la diosa Cibeles se entrona en un carro tirado por leones, bajo las palmeras de agua de su fuente, le siguen el Hotel Ritz y el Museo del Prado hasta los Jerónimos, lo exquisito de la ciudad de Madrid, un barrio aristocrático por antonomasia. Ya su abuelo lo intuyó y nunca vendió su finquita, por muchas proposiciones que le hicieran los especuladores de las inmobiliarias, porque sabía que cada metro cuadrado era un tesoro, como efectivamente lo fue con el tiempo; todavía se pueden encontrar en Madrid fincas parecidas, como pequeños chalets, que se resisten a perder su condición de insólitas en una ciudad donde el metro cuadrado construido es devorado por los especuladores para construir magníficos rascacielos de cristal donde se alojan las oficinas de la globalización.
Su abuelo era calvo y bajito, de mirada sagaz y parco en palabras, había llegado a Madrid procedente de un pueblo de Guadalajara y todavía conservaba sus costumbres alcarreñas, sus santos y celebraciones, también el conocimiento de la apicultura y el cuidado de las viñas. Plantó una viñita que daba uvas blancas pero nunca le dio para correr el vino, las había traído de recuerdo, porque aunque estaba deseoso de venirse a Madrid y salir de la penuria económica también era un poco soñador y amante de su tierra. Viñas y pozo. Un pozo minúsculo que daba agua con cierto sabor a petróleo y él achacaba a lo cercano de alguna gasolinera de las que hay en las carreteras que unen Madrid a sus pueblos. Allí se vino con su mujer que era buena de verdad y tuvieron a la madre de nuestra protagonista, que nunca fue tan buena como su madre pero sí tan lista como su padre y que duró de virgen solamente el tiempo imprescindible para hacerse una mujercita de las que gustan los hombres y ellas gustan a los hombres. Desgraciadamente la madre duró poco, una enfermedad de aquellas que no curan se la llevó al cementerio de San Isidro, cuyos terrenos pintó Goya en romerías distendidas y que tan importante lo sería para ese negocio de la madre de nuestra protagonista, como veremos más adelante. Quedaron padre e hija solos pero no por mucho tiempo, pues, muy pronto, la hija quedó embarazada, sin saber de quién y casi ni cómo, ya que lo suyo era ir a las tapias del cementerio a por unas pocas pesetas, con una toalla por herramienta, aliviaba la rudeza de una cola de hombres a los que pajeaba de manera solemne y profesional. De cómo se enteró de esta vida no es muy difícil teniendo en cuenta el vecindario de aquellos terrenos inhóspitos y el hambre que se pasaba en Madrid en la posguerra, donde todo valía para comer y ella tenía buen apetito y a su padre, que hacía como que no se enteraba, tampoco le faltó nunca. Los tres vivían con cierta armonía entre barrancos y estercoleros, entre huertas y sembrados, entre chabolas y medio chabolas, a plena luz solar, en el mismísimo aire de Madrid.
En aquella casa nació ella, Matilde, la protagonista de esta historia, hija de una madre de vida azarosa, de las que llamaban busconas y antes lo fueron pajeras, mujer de medio cuerpo, por lo bajita que era, como su hija, cuyo padre debió ser rubio y de ojos azules, todo lo contrario que la madre, morena y de muchas letras. La madre tenía de siempre gran afición por la lectura, leía todo lo que le llegaba a sus manos, ya fueran hojas de periódicos que usaban los pescaderos para envolver el pescado, las hojas parroquiales, como cualquier cosa escrita. Esta afición no se la quitaba ni en sus horas más profesionales, en plena faena seguía leyendo a hurtadillas cuando los hombres perdían casi la vista del placer que les daba. Era lectora empedernida y esto le fue muy favorable a su propia hija cuando cambió su condición, al poco de morir el abuelo, no se sabe de qué, y quedar las dos de únicas habitantes de la casita. La madre cambió su negocio callejero, últimamente trabajaba en la Plaza de Jacinto Benavente, autor al que ella conocía de sobra, sobre todo por la Malquerida con la que se identificaba, cambió la Plaza por su propia casa y por la cama de sus padres, de esas que tienen borlas de bronce y suenan a campanillas cuando se hace el amor. Cama sonora que nunca dejó de cantar, mientras la hija se distraía afuera en el patio y a veces miraba de soslayo, con cierta reserva, entre los postigos abiertos, los gajes del oficio, lo aprendió todo y quiso llevar a la práctica cuanto antes. No con miedo sino con alegría, el oficio de su madre, según sabía, era de pasarlo bien o medio bien, dependía de los hombres, algunos eran jóvenes y hasta guapos, otros demasiado viejos, pero todos tenían un punto débil que acababa fuerte, algunos bramaban.
La madre vendió la virginidad de Matilde, a los pocos años y por pocos dineros, pero lo hizo a un tío rico que luego se encaprichó con la niña y la llevó a su casa, pero esto fue pasados unos años, mientras, Matilde ejerció a junto a su madre. Por esa casa pasó todo Madrid, tenían fama de buenas profesionales. Pero duró poco, también la madre, la ávida lectora, murió como su abuela de la misma enfermedad infame y se quedó ella sola para enfrentarse a la vida. Lo hizo con entereza, aunque también con descuido, pues quedó preñada sin saber de quién y se lo adjudicó al tío ricachón que le compró la virginidad y se tragó la bola, pero no le dio los apellidos para no perjudicar a sus hijos legales, que tenía cuatro. Menudo lío. El buen hombre costeó todo, clínica, estudios en parte, fue como un padre para ese hijo. También ayudó a la madre vendiendo la huerta por muchos millones a una gran inmobiliaria, de campanillas, que construyó un edificio grandote de cristal verde que parece que se está cayendo, locuras de los arquitectos. Con los dineros sacados al padre de su hijo y algunos ahorros suyos compró un apartamento, esta vez en el centro, en la calle María Molina, donde siguió con su negocio carnal, nunca delante del hijo que lo llevó a estudiar a Suiza, a un gran colegio, como los hijos de los más ricos, siguiendo los consejos que le dio su madre, costeado en parte por su padre putativo cuya generosidad nunca llegaba a todo, tenía otros cuatro hijos que también gastaban mucho.
Matilde tenía ese sentido hondo y práctico de una mujer que había vivido mucho. Era sagaz, rápida, eminentemente materialista, aunque creyente un poco, sobre todo tenía cierta disposición a creer en las supersticiones a las que daba sentido cuasi religioso, como si el mundo flotara en el inframundo del caos y la irracionalidad, tan propio de los materialistas que acaban creyendo en ángeles y en karmas. Como madre fue irreprochable, en cierto modo, como su madre también lo fue a su manera, si se pudiera llamar irreprochable una moral en la que el sexo profesional era un oficio más, la manera lucrosa de ganarse la vida y se pudiera hacer a ojos vista. Ella no pudo aprovecharse del hijo, solo faltara, entonces el comercio carnal en hombres era de ambientes homosexuales, su sentido de la heterosexualidad aborrecía el comercio entre hombres o mujeres del mismo sexo; ella siempre en la heterosexualidad, el hombre hombre y la mujer a sus cosas, como le decía su abuelo. Pero era en el mundo de los negocios donde sacó su genio. Matilde partiendo de la compra de unos apartamentos, que en la crisis de 1982 bajaron mucho de precio, fue tomando cuerpo en la creación de una empresa cada día más grande; pasó incluso al mundo del alquiler, en fin, se olvidó por completo del comercio carnal y ya no tuvo tiempo más que para dirigir su gran empresa, cuyas oficinas también situó en la misma calle María de Molina, intramuros del Barrio Salamanca, la flor y nata del mundo de los negocios en una ciudad próspera y vital como era Madrid, aún en los tiempos de crisis. Su hijo, que estudió Ciencias Empresariales, con dos masters sobre Planificación y Marketing, tomó el mando de la empresa, bajo la vigilancia de su madre, verdadero genio del trapicheo mercantil, hasta que llegó la crisis del 2008, cuyas consecuencias fue la ruina. Todo se vino abajo, las obras quedaron paralizadas a los lados de las carreteras, grúas vacilando solas, ante la falta de liquidez y la nula apertura de créditos por los bancos. En pocos días, en pocos meses, los números rojos afloraron y dejaron sin patrimonio la empresa de Matilde que asistía atónita a la debacle. Ella, como era supersticiosa, lo atribuyó a su nuera, mujer que nunca le entró bien por los ojos y que parecía deslizar insinuaciones sobre sus viejos negocios carnales de la huertas del Paseo de la Castellana, y eso que no sabía nada de las tapias del cementerio de San Isidro, historia truculenta de la ciudad de Madrid. No le caía bien la nuera que en pocos días le arrebató a su hijo, ése que ella se había esmerado en su educación hasta el punto de darle la mejor y más costosa, siguiendo las directrices que le dijo su madre, ávida lectora también de revistas, sobre la vida y milagros de una famosa bellísima, cuya madre se empeñó desde Cataluña en darle la más exquisita educación en Suiza, por la que conoció y casó con uno de los hombres más ricos del mundo, creador de un imperio industrial, famoso también por su afición al mundo del arte, cosa ésta que a Matilde le importaba un comino, es más, odiaba por falsarios los pinceles ilustres de la nueva pintura, su modelo era Velázquez, los demás eran unos caraduras.
Ya nunca después las cosas fueron igual. El hijo mal levantó el negocio, a costa de tiempo y claudicaciones, empeñado hasta las cejas, y con escasa obra por delante. Tardaron años en tener números verdes sus cuentas, pero al menos sobrevivieron. No así Matilde que acabó en una de esas residencias, murió casi sin darse cuenta. Ni siquiera la contaron como víctima de algún virus. Murió sola, como morimos todos pero ella más sola todavía; al menos no estuvo al lado su odiada nuera, la que la llevó a la Residencia. No estuvo nadie, ni siquiera los médicos. Fue de las primeras en caer y la última en ser enterrada, estuvo días sin enterrar. Acabó mal y empezó mal, por el destino, por la fatalidad en la que siempre creyó. Nadie fue a su entierro. Los periódicos pasaron de ella, nunca fue una mujer pública en ese sentido. Su secreto se lo llevó a la tumba. Como una tumba Madrid, vaciado de gente, esa mañana parecía el tétrico mundo interior con que recibe a los forasteros que llegan para ganarse la vida, los andaluces por ejemplo, a quienes llaman fuleros.
Todas las naranjas huelen a Fanta
Ser hombre tiene que ser una cosa nada sencilla porque muy pocos lo son. Me refiero al ser que todos llevamos dentro y que está lleno de pasión y de vida, a ese monstruo del dominio, del fuego avasallador, de la decisión, del poderío, del inmáculo ejercicio de la virtud, de la mente y por contra del corazón decidido y tierno, me refiero al hombre que nunca se encuentra, que lo contradecimos, lo mal llevamos, lo somos pero como de realquiler. Quizás lo dibujaron bien los dibujantes de los cómics, personajes llenos de músculos y novias de melena rubia, amigos de un jovencito que decía gracietas y llevaban espadas pesadas que blandían como si fueran solo de papel. También los viejos héroes del los clásicos, pero está muy claro que eran relatos convencionales las extravagancias físicas de los mismos para que desde lejos se viera que todo es falso, nunca quisieron ser verdad, la verdad es enemiga del arte. Desde entonces el mundo clásico entró en depresión, la apoteosis de sus delirios, lleno de sus victorias, cuando quiso tenerlas todas, incluidos los cielos, los cielos no son cosa de los hombres.
Todas las naranjas huelen a Fanta. Fruto de varias capas que hay que ir cortando con una navaja o con los dientes. Primero la de fuera, rugosa, con vesículas en su cara de adolescente, liquidillo que sale a chorros como alcohol desinfectante y lanza una llama ruidosa sobre otra de fuego. Luego de la primera viene la segunda capa, color blanco amarillento, dicen que no conviene comerla porque hace daño al hígado. Y después de esta pelusa, el fruto, unos gajos que son como los gajos de caramelo de las naranjas de las confiterías, cubiertos de cristales de azúcar y de color y olor a Fanta, envueltos en papel de celofán. La Naturaleza imita al arte.
Matricus, vendedor de naranjas, se sorprendió a sí mismo cuando dentro de él encontró a otro hombre que había vivido con él de manera callada, diaria, tapado, al otro lado siempre, sin voz ni voto, enteramente distinto a él, mucho más valiente, viril, epicúreo, fuerte, el yo interior que, quitando todas las capas que la educación, la familia el sindicato y las teles nos tienen achicharrados desde que nacemos, tapando, ocultando, ignorando a nuestra naranja interior. No era un tímido con las mujeres, había sido un desposeído de las mujeres, casi, casi lo hacen maricón, desde luego la opinión que tenía de él mismo no era la auténtica, por esto la auto elección le sirvió de hora en adelante para respetarse más y comprenderse mejor, pero antes tendría que tirar a la basura todas las capas que nuestra civilización envuelve para la persona. El mundo nos quiere capados. Al mundo le dan miedo los hombres auténticos. Con mil sofismas, mil lugares comunes, mil convencionalismos, nosotros mismos en horas bajas, acumulamos sobre las personas tal cantidad de mitos, ideas, prejuicios, zafarranchos de falsedades; no de ahora, en todas las civilizaciones, que les suele pasar que cuando mueren muestra su faz auténtica de barbarismos y leyendas. Debieron caer todas antes, algunas no debieron existir y no hubiera pasado nada, porque todas son falsas y carcelarias, todas tuvieron víctimas de sus prejuicios, todas hicieron unas enormes tonterías ( colosales), como el río de la muerte, con el barquero y el perro guardián al que hay que pagar el pasaje para ir a un lugar tétrico de un río inframundo. Es un mundo de paja que pesa como si fuera bronce, porque además de pesar hunde, anega, envuelve y se traga al hombre, el peso de la paja que diría Clerence Moix. Pero pensando en la juventud pongamos las cosas fáciles, a los jóvenes hay que facilitarles las cosas para que no pierdan la fe en sí mismos. Sabido es que Truman Capote era rarillo, de modales finos y voz atiplada, pero tenía una fuerza portentosa retando a cualquiera a echar un pulso, ganaba a todos, incluidos los campeones de este deporte, menos a un muchacho con el que tuvo un detalle que merece ser destacado: se dejó ganar por el adolescente fuertote con la cara llena de granos como piel de naranja. Sus amigos le preguntaron por qué se dejó ganar y él, como verdadero hombre, les dijo que no podía contradecir la fe del muchacho en sí mismo ni defraudarlo en la vida.
Matricus empezó a vivir cuando se echó para adelante y fue capaz de contradecir a sus propios principios. Aunque parezca mentira en aquella cochambre estaba su vida, tirando del carro. En aquel riachuelo, acequia, fuente sucia, pelambrera, estiércol, entre vidrios rotos, fuera de su pueblo, fuera del camino, sin paisaje, sin bancos, sin muchachas de cinturas finas, sin una vaso de vino siquiera, sin poesía, sin nada, en aquel sitio estaba su vida. Su vida tuvo momentos sagrados para él, momentos en que el mundo tenía cierta comprensión elevada, la palabra, los mitos, las sedas orientales, los barcos de vela, los sueños, la epítasis, los algoritmos, las cadenas de nucleótidos, el mundo era real e irreal, material y espiritual y él gozaba hasta de su cuerpo, lo lavaba, lo peinaba, planchaba sus trajes, lo perfumaba, lo paseaba. Fue un tiempo, a estas alturas idílico. Nunca podía creer que las cosas que había leído en otros de crisis de identidad, de reconversión de la pequeña historia, de la memoria maldita que mostraba el fracaso de una vida, pudiera tener tal fuerza, tal momento desgraciado como el que estaba viviendo su civilización. No había sido nada. No era nada. Tampoco es que le hubiera resultado muy difícil averiguarlo entonces, en la era feliz. Su vida había sido una creencia en sí mismo, pero con un sentido enemigo, con esa alma oscura que atormenta a los humanos, se hubiera visto en el abismo de la mediocridad, entonces, sin tener que aguardar al quebrantamiento físico para constatarlo de manera efectiva. Salió de esto, se dio cuenta que su vida había sido una mentira. Cogió una naranja y la peló del todo. Tenía que escapar del peso de las naranjas. Viajar. Buscar otros sitios, quizás en Alaska, que ahora ya no es tan frío, para disfrutar del calor humano de la amistad, de sus bares, de sus noches casi días, de la soledad, de la pátina de niebla de sus farolas encendidas, en una Naturaleza virgen que no imita al arte.
El carpintero
Esta es la historia fácil de un hombre que hizo las cosas mal toda su vida y su vida fue larga pero su historia es breve dado que el narrador de la misma es hombre activo pero de los que gusta el descanso, como todos los hombres, siempre que cuente con alguien que le facilite las cosas y las haga por él, y aunque siempre creyó que todos los hombres somos iguales, como lo creemos todos, lo cierto es que no desdeñó nunca la acción amigable de algún colaborador que lo hiciera noblemente, sin nada a cambio, por solo la amistad, panacea que incluye casi todos los actos de la vida aún los exclusivos del arte y del oficio y aún más la de los valores morales y éticos, e incluso los ociosos e inútiles, como es la Literatura. Por esto la historia es breve, que no por la vida del protagonista que lo fue duradera y según dicen, todavía goza de buena salud, aunque su vista está cansada y sus andares sean lentos y dolorosos.
Casio era carpintero, un mal carpintero aunque nunca lo supo. Tan malo que no hubo silla mantuviera bien sentado a ninguno que la comprara, ni aparador que sostuviera, por no decir la cama donde los sufrientes, aparte de la sonoridad chirriante, más de uno cayó al suelo de manera increíble y luego se dobló como regla articulada de carpintero y a modo de tenazas lo masculló dolorosamente. Sus camas eran articuladas y artríticas, dolorosas. Nadie descansó bien en ellas. También hizo puertas que no cerraban, con la fortuna que sus compradores adjudicaron el atascamiento a la humedad imperante de todos los pueblos del mundo y no al mal oficio de Casio. Algunas de sus obras todavía quedan anónimamente, se me viene a la memoria la de un dormitorio de cierto pintor importante, donde resulta obvio que la silla no sentaba y la cama levitaba como un barco. Si no fue y no lo fue por la edad, lo sería su viejo maestro, pero la autoría casiana es evidente. Toda la vida haciendo mal las cosas y nadie se lo dijo, también es cierto que no todas las cosas salieron tan mal de su taller, contaba con buenos oficiales que hicieron algunos muebles de manera algo pasable. Pero si él, como maestro, daba el toque final la cosas perdían tornillos, masas, brillo, o simples detalles estéticos irregulares y arbitrarios, Cómo sería la cosa que algunos críticos a su obra lo tuvieron por escultor, algunas de sus sillas acabó en los museos y en las grandes muestras donde se ven obras disparatadas, figurando su nombre como un insigne artista de la vanguardia, donde sus obras, además de la asimetría y la sinrazón, cuando no el esperpento, llevaban ínclitas un mensaje que los críticos del arte parodiaban hasta el absurdo. Carpintero - escultor, a él le gustaba le tomaran por artista, es más como tal adquirió cierto renombre y lo más millonarios de los compradores presumían en sus salones de tener un Casio, aunque las visitas acabaran por los suelos si tenían la valentía de sentarse en una de sus sillas, que no solo cojeaban, raspaban, pinchaban y hacían daño a la vista, eran sillas imposibles, mesas imposibles, marcos imposibles, todos salidos de sus manos que tenían el secreto de lo imposible, como dijeron de él los encomiásticos.
Años y años sin que nadie le dijera eres muy malo, no has hecho nada bien, ni la madera, ni el barniz, ni el encolado, ni los clavos ni los remaches, todo un mal absoluto. No sabes cortar, unir, doblar, serrar, agujerear, encolar, brocar, nada, lo tuyo es un desastre. Ni siquiera su mujer, las mujeres suelen ser veraces por momentos y les cantan a los hombres las verdades con valentía discutidora. Su mujer lo adoraba, sus hijos también, sus trabajadores lo mismo. Su nombre y fama había llegado a los museos más importantes del mundo. No fue luego carpintero, acabó como escultor y su obra tuvo tal importancia que su vida fue regalada, acabó millonario y es sabido que los millonarios todo lo hacen bien, son incorregibles. Nadie puede contra el dinero y menos la razón.
En otros oficios, como el de narrador, en la mente de un hombre puede venir una ráfaga de sensatez y decirse me parece que me he equivocado y se pone a corregir su obra si ello es posible. Pero cuando la vida te da éxito es difícil que el hombre vaya en contra de su trabajo, la gente lo lleva en volandas aunque sea una mentira. Y esto le pasó al incorregible Casio, por cierto tiene nombre de reloj, aunque el mundo del reloj ha hecho probaturas irracionales jamás encumbró al reloj que atrasa ni puso de moda ningún reloj imposible, quitando los relojes blandos que por ahí va esta breve historia.
La catedral
Esto no es una historia, es una trola tan grande como una Catedral, dice ser la historia de un hombre, pero resulta increíble y nunca pudo ser verdad, por más que se empeñe el narrador, que une, a su voluntad gozosa en el descanso, su afición a mentir, pues cree que nadie lo lee y así se puede contar lo que sea, sin que le saquen de su pacífico goce: no hacer nada. Se trata de Justo, un hombre de un pueblo de Madrid, nacido en Mejorada del Campo, no confundir con Mejorada a secas de Toledo, que es tierra de zorreros, al lado de Talavera. Había sido seminarista antes de la guerra y del seminario lo echaron cuando cogió la tuberculosis, llamada entonces la peste blanca por la facilidad que tenía de llevarse a la gente al otro mundo y el color de los fluidos que sacaba a los contritos pulmones de sus victimas. La leyenda cuenta que los tuberculosos son algo salidillos, pues afecta tremendamente a las ansias de erotismo de los enfermos. Legend data.
El hombre volvió a su pueblo a trabajar y vivir del campo, como Dios manda, pero en aquellos tiempos también mandaban los revolucionarios, que nunca nos falten, y a poco se lo llevaron al otro mundo, salvado porque- hay que tener amigos hasta en el infierno- tenía parientes entre los miembros del Comité que mandaba sumariamente sobre la vida y la hacienda de los hombres creyentes. Se salvó el justo para deleite del alma y el hombre en agradecimiento quiso levantar, ni más ni menos que una Catedral con sus dos manos. Esto es una mentira, pues nadie puede levantar una Catedral con sus manos, sin más ayuda que su voluntad y el amor de su generosa madre que le inculcó un espíritu religioso de los que ya no se llevan, una fe poderosa capaz de levantar catedrales, un espíritu aguerrido que levanta torres, capiteles, coros, escaleras, vidrieras y luminosamente enseña que el hombre cuando quiere puede. Siglos duraron construir catedrales a los hombres de la Iglesia y fueron muchos los que trabajaron en ello y los dineros y materiales puestos, algunas todavía sin terminar, con las torres medio partidas de la hermosísima Catedral de Granada, que nadie ha podido rematar.
Justo aprovechó las tierras que había heredado, para dedicarle ni más ni menos que cuatro mil metros para la elevación de su Catedral a la Virgen del Pilar, patrona de España. España es tierra de vírgenes y de hombres justos. Aprovechó las fabricas cercanas para usar los ladrillos defectuosos, los fangos, las tierras arcillosas, los vidrios, los bidones de gasolina, cualquier cosa sirvió a su obra de arte. Un afamado pintor madrileño le ayudó con sus magníficos frescos, todavía palpitantes. Las vidrieras recuerdan a Matisse. Las escalinatas son grandiosas, que el mismísimo Rafael pintaría, aunque la obra se acerca más a Picasso y a Dalí que a los grandes clásicos. Está en la Avenida de Gaudí de Mejorada del Campo no por casualidad, sino magnífica relación. La utilización de materiales recuperados es imaginativa y artística cien por cien. Seguramente es la obra más colosal que se ha construido en el siglo XX. Aún pendientes de cubrir sus bóvedas inmensas, geniales y terminar el acabado de sus suelos. Un polvo blanco llena las estancias, la luz también acompaña y sobre todo la grandeza del alma humana, la oración ferviente de un hombre religioso. Colosal. Es una obra que pide a gritos la colaboración de un buen arquitecto que la remate y la disponga para el culto. El peligro es que haya tanta fe en los demás hombres y acabe por ser derribada como el gran sueño de un pobre soñador, como si las grandes cosas no fueran sobre todo el sueño de un soñador. Con una poquita de ayuda, aunque sea al final, la obra estaría conclusa y digna, pero la espada de Damocles pende sobre ella, dudo mucho que perdure, no hay voluntad, no hay fe.
Pero como es imposible que un hombre siga construyendo una Catedral con más de noventa años, digamos que es un cuento. Un cuento increíble. El indolente narrador se ha pasado dos pueblos, el de Mejorada de Toledo y el del Campo.
Bragelón, una doble vida
Esta es la historia de un hombre excepcional; yo creo que la verdadera historia es la de los hombres excepcionales, que se nos cuenta a través de todos los tiempos de la humanidad y nos hacen estremecer, admirar, sorprender con unos seres que fueron tan comunes como nosotros pero que ya, desde niños y mozalbetes, tenían cosas especiales, distintas a los comunes, y llevaron a los hombres a descubrir paisajes nuevos, arrebatadores o a los otros caminos ominosos y perversos, pues en esto lo son tanto para el bien como para el mal, las dos cosas sustentan la vida, desde los animales al hombre, pasando por los homínidos, criaturas por otra parte sorprendentes pues se parecían mucho a nosotros aunque estén olvidados y lañados en los genes que aún perduran. A mí me sorprendió que Alejandro Magno llorara copiosamente cuando con veinte años se dolía de que no había conquistado nada a su edad ( le parecía que ya era un viejo y todavía no había hecho nada; y quizás estaba en lo cierto, a los veinte años ya debiera haber conquistado las tierras de Asia, incluida India, de los pocos que se apararon en ella y la civilizó en cierto modo dejando sobre sus tierras hermosos pueblos que todavía nos quedan del mundo helénico, pues Alejandro más que un conquistador fue un cultivador, llevó la civilización del mundo griego más allá de lo imaginable, fecundó de Grecia los pueblos anquilosados asiáticos, propensos al adorno y no a la sustancia, al lujo y no al equilibrio, al amontonamiento y no a la razón y medida del buen gusto.
El hombre de este cuento no era Alejandro ni lo fue antes. Todos los hombres tenemos algo de lo que fuimos en vidas anteriores, si por vidas anteriores entendemos a las vivencias de nuestros antepasados que en cierto modo heredamos, aunque de manera imperceptible en nuestro mundo interno. Un ejemplo muy llamativo en la historia de esto que digo son los gemelos, criaturas idénticas genéticamente que se unieron para conquistar grandes cosas pero casi siempre acabaron mal la historia pues uno de ellos alzose sobre el otro y acabó matándolo para quedar como único e insolente dueño del mundo, o lo ocultó y puso máscara para borrar su rastro y no opusiera sombra a los rayos de su sol. Somos casi gemelos de alguno de nuestros antepasados, pero lo somos calladamente sin darnos cuenta, independientes y solaces, más distantes que nadie en la vida. La gran diferencia de Bragelón con los demás hombres es que él sí sabía su otra vida, lo supo siempre, de modo que desde niño buscaba y se regocijaba con las cosas aprendidas en su vida anterior, pero no para seguirlas sino para llevarse a sí mismo la contraria y disfrutar. Si entonces quiso ser militar, ahora no quería serlo nunca, odiaba el militarismo, fue civil hasta el tuétano y se hizo abogado pues creía, falsamente, que serlo era lo contrario a ser militar, aunque nunca dejó de ser un cateto cívico-militar. Bragelón vivía la vida en paralelo, enfrente de una vía estaba la opuesta, talmente igual, en la misma dirección, pero inalcanzable la una de la otra y más la pasada que la actual. Es más, el paralelismo lo fabricaba desde niño pues a cada circunstancia actual de su vida imaginaba lo mismo en aquellos otros tiempos. Si en la otra vida fue un don Juan de vía estrecha, de esos que aman locamente a una mujer imposible, en la intimidad y como con vergüenza, en la vida real lo hacía a su modo, de manera descarada siendo desde mozo espontáneo y activo ante el amor. Pese a lo hermético de su creencia cuando niño cometió algunos errores, uno de los peores fue decirles a sus padres detalles de su pasado, pero pronto aprendió que eso eran cosas que nunca debía decir ni los demás saber, pues le tomaron por loco y no lo era, ni lo fue en su otra vida. Ahora ya no era tímido ni soñador, la vida le ofrecía la oportunidad de cambiar de verdad. Muchos pensamos que nuestra vida cambia cuando las cosas cambian, él supo siempre que la vida cambia cuando nosotros cambiamos, las cosas son neutrales, fácilmente domables si nosotros las sometemos a nuestro yo.
A veces fue el espectador de su vida; se sentaba calladamente frente a sus pensamientos y disfrutaba con la oportunidad de revivir de modo distinto circunstancias muy parecidas. Por lo demás su vida era muy corriente, casi anónima y esto es lo que más gustaba ahora. No quería hacer amistades de esas que ayudan a subir en la vida y acomodan, o alegran, con sus fiestas y cariño. No quería honores ni lazos ni medallas, nada pedía a la vida para ser feliz, no quería siquiera una buena situación social, huía de ellas, había sufrido en su otra vida por esas cosas. Tampoco quería las honduras teológicas, aprendió pronto que si la vida es misteriosa, basta con eso, la vida es incomprensible, como dicen los físicos, todo vibra, todo reposa, todo cambia, pero más allá de eso es divagar en la ignorancia. Solo le parecía digno de sorprenderse con el azar, le gustaba el juego, lo caprichoso del Universo, el mundo de la paradoja, porque eso no puede ser resuelto por el hombre por salirse de sus cálculos. Trabajaba con gusto en su despacho y resolvía ciertos problemas que le llegaban de modo profesional y honrado, ganaba más que muchos con sus pleitos y legajos, pero también le gustaba parar. No hacer nada. Disfrutar de las tonterías que cometió en su pasado y ahora no las hacía. En su pasado se pasaba trabajando más de lo exigible e incluso procuraba esmerarse en las artes plásticas, como si la vida no tuviera objetivo si no se dejaba todas sus fuerzas en sacar partido a su inteligencia. Ahora, se regodeaba con ello, como esos malos amigos que disfrutan con los errores ajenos y se ven por encima de las debilidades de sus amigotes ( amigote, palabra que bien define a los malos amigos)
Recordaba su nombre, su estatura y su rostro, por cierto en nada parecido al de ahora, pues primeramente fue rubio como un alemán, de esos cuasi ángeles europeos y ahora era moreno y de pelo rizado, en ningún caso feo, siempre tuvo una mujer enamoradiza aunque con resultados opuestos, entonces sufrió ahora gozó doblemente, casi vengativamente. De aquellos tiempos antiguos, padres, familia, amigos, vecinos siempre fueron nebulosa, lo único cierto era su yo, perfectamente recordado, más en las intenciones del corazón que en los propios hechos. Se podría haber dicho " esto lo hubiera sentido así" pero nunca se lo dijo, lo suyo era clarísimo " esto lo hice yo así".
Y así quedó. No sé que fue de él, nada se supo: estaba ocupado en ocultarse, en no ser nada brillante ni público, un abogado del montón que ganaba dinero y no aspiraba más, ni siquiera a la política, sus ideas venían de vuelta, sus sentimientos también, sus aspiraciones eran ocultarse, disfrutar de sí mismo. Así lo dejé un día que me contó su historia, que me pareció una locura, un caso de doble personalidad.
Estilo y sustancia
¿ No tiene el lector alguna vez la sensación de que siendo él mismo y no otro parece como si viviera siendo otro? Me voy a explicar, que mi Literatura raconea con los modismos y, en lugar de la perifrástica Academia, no limpia no pule ni da esplendor, sino que oscurece como el vulgo, con su lenguaje ininteligible (¡cuándo aprenderemos los escritores que nuestro oficio es aclararnos y que nos entiendan todos!) Decía al principio que me pasa muchas veces que sé vivo la vida como si la viviera en otro, en un ser distinto que hace y dice cosas que no son las mías exactamente y se lo preguntaba al lector, como la letrilla de la canción " que no soy yo, que ése no soy yo". Ni en en el fondo ni en las formas. y lo digo a propósito, no nos conocemos pero nos intuimos, tenemos siempre delante la verdad objetivo de que somos otro ser, el hombre es borrado por el mundo que amontona cosas falsas y verdaderas sobre el ser humano y le hace decir y hacer cosas no sentidas auténticamente por el hombre. Homo lupus homini, lo devora, lame, traga y al final lo escupe. La especie nos arrebata, nos aniquila. Pero antes, las palabras, como los jugos gástricos de las arañas, nos embadurnan con sus líquidos gelatinosos y corroen los significados más elementales y creíbles, nos preparan para ser desayuno de los más enigmáticos personajes. Como decían los antiguos marxistas, nos alienan.
Cuando alguien, como yo, tiene mucho tiempo para pensar en uno mismo siente la necesidad del auto rescate, sacar el yo intrínseco del que no soy, borrar los pintarrajos que los demás han hecho en mi retrato con sus falsedades e historietas y sacar el yo auténtico, a manera del poeta que divaga por su yo interior en busca de sí mismo, que casi siempre es un tiempo perdido. Hay en el dicho popular un ejemplo significativo, lo popular y español ha creado dos tipos literarios-filosóficos exactos, el refrán y las frases hechas: " dar un golpe en la mesa" , <bang on the table.> ,así, de golpe, disipar la niebla que nos oculta la verdad de ser nosotros. Pero un ejercicio de limpieza siempre quiere ahondar en lo más profundo e intrínseco y aquí nos equivocamos todos: no son las cosas intrínsecas y sustanciales las que nos liberan, sino los modos. Los modos, que nos equivocan, nos liberan también. Luego, el ejercicio de catarsis de uno mismo es menos duro y cruel de lo que entendemos vulgarmente, la vulgaridad es el peor de los enemigos, pues nos aniquila; las formas son esenciales, la medida corrige, la razón nos encuentra. Somos más auténticos cuando más nos parecemos a nosotros mismos y más de acuerdo estamos con nuestros pensamientos y nuestros sentimientos. Como decían los románticos, que alguna vez decían verdad, los modos son las modas. Actualicémonos.
El personaje de este cuento, no podía tener otro nombre, se llama José María, un raro andaluz que siempre se tuvo por ser más inglés que español, por más frío que caliente, enemigo del folklore y el canturreo, tímido, introspectivo, fabulador, amigo del deporte pero desde dentro, no en la práctica, desde la competición y no el ejercicio: de niño jugaba a la pelota y hacía competiciones consigo mismo dando nombre de países a cada lance contra la pared de su patio y queriendo que ganara uno, no siempre España, aunque sufría algo porque, al azar, resultaba ganador quien él quería perdedor, Rusia por ejemplo. En aquellos tiempos de niño era más auténtico en todo que luego, cuando el formalismo, la imposición, los otros se adueñaron de sus palabras, sus vestidos, sus sentimientos; en cierto modo lo salvó su carácter solitario; los amigos nos llevan no solo a los bares que no nos gustan sino a las ideas que tampoco, nos llenan del todo y aunque a veces nos rebelamos, cuando son más, acaban por apabullarnos mostrándonos la puerta. Fuera hace mucho frío. El temor a la soledad nos hace estar vivos aunque lo sea contrariando nuestro ser.
José María, nunca la entendió del todo, llegó a la vejez y fue en la vejez cuando empezó a rescatar a su juventud. En primer lugar se dio cuenta que lo que se dice amigos no tuvo alguno. Él que era fiel hasta el aburrimiento, se encontró solo, su teléfono no sonaba, solo y en familia, pero ésta, que a veces lo necesitaba para colgar un cuadro o arreglar un grifo, tampoco lo trataba con la solemnidad y el respeto que otros hombres consiguen en la vida. Él lo achacaba a sus bromas, les gastaba bromas sin parar y los bromistas nunca se toman en serio. Puede ser. Fue en esta soledad cuando descubrió la trama que la vida traza sobre los hombres, la red del mundo que llama profundo lo que no es y superficial a lo que tampoco. Y entonces empezó un cambio radical, Al principio fue ordenar su vestimenta, tirar la ropa que nunca se ponía, disponer camisas, pantalones y trajes con esmero alineado. Luego, lo fue hacerse más serio e inquisitivo, no tolerar componendas y exponer su verdad a secas, aún con su familia; pero más lo fue hacerse una panorámica real de su puesto en el mundo, no hacerse ilusiones con su trabajo literario, que aunque ya había pasado del odio que sentía de siempre a ser un simple aficionado ( desde un primer momento se sintió escritor enteramente profesional) ya, más tarde, entendió que el campo de la afición es ancho y menos traumático, que ser aficionado a cualquier cosa no exige sino complace y que solo son profesionales aquellos a los que la gente entiende por tales y pagan por sus obras. En esta vida no se regala nada, quienes regalamos mal vendemos, nos arruinamos y si no ganamos llamémonos cualquier cosa menos profesionales. Estando en este iter, avanzó, llegó a más, llegó a entender que si cambiaba su estilo de vida, que si se refinaba y no dejaba pasar los pequeños detalles, como se hace en las obras literarias, la vida nos cambia. La vida, la auténtica, la natural nos está exigiendo que sepamos mostrarnos con cierto estilo. Las lágrimas, poéticas y bellamente físicas, que vienen del caudal de alma, necesitan aflorar en mundo cultivado y genial, en otro mundo. Y lo harán de verdad entonces, saldrán puras, cuando nos encuentren.
Historia de un euro
Queparleque no era un dios inca sino un vicio literario, mi vicio de repetir adverbios en modo, adverbios temporales, coletillas como " y me", un vicio de los llamados nefandos, algo que hacemos sin querer, cuando nadie nos ve, frases como " la verdad es que" al hablar o los abridores de espacio "je pense, je croi..." de los franceses. Fue mi vicio de estilo que rebajó mi nota de diez por un cuento que escribí a los diez años, " Historia de un duro".
Esta es la historia de un duro, que un día cayó debajo de un árbol en una ciudad lejana y quedó oculto en la marquesina rota.
" Caí al suelo, silenciosamente, en un descuido de mi dueño que salía de su coche eléctrico. Los coches pasaban y dejaban ruido en ciclos de intemperancia, arrancando y parando, menos los sibilinos eléctricos que pasaban sin ruido y brillaban como juguetes; los coches eléctricos no son coches de verdad, no huelen a coche, no hacen ruido y se deben parar, seguro, cuando se quedan sin pilas. Son sucedáneos de coche. Un buen coche ha de contaminar, oler a gasolina y pararse en seco; el sucedáneo solo pasa sencillamente por la ciudad, no se atreve del todo con una carretera larga, como todo buen coche, contamina con silencio como la muerte. La vida es ruidosa, como un buen coche y una hermosa mujer de las que se dejan.
- Estando así, me vio un mendigo y al reconocerme se alegró lo indecible, un cielo inmenso se abrió en su cara, brillaron sus ojos, sus manos sucias me cogieron temblonas, le hice hasta daño, me llevó a una panadería y me cambió por pan.
- La panadera me dio como vuelta a una viejecita que lo metió en su monedero. De ahí pasé a una tienda de juguetes donde la vieja compró un juguete de colores, de los más pequeños, de esos que solo ilusionan a las personas mayores, que no a su nieto, como regalo de cumpleaños. El pequeño recibió el regalo con alegría, por ser regalo, y con desilusión porque no le gustaba. Él quería un tambor de aquellos hechos con vejiga de cerdo. Pero la abuelita, como todas las viejas, tenía buen oído para los ruidos. Jamás le compraría un tambor a su nieto.
- El juguetero me dio de cambio a un niño rico que fue a por cromos de futbolistas, con su paga de veinticinco pesetas de un billete azul . El mismo niño, con la vuelta, fue al estanco y compró una cajetilla de tabaco rubio, de los que huelen a canela y pan de higo, con un camello pintado que anunciaba Camel. Tiempos de libertad masticable, no teorética, de verdad, donde no estaba prohibido casi nada, aunque no lo pareciera. No estaba prohibido fumar en el trabajo, los médicos fumaban en las consultas, no se ataba a los conductores en los coches, se podía trasnochar sin peligro de atracos, conducir casi bebido, se podía todo. Los niños también fumaban y compraban cigarrillos en los estancos o cigarrillos sueltos a las puesteras que los vendían, de uno en uno, junto a los caramelos y las pipas. Los niños era poderosos, también lo podían todo. También ir a comprar, a las buenas droguerías del centro, clorato y azufre para fabricar sus petardos. Una explosión instantánea rompía el ladrillo que habían pisoteado. La detonación inmensa sonaba en el patio. ¿ Qué ha sido eso?.
- El estanquero me dio como cambio a una libra de tabaco de labor, la picadura más pobre que compró un avaro, un hombre miserable que me retuvo días y días, entre las muchas monedas que tenía en una caja de galletas antiguas, de las que todavía tenían polvillo de las galletas. Pasaron horas, días, meses y hubieran pasado años si mi dueño no hubiera muerto por fumar y sus herederos se precipitaran a por la caja de galletas. Parece mentira lo poco que duran las cosas de un avaro cuando muere y lo alegres que se van sus riquezas a sus herederos que están deseando gastarlas, a la menor ocasión. A la menor ocasión una de su herederas, una sobrina rubia, hermosísima, de grande corazón y labios gruesos, que, a diferencia de su tío, se conmiseraba de los pobres, me dio a un pobre en la puerta de la Iglesia y el pobre me recibió con aparente indiferencia, los pobres que piden limosna son profesionales y consideran las limosnas como el pago de su trabajo, nadie se alegra demasiado al recibir la paga, porque es cosa debida y suele ser escasa. Al instante el pobre desapareció esa tarde. Se fue directo a la taberna y me cambió por un cartón de vino blanco. Los pobres callejeros bebían vino blanco, vino peleón, que es el que gusta a los que les gusta el vino, todos saben que el vino tinto está hecho de polvos y es pura química. Vino blanco, rubio y transparente como las uvas. El tabernero a su vez me dio a otros y otros me dieron a otros, fui llevado por todas las escalas sociales posibles, a decir verdad fui y vine más veces a las tabernas, repetidamente, estando en España, sin que nada cambiara mi fisonomía redonda, brillante y dura, así pude conocer a muchas vidas hasta caer y perderme otra vez en el suelo de la ciudad. Duré muy poco en el suelo, otras manos me encontraron y vuelta a empezar el ciclo de mi vida. Como valgo muy poco la alegría de encontrarme fue efímera, me pudo ver cualquiera de los paseantes, esta vez no fue un mendigo, los mendigos no pasean, están casi siempre ocupados en ocupar bancos y escaleras. Casi nadie encuentra dinero por los suelos. Si acaso céntimos, las gentes no los recogen aunque brillen nuevos, se gastan más calorías en agacharse a cogerlas que lo que valen. "
Decía el sabio profesor de niños que nos pidió le inventáramos un cuento: " Cuando yo veo una peseta en el suelo la dejo, no merece la pena agacharse para coger calderilla", lo que luego sirvió de inspiración, a mi subconsciente de escritor, para crear mi cuento. ¿ Lo decía de verdad el profesor o presumía de ello, sabiendo lo poco que ganaban los sabios profesores en aquella época?
El cuento de la paz
La paz tiene buena prensa, pero la guerra resulta mucho más interesante literariamente. La paz es necesaria para el progreso de la humanidad, pero la guerra es mucho más rica en situaciones, en trabajos e incluso en la superación tanto científica como humana de las gentes. Mientras la paz puede ser el hervidero y la levadura de nuevas guerras, la guerra es el cultivo de la paz más imprescindible. Ante la paz hay cierta atonía del alma; en la guerra la tensión, la irracionalidad de la misma, convergen a buscar la paz a toda costa tanto del vencedor, que en la paz descansa, como del perdedor que en la paz puede sobrevivir y rearmarse.
Pero qué es la paz, además de no ser la guerra. ¿Hay paz en medio de una guerra, hay guerra incluso en los interludios pacíficos? ¿Hubo alguna vez paz entre los hombres? Muchas preguntas para un solo dilema: o guerra o paz. Son excluyentes. La guerra es tan ruidosa desde siempre que basta acercarse a su escenario para decirnos “esto es la guerra”; sin embargo en la calma chicha de la paz casi nunca podremos decir “esto es la paz”, creo que no se ha dicho nunca, porque casi nunca la hubo. Paz no, hay silencio. Silencio de tambores y de cañones; silencio de montañas y de valles, de grandes surcos verdes por donde fluyen los ríos y el horizonte es lejano y bellísimo bajo el fulgor de la luz solar y las sombras de las nubes, la Naturaleza resulta pacífica y honrada, veraz y luminosa, grandiosa y liberadora. Los cielos incluso, a tantos miles de años-luz, parecen pacíficos, sin achuchones, sin corrientes, sin movimiento apenas. Resulta una armonía universal hermosamente pausada, sutil y poderosa al tiempo: nada hay más bello que la paz de los cielos. La verdad es un caos recompuesto, un hacer y deshacer continuo, un equilibrio bajo el principio universal de la contingencia, un eterno bullir de la materia en busca del espacio: la colosal guerra de las partículas por resultar vencedoras. Todo lo existente quiere conseguir su paz, su dominio, su sitio en el mundo para gozar la vida. La paz es una conquista por más que quisiéramos vestirla de entidad espiritual, de Ser, de divinidad que nos ayude a soportar la vida. Nosotros mismos a nivel microscópico y aún menor, somos una guerra de células contra invasores, contra células rebeldes, contra venenos y enemigos íntimos y contra el mal funcionamiento de nuestros órganos. Nuestra paz es la victoria diaria por la vida. Nuestra lucha nunca puede acabar si no queremos perecer y darnos pacíficamente a la muerte.
Pero todos los hombres grandes, aquellos que quisieron lo mejor para los otros hombres, siempre fueron buscadores de la paz. La paz maravilla a los guerreros, no sólo por el descanso, sino porque, tras la experiencia de los horrores de la guerra, quieren en paz ver cumplidas sus vidas en aquello por lo que vale la pena vivir, el amor incluido.
Don Quijote en el Toboso
" En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor."
¡ Ay, galgo corredor, quién fuera tú! y quién mandara hacerme a mí tal fechoría de hablar y hablar de cosas que no me interesan, que más quiero yo no acordar de ellas, que referirlas en un libro gordo y con tan poca sustancia como el mío. Flaqueza humana que quiere la gloria y la honra, tan todas juntas como en mal guiso, para un poco salir adelante, otro más no quedar rezagado y las más para apurar las horas de tedio y soledad leyéndose a uno, que es como mirarse en un espejo y ver la fealdad que el tiempo nos pone en el rostro. Asín se vean todos aquellos que mal me hicieron con sus riquezas, con sus regalos y sus ofensas, que en esta vida yo soy el verdadero Quijote mío y a mi pesar los sueños fueron fortuna, cuando de mí fueron aborrecidos y sólo me importaron los dineros que se cuentan y suenan, que no yo a ellos. Que bien distinto comienza mi librico y no del ditirambo en una poesía famélica como lo quise empezar, pues que en la prosa fina hay belleza regalada, menos presuntuosa y grosera como la poesía desmedida, un arte inútil, más cosa de Sancho y sus golosinas de cerdo que todos los gongorinos mal nacidos, Y no la mía, novela que será ejemplar pues servirá para alejar de la mala literatura a todos los soñadores. Aunque a decir verdad cuando lo hice en poesía no se quedó del todo mal, si los lectores y autores supieren leer por dentro de las palabras, y las conjunciones de una mente fuerte y mía, Dios la conserve, que aun no me flaquean las palabras, pero sí la memoria. A estos mis cincuenta años todo se olvida y se me confunde lo actual y para mí Quijote, Sanchico y Dulcinea son mis hijos más nuevos y regalados, que he llevado en mis carnes en tan fieros lugares de las guerras y los más fieros del comercio y la haciendas reales, sin descontar la codicia femenina, de la que hay que librarse, desde la juventud a la muerte.
Hoy no quiero pasar de aquí, mañana lo seguiré al modo corrido, que es el mío, pues que mi razón no la pierdo nunca, no la perdí extranjero, ni embarcado, ni aunque se me diera por muerto sufrí más allá de lo que son heridas, que mi mente no la nubla un cielo tormentoso ni un viento malhumorado. Solamente una mujer desbocada me hace perder mis razones o un bravucón que no respete a la insigne persona del más grande de los escritores de hoy y de los que vengan, pese a la envidia y el denuedo con que soy vituperado por aquellos cercanos. Esta venganza mía tendrá mis letras, viajará por los escenarios y será más leída que libro alguno; y puesto que se burlan de mi ciencia y la falta de usos salmantinos, será en un tono burlón como veré la Gloria y con lenguaje llano de pucheros y de holgadazas comeré en los palacios y cuanto más se venda y más riquezas halle más reiré luego. Aunque a veces desmaye en esta soledad, sin amigos, sin gloria apenas, pues no llegó nada de lo que esperaba, aunque diestro sí que soy en unir palabras y conjuntar oraciones. Hablando de oraciones suenan las nonas y ya la poca luz de la cera daña mi vista, hoy reposaré tan pronto me halle un buen cobijo; que mañana, pleno de Abril del Madrid jacandoso el ánimo será otro para seguir un cuento y pagar mi posada, que el librero apura y manda a su Sancho por los manuscritos, cuando ya dije van para dos tomos al menos de lo que traigo en cuenta. Ya se me ha muerto dos veces mi Quijote, según lo dijo Avellaneda, único hombre de letras con quien me llevo bien, en nada envidioso y buen oidor, en quien he podido confiar alguna cosa sin que me atropelle mis razones o vuelque mis pensamientos luego en otros escritos sin nombrarme, como hicieron los otros que ahora presumen de ingenio y son más flacos de ello que Rocinante. Los años se echan en mi persona, por mi vida maltratada, mezclo las cosas. Olvido. Me flaquean las carnes y se apaga mi espíritu, mejor dormir ahora y seguir mañana, que no quedar con la mente rota y la noche toledana por manta y sueño...
-¡Eh, eh! no hagan vuesas mercedes arrastramientos, ni ruidos de ninguna clase, duerme nuestro buen hombre, siéndome yo para ello como cuidador suyo, pese a haber sido muerto por él dos veces y tratarme de loco y pendenciero en sus escritos, que a fe mía en mi vida nadie me trató así, con ello muero de espíritu al verme loco a como fui de verdad. Nosotros somos cofrades de esta Santa Compaña y estamos en su entorno, que la fortuna nos ha juntado por muertos en la posada, sin que sepamos la vuelta a nuestras casas, junto a este buen hombre de letras, que es mentiroso y hablador, y aunque en buena prosa escribe, en buena prosa falta a la verdad.
-Son muchas las veces que le he dicho a su alma que yo era de El Toboso, ciudad que él dice de una tal Dulcinea, mujer de la que no supe nunca y que es su cuento. Mala tiene que estar la cabeza de este hombre sabio, por las guerras, las hambres o la soberbia, cuando inventa historias que son tan falsas, tomadas de ánimos verdaderos y del maldecir de un criado mío moro que eché. Dice que no quiere acordarse de El Toboso, ciudad que, si es manchega, por toledana, tiene menos mancha que la que dice ser mi hacienda. Yo era hombre soltero y trabajador, de los campos que me dejó mi padre y venía a Madrid, a esta calle de Toledo, por los mejores cordeles y avíos del mundo, y estando en fonda quedé muerto, juntándome a este cura antiguo, que murió de fiebres, al bachiller herido por un rufián, la servidora Aldonza, añadiendo que yo tuviera apetencia de ella y la he conocido espíritu y a todos vosotros, muchos. Todo lo cambia por ser hombre de letras, y aunque algo de encantamiento hay y de hidalguía, no le vendría mal comedimiento en lengua ajustarse a verdad, por no difamar de Alonso Quijano, que añade a su mala conciencia, pues que me dará mucha fama de ser tuerto de cabeza, y tener por escudero a mi cuñado Sancho, manchego que nunca salió de su pueblo.
El maestro catalán
Los cerros, en ese tiempo del verano, a la hora del mediodía, parecían mulas cargadas de sacos rojos, brillaban en sus piedras y buscaban las cortas sombras de los almendros, la fugitiva luz de los llanos delante de las puertas de los cortijos, el claro ventar de las eras, la baja profundidad de las cañadas, el paso corto, cada día más corto, del agua en el arroyo. Sonaba la ancha soledad de Andalucía, la gran llanura que termina en sus montañas, las piedras amontonadas, el semblante cortijero de la Sierra baja, seguida a las montañas de nieves escondidas, resaltada la voz inmensa del cristal o la frialdad de su alma, venía Jorge a su escuela, chiquita escuela cerrada en este tiempo, con alguna ilusión, también el miedo de quedarse solo, la soledad la sueñan los mundanos, la aturden los insectos achicharrados y la cantan los poetas, aquellos que siempre mueren en las manos asesinas cuando no matan, pero un simple maestro de escuela no aspira a tanto, siempre le gustó quedarse en medio del Arte y de la Literatura, en medio de la pobreza y de la abundancia, de la juventud y de la vejez, era joven, sabía sacar sonido a su flauta amorosa y cantaba a una novia, perdida en el tráfago de Barcelona. Huída, como en un paseo del puerto, alegre muchacha que le miraba como apoyada en un alféizar, entre postigos abiertos. Se peinaba como las antiguas mujeres de las fotos de sepia, como ellas gustaba los tacones altos y las vestiduras bajas. Llevar medias era para ella tan gozoso como para su madre y sus tías. Reía, lo necesitaba, se quedó pensativa en la estación, tan lejos partía, con poco atuendo, sus manos también le saludaban. Ahora, ya era muy tarde para pensar en nada. Una plaza de maestro es una plaza, aunque sea interina, la vida es difícil para todos y hay que aprovechar las oportunidades. Hoy había quedado con el alcalde, para ponerlo todo a punto. Empezaría con las recuperaciones ya. El tiempo no se compadece. Nunca se sabe cómo termina todo.
Cirio, el hombre desnudo
Hace muchos años, yo diría más de mil, muchos más que diez mil, más incluso, los rostros de los hombres señalaban los mismos sentimientos que los de ahora, éramos casi iguales físicamente pero, entonces, el hombre estaba desnudo. La desnudez no descubrió la vestimenta, antes nunca hubo para ella hombres desnudos, simplemente había hombres. El hombre es el único ser que nace y sigue luego desnudo. Cuando el hombre se vistió sí encontró que lo otro, desnudarse, puede ser poético y excitante.
Me llamo Cirio y tengo el vicio de desnudarme en público. Ya sabía yo de este vicio cuando soñaba que iba desnudo por el mundo, a veces sentía vergüenza pero las más era una fatalidad acostumbrada, era mi vicio soñador. También he soñado volar, pero todavía no me ha dado por subirme a un cerro y tirarme para volar, seguramente esto no lo podría repetir. Por el vicio de desnudarme me han insultado, se han reído, me han multado, he acabado en la Comisaría y lo que es peor en un HPP Hospital Provincial Psiquiátrico. Los chiquillos se ríen y estas risas suyas dicen que es una corrupción y yo un pederasta, seguramente que cualquier hombre se desnuda aunque sea en el baño para lavarse, lo hacemos todos. En fin, no les cuento mi vida que es una cosa triste y yo no lo soy. Yo vivo en contra de mi vida, la oculta, la auténtica, quizás por esto me desnudo, para encontrar mi vida, la que siempre fue diferente a la de afuera.
La Naturaleza, que tiene buena fama entre nosotros, también tiene el vicio de vestir a sus criaturas, de modo que las vestimentas suelen ser más importantes que el ser que llevan dentro. Vestirse es una manera de sacar fuera lo que verdaderamente nos gusta, la apariencia; llega a ser tan importante o más que lo que llevamos dentro, los pensamientos. Al tabaco lo puedo dejar pero no a mi encendedor de oro, una de las cosas que más me gusta. Los cardenalitos, no confundir con los nobles de la Iglesia, visten orgullosos y se pavonean delante de las hembras y sus contrincantes para el amor y así las demás familias de animales y las plantas también. Pero solo cuando están desnudos son comestibles. O quizás, más que encontrar mi vida, lo que quiero es ser comido.
Quiero desnudarme de los tiempos, volver atrás del tiempo que está vistiéndome como un cardenalito para mí imperceptible, que me hace ser imagen y semejanza de otros que no lo merecen tanto, que ahoga mi yo con los viejos ropajes. Como soy un ambicioso superlativo no me conformo con cambiar a la moda, por estos tiempos nuevos vestidos de mayor libertad, tampoco quiero tanto la libertad, la libertad siempre tiene un límite en lo imprescindible, no quiero ser tan libre como lo etéreo, más bien quiero estar apretado conmigo y tener la suficiente salud de alma y de cuerpo para rechazar lo extraño, a los extraños muertos que todavía viven en nuestras majaderías. Los hombres estamos recreados por falsos dioses, por falacias del absurdo, por consignas políticas en el peor de los sentidos y por la barbarie de la costumbre. Quiero ir desnudo de idioteces, de incultura y las falacias del corazón Busco mi verdad, la que me sirve, la que alimenta mi cuerpo y lo sana de bacterias invasoras, la que no me duerme con palabras ni me hace creer que soy un dios, dueño de mi destino, la que no tiene un destino más allá de vivir, de acuerdo a mis posibilidades.
Mirando hacia atrás, sé que huyen los viejos fantasmas y parecen personajes cómicos, que nos harían reír si no fuera por la maldad que acumularon para el hombre, del sufrimiento que hicieron padecer a nuestros abuelos con sus mazmorras, a los grandes señores avasalladores, todavía vestidos de bondad y de poder, siervos de la mentira y de las buenas mesas, cuyo fracaso ontológico del pasado siglo es macabro hecho. Generaciones y generaciones perdidas, por miles de años, fracasadas, pues no se puede alcanzar mayor maldad que la del hombre reciente y sus progroms si no es en el infierno.
Hay una parte de aquel otro hombre desnudo que está unida a la materia, la materia es la cenicienta de los hombres espirituales, porque dicen que no es bella, ni merece más atención que lo oculto e inaudible. Claro, que cuando adelgaza, cuando empequeñece parece más espíritu que cosa. Por ello, los físicos cuánticos acudieron a la filosofía y los filósofos parecían al fin colmados con las teorías científicas. Ninguno de los dos sabios aciertan, pues parecen embusteros altivos, fatuidad del mundo vestido. Me refiero a esas leyes eternas del cosmos, que tantas veces nace y muere, sin fin, se expande y contrae, la eternidad que la vida encuentra y todo aquello que la persevera, la engrandece, la hace sentir feliz. No se trata de hacernos científicos, ni de vestirnos de modernidad, los ropajes viejos no son peores que el desconocimiento actual de muchas cosas, se trata de renovarnos en nuestra desnudez, de hallarnos tras la máscara, de sentirnos hombres, que es algo de lo que no debemos sentirnos ni siquiera únicos. En la Tierra convivieron dos parientes hombres, sin similitud genética, dos especies humanas, tan parecidas en casi todo, en la razón, en los vestidos, en las herramientas de las que quedamos únicamente nosotros, la otra desapareció como los dinosaurios, pero eran racionales, inteligentes, incluso religiosos, sin que hayan quedado en nuestros genes apenas un 2% y ninguno en África Sur.
No quiero ser físico, ni retraerme a tantos siglos vista, a lo mejor no tengo que salir de este siglo, para ir quitándome las viejas vestiduras, para purificarme, para encontrarme desnudo de las civilizaciones y recuperar algo de la pureza humana, que no es tan simple como nos dicen, ni tan materialista, simplemente es amante de la vida, de la vida sin condiciones.
Eugenio, un hombre nostálgico
Estando en estas lindes Eugenio, el hombre solitario, meditaba errabundantemente si era él mismo o si en su lugar otro había entrado en su alma, se la había arrebatado, y ocupaba luego todos los recónditos resortes que hacen a los hombres, hablar, oír, maldecir, buscar, entresacar, balancear, cambiar cromos, rozar las puertas, dormirse en los laureles, mirar, soñar, escribir, mal follar, recibir noticias nuevas, transplantar, maldecir de los poetas, la música, destripar lagartijas, notarse duros entre las piernas, jugar con tierra, llevarse las manos a la boca, coger el teléfono, parodiar, incordiar, suspirar, tener prisa, me cago en la mar qué bonito es este paisaje, vislumbrar, tomar apuntes, echarse un vino, no consiento que me hable así, ¿ te ha gustado?
Para Eugenio su cerebro era como el centro de un Universo, las estrellas serían sus neuronas, igualmente con luz, pero más tenue, los enlaces de las mismas, las dendritas y cilindroejes serían los rayos cósmicos, ésos capaces de atravesar todos los espacios del gran espacio, por caminos irreproducibles que han llamado los antiguos el infinito. Estaba apunto de llegar a su ciudad, una ciudad antigua, que se caía de vieja y ahora han levantado a base de enormes moles de un gusto horrible y podemos ver en todas las ciudades del mundo, en obras ejecutadas por un solo arquitecto que el pobre no tenía ni idea de lo que es el arte y la plástica, el urbanismo y el sincronismo, la exactitud de la esfera y el olor a santidad de la vida contemplativa. De llegar a su ciudad para quedarse todo el tiempo que pudiera aguantar. Eugenio era culo de mal asiento, soñaba, meditaba, levitaba y se erizaba pensando en las vacaciones y una vez llegado al puerto de destino, a los dos días, ni antes ni después, ya echaba de menos todas las incomodidades de su vida cotidiana en su nueva ciudad, más grande que esta otra que ya casi divisaba tras la colina blanca, pero que desde el pueblecito de sus vacaciones era idílica con su sofá preferido, su tele individual, su terraza contra el edificio de enfrente y la hora en que bajaba a comprar el pan. Todos esos deleites espirituales faltaban en su lugar de vacaciones, de manera que en ese lugar solo pensaba en volver. ¿ Cuánto aguantaría ahora en su ciudad natal? Era un secreto; nadie lo sabría nunca, pues a nadie le pudo decir nunca que su ciudad natal era demasiado pequeña, que lo asfixiaba, que le faltaban muchas cosas agradables que hay en las grandes ciudades, entre otras la magnitud, el anonimato de sus habitantes, la cómoda independencia que nos hace más libres y auténticos y las tortillas de patatas que no pueden faltar en ningún tugurio.
Le desanimaba volver, querría que fuera otra cosa, sentir qué alegría más inmensa regresar, estar con los míos ( de los suyos no quedaba nadie), hasta el habla le cambiaba y salían todos los tonillos catetillos que las pequeñas ciudades hablan, sobre todo las esdrújulas que son caminos largos en las ciudades pequeñas. En otros tiempos se relamía de gusto, entendía perfectamente que el color naranja es vital, democrático, panza arriba, lacónico, epicúreo, troglodita, errabundo, divino, aséptico, noble, sereno, escote de todas las mujeres, susodicho. Este color estaba en torres, puertas, hoteles, barra de los bares y nada más verlo todos se decían qué bello es esto. Por cierto, incomparable con cualquier otro naranja, color que no suele abundar en las otras ciudades.
Era como una obligación, moral, "muito obrigado" que dicen los portugueses, gracias, gracias mil ciudad mía que me has visto nacer y no vistes nunca las muchas veces que me dejaste solo y errabundo entre tus viejos muros, que se caían a cachos y nos entristecían a todos. La vieja ciudad era triste, que no sus gentes, lo único verdaderamente salvable, gentes espatarradas, tranquilas, buenas, aunque algo irónicas, la mejor gente del mundo, como él. El era bueno, sencillamente hablando que decía el plasta del poeta.
La vieja ciudad se dividía en dos: a la izquierda estaba el mar, pero no se veía el mar, estaba lejano, como un rumor, " rumoroso", un murmullo inaudible que olía a pescado y chorizo frito, al carpetovetónico olor del ajo que sueltan en las iglesia las beatas que ocupan los bancos de las zonas umbrías, donde la luz es escasa y el tiempo se aburre. A la derecha estaba todo revuelto y siniestro, arremolinado, anárquico, sus casas crecían como empinadas, de puntillas, como acomplejadas de ser bajitas y querer ver, como todo el mundo quiere ver, qué se ve detrás de la hilera apiolada en las procesiones, en los actos solemnes, en los desfiles militares. Él vivió a este lado, en una casa que ya no estaba, en su lugar otra más fea y no demasiado alta, ocupaba su lugar, de modo que cuando visitaba su ciudad ahora tenía que recordar y soñar más todavía que en su nueva ciudad, las cosas y tonterías que hacía en su calle, las horas tan largas de las tardes, el calorcillo del sol colado sobre la tierra seca y el ruido burbujeante de los boquerones al freírlos, que se llenan de pompas y se destripan, aunque luego no están nada mal si se comen calientes y huelen a pescado, a mar, al lado izquierdo de su vieja ciudad, de un mar que nunca existió y se lo echaban en cara los que sufren al verdadero mar. Aquí no hay playa, vaya, vaya.
Su cerebro era tridimensional, pero como esto no es bastante para fabricar ideas, Eugenio imaginó otra dimensión más- el hombre siempre quiere sorprender a los otros hombres y encontrar lo que los otros no ven, en este caso la cuarta dimensión, pero siempre llegan tarde en la Ciencia, los avanzados hablan de una sexta y una octava dimensión, y los más listos de todos, de otros universos- Esa dimensión es invisible, lo son todas, imaginaria, como todas también, pitagórica; sería la que dirige el cotarro, como el director de una orquesta, ahora tú, más bajo, calla, sigue tú, subid, explotad, callad- aplausos-. de modo que aunque tiene que haber un lugar estricto que es el que dirige los pensamientos y las dudas, en ese vacío de toda mente, aporta palabras, sensaciones, recuerdos, ideas, futuro. Eugenio tenía la enorme necesidad de darle sentido a su enorme cabeza. Era un cabezón, No tanto como él hubiera querido ser; en el fondo de su alma, siempre entendió que otros hombres son más listos, más guapos y más exitosos, pero esto también fue su secreto. Nadie debía saber nunca que él no era tan listo. Es más, con los años el Eugenio de su infancia y de su juventud hubiera dicho de él mismo que era un tonto: no recordaba nombres, cambiaba las palabras, a veces no sabía cómo acentuar lo más simple y con llegar a fin de mes sin que le faltara el dinero para comer ya se daba por satisfecho.
Tras la colina blanca, venía otra colina y tras ésta, al fin, se divisaba la ciudad vieja, metida en humos, una neblina que la hacía como meditar, como levantarse por las mañanas como esas mujeres que llevan la bata medio cerrada, arrastran las piernas y se ponen ante la cocina con desgana y medio dormidas a prepararse el desayuno, ante los cacharros por lavar; y se llevan las manos a la boca para acortar el bostezo. La ciudad bostezaba. Él se auto exigía emocionarse, sentirse in radice, sublimarse ante tanta belleza, aunque a decir verdad nunca hubo belleza en los extrarradios de las ciudades, más bien pobreza, desolación y paro. La ciudad estaba parada.
A estas alturas de la vida sí tuvo un recuerdo hermoso, se acordó de su hija, la pobrecita ciega que era tan inteligente y graciosa, que le hizo llorar de verdad en muchas ocasiones, tanto por los grandes valores que tenía, la luz emana solo de la inteligencia, como por su situación desvalida y que la casó tan mal con un maltratador que nunca entendió la finura de su chiquilla, la emoción que produce la gente buena que hace nos sintamos todos embaucados en el bien. El bien es la gente buena. En este momento unas lágrimas se estancaron en sus ojos y la pena puso una erección dolorosa en su garganta. Su hija fue su verdadera belleza, todas las ciudades nunca lo son, ni siquiera las viejas, las personas sí, aunque sean desgraciadas y caigan en manos de maltratadores, esos hombres que nunca sabrán lo que es el amor.
El vendaval
Cuando un gran viento llegó a Pocinos, pueblo natal de Juanito, a Juanito no se le ocurrió mejor cosa que abrir ventanas y puertas, de par en par, por la peregrina idea de hacer frente con inteligencia al gran vendaval que se anunciaba con ruido infernal minutos antes de llegar al pueblo.
Antes tenemos que conocer a Juanito, escritor pornográfico, metódico e impulsivo, racionalista e imaginativo, cuyo ideario humano era un caos, un vendaval, una poza demasiado quieta, el hambre caminando a dos patas. Provinciano y Universal. Poético y evanescente; acalambrado soñador de Eros y Tanatos, las dos cosas inseparables siempre. Seguramente amorfo. También desequilibrado. Tímbrico y nostálgico. Cualquiera de sus lectores sentía cierta ternura por sus cálidas palabras y se acostumbraba pronto a meterse en el meollo mental de tan ingenuo autor, si no fuera por lo escabroso, ruidoso y maloliente de su narrativa. Desde niño se acostumbró a meterse el dedito en sitios insospechados de su cuerpo y luego olía con delectación, porque su olor en el dedo duraba lo indecible. También él, como Mozart con su hermana, podía gastar bromas a su hermana llevándole su mano profanadora a las narices de la infeliz chiquilla sorprendida con la obscenidad del muchacho. Juanito indagaba consigo. Así fue siempre, todo lo que escribió tenía una reminiscencia kafkiana de indagación en lo profundo de su cuerpo, hasta la mínima expresión estaba cargada de auto experiencia, nada salía al azar, muy al contrario, desde niño supo que el caos es solamente la ignorancia, porque todo está desde la eternidad perfectamente realizado. Ningún gesto es inútil, pero antes hay que vivirlo, si no se vive no se escribe, la pura imaginación es una obstinación, como la mentira; la verdad es lo más parecido al agua y nadie dude que el agua es todo menos limpia, aunque lo parezca, la verdad es siempre sucia, contaminada, maloliente, corrompida, quien no la ve así es porque es ciego y no son solo los ciegos los que no ven. Ciegos somos todos, eso se decía, incluso los más listos; porque todos somos unos ignorantes.
Para Juanito la pornografía era la realidad. Ya antes de nacer tuvo erecciones, el médico al ver la foto sin color de su ecografía le dijo a su madre " es varón, sin duda alguna". Pero aunque no lo fuera así, lo hubiera sido de todos modos, la pornografía le atraía, le atraía todo lo que las gentes ven mal pero que él nunca lo entendió mal sino natural, el modo de ser de toda la gente en su intimidad. Esto le excitaba y le calmaba, las dos cosas juntas. No quiso perder el tiempo con otras cosas, escribió desde un principio de su pornografía, como casi todos los escritores aún los refinados y espirituales.
Por eso, cuando el gran viento llegó al pueblo e hizo estremecer hasta los cimientos de las casas pueblerinas de Pocinos, al llegar a la casa de Juanito, fue el caos viviente: papeles, fotografías, todos los secretos de su despacho salieron volando y llenaron calles, plaza, con vuelos de pájaros aterrados; hasta el último de los rincones del pueblo se llenaron de sus escritos, sus fotos escabrosas, apuntes, bibliografías, volúmenes y revistas atrozmente comprometedores. La gran obra de Juanito ocupó aceras y bancos, escaparates y miradores, paseos y piscinas, multiplicado al infinito. Ya en la misma casa tremolaron por las habitaciones, se aplastaron contras las paredes hasta salir por el lado opuesto por donde entró el viento y tomar vuelos magníficos, exaltados, luminosos hacia los recónditos lugares públicos, algunos llegaron a los patios de los vecinos y se quedaron plácidamente colgados de las cuerdas de las ropas, acumulados en montoncitos sobre los baldosines del suelo, en los alfeizares de las ventanas, regalados a todo el mundo a cara descubierta. Eran cosas de Juanito no había duda, todo el pueblo conocía a Juanito, pero ahora más, que no todo el mundo había leído sus relatos pornográficos, aunque lo sabían rarillo desde niño. Ahora había pruebas, su testimonio, por la generosa idea que tuvo de abrir ventanas y puertas ante el temor que una casa rígida, cerrada, podría ofrecer peor resistencia a la obra devastadora del viento huracanado. Lo sabía desde niño por las películas americanas sobre los huracanes que asolan las poblaciones de casas de madera, con pocos cimientos y paredes de pan mascado, tan distintas a las construcciones de granito y ladrillo de Pocinos, que no las derriba ni un terremoto. Pero Juanito vivió siempre en el mundo de las ideas y no lo entendió así nunca. Si el viento que llegó a Pocinos hubiera sido como los vientos americanos, hubieran volado las casas y no sólo los papeles, abducidos todos por esa fuerza enorme de la Naturaleza desatada, contra la que no hay resistencia válida, es fuerza sin cuentos.
La paz tras el gran viento fue terrible: todo el mundo tenía algo de los secretos de Juanito. Fotos, notas, artículos inéditos, libros, trabajos meticulosos de escritor al albur del conocimiento generalizado, sin defensa, al descubierto. Juanito quedó sin secretos. Cómo vivir luego. La verdad sola no es vida, es como un caracol sin concha; solo dolor, crueldad, seguramente la muerte.
El asedio
Sucedió hace años. No sé exactamente cuándo sucedió, siempre me hago un lío con los siglos, sé desde niño que hay que añadir el número 1 al año en que empieza el acontecimiento, así si el año es un novecientos el siglo no es el IX, como parecería más fácil sino el X, porque sigue el latín escribiendo los siglos con letras mayúsculas; pero cuando el siglo es anterior a la Era es cuando el lío es total, porque hay que contar los años al revés, lo que queda para nuestra Era, y esto que cuento está al otro lado del espejo, todo sucedió al revés de nuestra Era, aunque las cosas que se cuenten sean idénticas a nuestra Era, como veremos después.
Menos mal que los pueblos desde que se fundaron fueron precavidos. Podríamos decir sin equivocarnos mucho que aquel pueblo era precavido; aunque todo lo que decimos es equivocado, como la propia Física, ha de contarse el error. El error es la verdadera constante Universal, hablando filosóficamente, está presente en el narrador, en los hechos, en la medida, en la propia verdad. La verdad es errónea; una equivocación de la vida que tuvo éxito y todos repetimos luego, seamos organismos biológicos, arquitectos o simples ciudadanos de a pie, como es mi caso, que no solo cometemos errores sino somos un error en un porcentaje tan apabullante como el agua. En el fondo somos agua y cuando el agua nos deja quedamos retratados muy feos, tan feos que nos damos miedo y empezamos a cambiar aquellos errores, que eran la vida, en unos cuentos terroríficos, en un dislate imaginativo con toda clase de historias, las más de las veces increíbles, con dioses, tumbas y lechos tan increíbles como los propios ríos, que son los personajes más parecidos a eso que llamamos la Humanidad. La Humanidad es un río que siempre cambia de curso y siempre parece igual, que solo va de un sitio a otro y solo sabe cambiar, pues solo va, que se deja ir, que es llevado por el destino hacia un mar imposible; al final el agua que llega al mar, aunque afortunada, nunca es aquella del río que empezó, siempre va llena de la suciedad y aguas menores que arrojan los afluentes, los oportunistas, la moda. El río zumbón, calmoso, oscuro que se ensancha hasta el mar es lo menos parecido a un río y lo más parecido a un mar simplón, sin fuerza, sin espasmos, lleno de animales oportunistas que se conforman comiendo basura glotonamente y que los biólogos encuentran tan interesantes como los canapés de un convite, la fauna y flora, la prosa y el verso, la biosfera húmeda, el calorcillo amoroso de la vida, el beso oscuro, el deleite de la Biología que hay que defender, cantar, con todo el peso de la Cultura, señora que gusta de toda clase de cosas y de instrumentos placenteros. Un río que empieza por ser algo tan tierno como una fuentecita entre peñascos, acaba sus días placidamente, oscuramente, planamente en un mar tranquilo, donde los barcos no naufragan y los animalitos procrean a sus anchas, hartándose de plancton y de basuras sin más. La mierda engorda. Y la mierda, como el Error, es otra constante que debiera escribirse con mayúscula, como los siglos de nuestra Era, porque es la otra constante de la Vida. No hay Vida sin mierda, pongamos las cosas claras, pero si escribimos Mierda con mayúscula, salvo que seamos romanos, parece una obscenidad, y toda obscenidad es un desnudo intrínseco, de las cosas más esenciales, pero de mal gusto exhibirlas tal cual, hay que taparlas, disimularlas o en todo caso dotarlas de cierto erotismo, quintaesencia del buen gusto, la cursilería bien vista y bien escrita. Es palpable que ahora estoy deprimido, los tiempos que vivimos son deprimentes, en todos los sentidos, no son ni peores que los vividos, como los propios ríos, que nunca son peores que los ríos que les precedieron, pero algunos, como los tiempos actuales, de estar tan cargados de mierda antes de morir en el mar, son deprimentes. No sé si esta depresión me va a permitir escribir la historia que cuento. La depresión es todo lo que he escrito hasta ahora y su conciencia, el hombre depresivo es consciente de cuanta mierda ha vivido hasta el momento y no ve más posibilidad que seguir viviendo en la mierda, el futuro, como los pozos ciegos de la civilización es un fangal de mierda, cuyo olor más que olerse se presiente. Se presiente la mierda.
Sucedió en una ciudad de aquellas, que eran cuatro casas mal contadas y mal llamadas casas, cuatro cuevas cortas, con piedras apiladas y unas murallas que eran lo más importante y necesario ante la agresividad amenazante de los vecinos, que siempre venían a por sus gentes, para destruir su pobreza y miserias, llevarse a las mujeres y hacer llorar a los niños, tal como hoy pasa en el mundo. La ciudad estaba en guerra y el enemigo a sus puertas había montado un campamento donde todos los días, con una imaginación atroz, como una de esas costumbres que tenemos los humanos para fastidiar al prójimo y fastidiar al tiempo nuestra conciencia, con una imaginación de mierda inventaba toda clase de tormentos para una población depauperada, diezmada, llena de calamidades, acosada por el hambre y la peste, peste sin más, no solo de bichitos, todavía no descubiertos con el microscopio, el llamado éter mierdoso, de no lavarse mucho, de no lavarse nada y comer poco y malo, hasta las ratas incluso, los gatos, los perros y las uñas de los pies, todo es alimento para un hambre acuciante. En la ciudad solo se mascaba el hambre. Cada día podía ser el último, cada tiempo era a extinguir, los amores crecían, la angustia hacía el amor de manera trágica, increíble, pero poco, pues cuando los estómagos están vacíos no hay muchas fuerzas para el vigor amatorio, por no haber no había ni agua. Los cielos, cuando se sentían conmiserativos, dejaban caer lluvia a lo grande y se llenaban ávidamente vasijas, cántaros, bacines, cualquier cosa que recogiera la misma, incluido los pozos y cisternas, aljibes y demás soluciones técnicas que hay en todas las ciudades de todos los tiempos.
Estoy deseando de terminar el cuento, no me quedan ganas de seguir torturándome para dar un argumento a una calamidad como es un asedio. Dejo al lector y a su imaginación que complete los hechos, los hechos fueron las tribulaciones de una ciudad diezmada, que solo sabía defenderse dentro de sus cuatro murallas, pobre como la que más, con mujeres hermosas luego depauperadas, con niños temerosos, con pocos hombres, muchos miedosos como viejecitas, que se sabían rodeados por multitudes, pues el miedo contaba más asediantes que los que eran en verdad. Traumatizados, hambrientos y sedientos, a punto de ser devorados por sus vecinos y pasar a la Historia. Solo diré de ellos que de esta población salieron héroes, algunos dioses y unas leyendas que han mortificado a todas las generaciones de estudiantes con sus nombres y sus hazañas. No digo más, creo que he dicho todo lo que quería decir, lo demás es cosa vuestra, amigo lector. Pero si diré, y esto es nuevo, que yo escapé de ese asedio, con esto lo digo todo y mucho más de lo creíble. Escapé y es mi secreto, el por qué no lo descubro para mi defensa, ninguno de los hombres de la ciudad asediada escapó. Yo sí. Ustedes pueden pensar lo que quieran, pero es verdad.
Nada que decir
Todas las ciudades tienen lugares mágicos donde pasan cosas increíbles, en momentos únicos, para el ciudadano que pase cerca de ellos. Mi ciudad también. y no los tenía arriba del todo, donde un castillo hermoso, en realidad varios castillos unidos, es proverbial por su antigüedad y leyendas; ni abajo tampoco, cerca de un río extraño que corre sus aguas en medio de una calle partida, que culebrea más que las orillas del río; ni en su vega verdísima, ni en sus montañas blancas, ni en sus cuevas con estalactitas de cobre, tampoco en sus noches, la noche de por sí es mágica, pero esto es solo el lugar común de los escritores comunes. Ni en el cementerio, aunque yo no lo diría del todo. Es un lugar que yo conozco, más bien moderno, con una tapia que no tiene el siglo y rodeado de casas que tampoco lo tienen. Por allí pasa todo el mundo porque es céntrico, céntrico y apartado, de esos lugares que un día estaban fuera y al cabo de los años son los más céntricos de todos, el movimiento browniano de las polis que no se desplaza y vibra al ojo del observador. Cuando estoy lejos de mi ciudad, y lo estoy casi siempre, se me viene a la memoria - o a un sitio muy cercano de mi memoria - esa tapia blanca donde sucedió algo trascendental en mi vida que no me sé explicar del todo y que al parecer es importante. ¿ O no pasó nunca nada y por ello es mágico? En una ciudad centenaria no hay rincón donde no haya sucedido algo y puede que este sea su caso; algunas cosas que pasaron cerca ya las he escrito en estos cuentos y desde luego nunca fueron mágicas, ni siquiera raras, la vida corriente de un barrio tranquilo. Dejémoslo así. Detesto lo mágico; en mi vida lo único mágico que existe son los sueños; la vida real me gusta más cuanto más real es. La magia es la mentira personificada, el reino del error, la sola apariencia insustancial y dañina, aunque los poetas y los artistas sucumben ante su influjo maléfico y a la gente les gusta. Las gentes tienen gustos raros, a algunos les gusta el fútbol, que es el espectáculo donde menos cosas pasan aunque sea ruidoso. O les gusta la música y se la ponen al vecino para que oiga la grave profundidad de sus bafles, a todo volumen. Aquel sitio es silencioso. Hasta hace poco pasaba cerca un tranvía de corto recorrido, por una calle solo, arriba y abajo, que iba tan despacio que nunca se sabía bien si subía o si bajaba, trac trac, con trole de la que colgaba un cable a modo de collar desmesurado y olor a metálico, con raíles brillantes que se calentaban momentáneamente a su paso. También había una farmacia, de las que antiguamente olían a yodo sobre alcohol, olor del yodo que pese a resultar sano ha desaparecido de las farmacias, todas huelen hoy al cartón y aspirina de los medicamentos. También vivía enfrente una familia que, como en mi caso, emigró a la Capital del Reino ( mi ciudad, en tiempos, fue capital de un reino y nosotros sus hijos nos consideramos a veces vagamente herederos de ese reino, no muy convencidos del todo) Familia que vivía honradamente de su trabajo y estudios, investigadores de las células y de las hormonas, casi, casi aspirantes al premio Nobel, que pocas veces pasa por mí país, aunque alguna vez lo hizo de soslayo. No sé qué más cosas contar del lugar que he llamado mágico. Para mí es mágico por obsesivo, que me viene a la memoria o a un sitio cercano y se me repite obsesivamente, como antes lo hiciera aquel río del que he hablado, que pasa en medio de una calle, la calle más bella del mundo, dicen. Al fin y al cabo esa es una calle de leyenda. No tengo nada que decir del rincón mágico que cuento. Nunca pasó nada. Sin embargo no deja de pasar por mi cabeza, como si me quisiera decir algún mensaje. Cosas que pasan cuando uno no tiene nada que decir.
Kazamaru o Kikazaru
En un país hermoso, una pradera, cerca de un monte que en Abril, y no en otro mes, se llena de flores blancas tardías de los cerezos, alrededor de una fuente pública y seguramente servido por un riachuelo de aguas cristalinas y poco ruidosas, nació Kazamaru... o Kikazaru, que no sé exactamente su nombre, un personaje sin nada extraordinario en su vida, que la ocupó con rutinas y trabajos vulgares, pues se casó, tuvo hijos y hasta nietos. No era alto, no era guapo, no era fuerte, pero fue feliz con ser cómo era hasta que al final de su vida descubrió un secreto mágico importantísimo que estuvo oculto para él y para todo el mundo, por serlo sibilino, camuflado, terriblemente desapercibido y que, de haberlo sabido, hubiera supuesto un cambio radical en su vida; como lo fue luego cuando lo descubrió, que suele pasar con las cosas importantes cuando se descubren tarde.
Un día estaba oyendo por la radio una cancioncilla de moda y se puso a canturrearla al tiempo que el altavoz repetía al cantante, cuando advirtió que su letra era enteramente distinta a la auténtica. ni el sentido de los amores llorados, ni las palabras, sólo la música coincidía con " su canción". Ya sabía él que a veces cambiaba las estrofas, pero solo hasta este momento de su vida, cuando podría decirse que era casi un anciano ( muchos de su edad estaban en residencias), se le abrieron los ojos que les pasa a los sordos, y vislumbró el gran drama de su vida. Casi al instante comprendió por qué se le daban tan mal los idiomas; que no la música, la música para él no tenía secretos, tenía el oído perfecto, pero qué oía Kazamaru o Kikazaru y por qué cambiaba la verdad. No había oído bien nunca. Cambiaba las palabras, más que oír traducía las palabras, les daba un sentido erróneo, desde niño, quizás por eso al principio sacaba malas notas y también por eso desde niño aprendió a no prestar atención a lo que su cerebro, el auténtico órgano del oído, le oía mal. Solamente cuando leía y ponía los cinco sentidos entendía la verdad. Pero en la vida dominan el habla y el silencio, nos dicen y callamos, decimos y se callan. Lo entendió en este momento : su vida fue una atroz mentira; había vivido sin el dominio y la libertad que da la verdad. Así, pudo llegar a pasar por tonto, y no lo era; o por muy listo, que tampoco.
Se sentó en una silla de enea de las de su pueblo y ante el hermoso y recoleto paisaje oriental de aguas con nenúfares y piedrecitas colocadas con economía y limpieza, meditó vertiginosamente sobre su vida y la tragedia de su descubrimiento último: había sido un sordo como una tapia. Desde niño a mozuelo, de joven a casado, de padre a abuelo, de trabador a jubilado, había vivido con falsas palabras. De manera que sus preguntas fueron contestadas con un sentido real distinto a lo que él entendió, que su mundo complejo, y el mundo lo es, decía unas cosas por otras, y solo de casualidad acertaba a decir lo auténtico. ¿ Su mujer lo quiso nunca? ¿ Sus hijos estudiaron? ¡ Pero si él mismo se auto engañaba! Seguramente su pensamiento cambiaba nombres, fechas, símbolos, estilos...Desastre total.
Tras el aturdimiento de saberse poseedor de la mentira, como en toda tragedia, vino luego el mecanismo compensatorio y su gran calma. El dolor que sintió a veces ahora lo sentía atenuado. En el fondo, el mal, y ahora sí lo sabía, no era verdad. Con este sentido dio otro vuelco a la historia de su vida y la encontró al final algo plácida, como la placita de su pueblo. Su vida, que había sido una canción, solo tuvo la letra cambiada. Por lo mismo, y al ser todo mentira construyó otra verdad, que pasa cuando todas las cosas cambian.
Luego, Kazamaru o Kikazaru entendió que no se había equivocado siempre, como suele pasar cuando se mezcla la verdad con la mentira, o la mentira con la verdad. Aunque si lo miramos bien aquel que siempre estuvo equivocado en un mundo que no oía bien tuvo una vida equivocada. Su vida nunca existió. ¡ Pobre Kazamaru o Kikazaru, nunca existió de verdad! Si le sirviera de consuelo le diría, y esto lo he pensado a veces: ¿ los colores que yo veo son exactamente idénticos a los que veía Kazamaru o Kikazaru? A lo peor la que me miente es mi vista y llamo verde a lo que es rojo. Sería bueno saberlo.
Mamporrero
Cincuenta años o más, algunos más, un sueño ambiguo, un molti sueño seguido, una agotador sueño que dura toda la vida, porque toda la vida es sueño, y el sueño es una pesadilla, una pesadilla asoladora, que te deja tumbado, cariacontecido, enteramente muerto o podrido, con la cara abofeteada por todo el mundo. Piense el lector: tu vida ¿ no ha sido fastidiada por aquellos que debieron mimarla, quererla, respetarla? ¿ Has tenido alguna vez conciencia que se te debe algo o solamente supiste llorar en ocasiones y maldecirlos? A tales conclusiones llegó el personaje de este cuento, que era escritor por más señas. Los escritores son rarillos, gente que gusta comunicarse y casi nunca lo hacen en la otra vida fuera del papel, la real. Gente instintiva que se llevan por la razón, la razón de vivir y de quedan luego empanturrados, como sardinas arenques contra el quicio de la puerta para durar lo que Dios permita después de muertos y seguir hablando. Tontos perdidos dirían con razón hasta los editores, que lo son de verdad, pues se llaman hombres de negocios y solo saben perder, y si aciertan les toca la lotería de un buen escritor al que rechazaron antes por los tontos que son de verdad. Pero, ¿qué tuvieron nunca que ver los editores con la escritura? lo suyo es otra cosa, como las moscas que importunan los rostros de los toros y de los leones, moscas leoneras, que nada tienen que ver ni con los toros bravos ni con los majestuosos leones. Y esto que digo a qué viene.
Viene a propósito de Mamporro, el personaje principal y único de este cuento, que no debería llamarse cuento por solo tener un personaje, como una mano no debería llamarse mano si solo tiene un dedo o carece de dedos; tampoco si los personajes son dos, tú y yo o yo y tú, el número dos es un uno repetido, no existe, es un monopolio tanto en el amor como en la guerra, deben ser más de uno, como los cuernos, el unicornio era un forúnculo enquistado que los tontos de los chinos consideran las pone tiesas. Sigamos: Mamporro miró para atrás y vio que los seres llamados queridos habían sido unos cretinos con él, que en realidad nunca tuvo amigos, que su vida la había jodido su falta de perspicacia y a su debido tiempo debió cortar con todos. Su vida se salvó por los pelos, dejados por la Naturaleza para sentirse vivos en algunas partes donde crecen. Y esto, al final de su vida, como pasa siempre cuando rectificar es una cosita. Pero más vale tarde que nunca.
Seguramente una última negación de sus derechos puso el inicio de una nueva vida. Una vida sentida como tal. Por fín sintió que su yo vivía muy cerca de él. Su yo era, como dicen los muchachos, cojonudo, un hombre verdad. Hombre, hombre, de los que se parten el pecho y no dejan ser pisoteados por los miserables. Se quitó cincuenta años de vida o más ( los años siempre son más de lo que nos gustaría) y ya tenía muchos, muchos, muchos años...que diría Henry Ford a la rubia mojada. De los malos sueños también se despierta y cuando Mamporro se despertó le gustó ser Mamporro, ser Mamporro era algo importante, más que el dinero, la fama, la vanagloria, ni todas las mamarrachadas de la vida, incluido el fútbol o la lotería. La vida nos da todo, para que la gastemos plenamente, pero hay que vivir despiertos. Como seguramente lo hicieron quienes, aunque en la vida no triunfen, la viven con todo su sentido. Él, como escritor entendió, al fin, que hay que escribir aunque se haga mal, quizás aunque solo lo sea para cambiarnos a nosotros mismos. Quiso últimamente que su escritura le sirviera para su cambio . Lo primero que hizo fue mecanografiarla con los más dedos posibles, aunque al principio fuera más lento que el usar mamporreramente los dos dedos. Soltarse, aunque no pudo del todo, cincuenta años o más años son muchos años de mala práctica, pero fue un movimiento, un primer paso hacia la libertad. Y después, con la libertad, vivir. Vivir nunca fueron los otros, por buenos que fueran, pues vivir es ser único, identificarse consigo mismo. Mamporro era un ser único. Cincuenta años que no lo fue, que ahogó a su ser, en medio de las bondades-maléficas. Y con ello perdió el pudor, perdió el terreno de los seres modestos, que nunca quedan mal y son tímidos, de los que no levantan una voz más alta que otra, de los discretos, y de los que callan. Se rejuveneció. Para ello fijó una edad, los catorce años, que está en el límite de todo, y que es cuando ahora piensa empezó a mal vivir, a mal soñar. Fijó una calle, no la suya pero cercana y partiendo de tan escasos elementos construyó su nueva obra, arrasó toda su escritura anterior, no valía nada, y le volvió a su vida. Fue como si el niño, que ya no era tan niño, cogiera todo el poder. Con libertad, la libertad es la única cosa digna de la vida.
Mamporro quiso que su nueva obra le cambiara a él. No a los lectores, los lectores quieren entretenerse o gustar la buena literatura pero no deben cambiar su vida. El escritor, según su nueva visión, debe cambiar su vida a través de su obra. Autorredimirse. La obra debe tener el germen del cambio. Cuando esto pasa, la obra es vida. Él, que estuvo cincuenta años sin vivir plenamente, rodeado de gentes maléfico-bondadosas, hasta las ideas libertarias fueron corsés. Cincuenta años depresivos, depresivos y opresores, ríete tú de las dictaduras, todo el poder lo es, y todos quisieron poder contra él. Pero Mamporro no era el único, advirtió, a su lado había gentes, no de las famosas y triunfadoras, sino de las corrientes que vivían tal y como él se proponía vivir a partir de su despertar. Pero, al fin, encontró un personaje interesante que no era el mejor ni el más útil, pero que era su yo. Ríase usted también de Bergson y cuantos filósofos buscan el Uno. Mamporro era el Uno, y su obra, la escrita y la vivida eran lo mismo. Escribir ya no fue soñar y soñar solo fue de verdad cuando el sueño era denso, de los que no se recuerdan y nos hacen despertar como nuevos. Lo demás es inutilidad, el arte es inútil.
La vida que pudo ser
Dicen que en el ámbito perdido de la híper sexualidad las cosas son como son y no como lo que parecen; pero esto puede pasar una vez, no más otra, ni otra, porque el mundo lo diluye en la hipérbole del tiempo y todo desaparece. La vida es humus, no queda de ella más que el recuerdo. Cuando el recuerdo actúa su voz es monótona e insegura, nada de lo que dice puede ser verdad. Por eso el hombre recapacita y vuelve al sexo, el sexo es un sentido exacto natural que no perdona nunca y que actúa en el nivel sacro de la permanencia. Luego, dijeron bien; solo que yo no los escuché a tiempo y el tiempo me devora.
Alejandro Castrillo
Reconozco que soy un hombre corriente, cada día lo siento más, soy corriente, algo que, con la edad, voy sabiendo cada día más. Incluso, ahora, me siento hasta bajo de estatura, aunque parecí alto en algunos recónditos pueblos de esos que cada día quedan menos. Poquísimas veces he sido el más alto; pero ahora siento que nunca lo seré en ninguna parte. Tampoco lo soy espiritualmente, mi cultura es modesta, hecha a trompicones, de casi todo he oído hablar, pero de nada puedo decir en propiedad, como dice nuestro idioma, ni con certeza. No sé nada. Pero ha habido en mi vida momentos solemnes, -por cierto me llamo Alejandro- grandiosos, silenciosos, brillantes dominando sobre montañas y valles profundos, de una belleza aniquiladora. Ahora lo digo ¿ he aprovechado mi vida realmente? ¿ he vivido la vida con la solemnidad y grandeza que la Naturaleza me ha mostrado en esos momentos grandiosos, que contemplé absorto? El mundo si es inmenso es también lo más extraordinario de ese tiempo inacabable en el que yo no me veía pequeño, al contrario, me sentí grande en su grandeza; dentro de mí cupo ese mundo, y su silencio embriagador, susurrante, la gran obra del Universo. Todo vibraba.
Creo que nunca debemos querer ser otro; todo hombre, haga cosas grandes o no, merece un sitio en este mundo; ser distinto, aunque se sea vulgar, es una probabilidad matemática que hace al mundo rico, misterioso, inescrutable. La intimidad es la esencia. Pero a pesar de que estas ideas están conmigo en todas mis cosas y que cada una de mis cosas requiere mi atención, sin que repita las iguales a un brochazo, ahora presiento que estoy a tiempo de cambiar sin dejar de ser yo mismo. Mi otra vida. Es una contrariedad, pero debo cambiarme para ser yo mismo. Quiero ser la otra persona que he sido y apenas he dejado ser. Quiero ser incluso tímido otra vez, la timidez ha sido mi gran castigada, porque en el mundo está mal vista y aparenta ser algo irracional, cuando es la defensa ante la curiosidad ajena. Ser tímido es un signo de valentía.
Apago la televisión, apago la radio, no leo periódicos o solo esto hago cuando me da la gana y no cuando me impulsen los acontecimientos y el mudo entienda importantes. No acabo las noticias, ni todas las películas, me parezco a los cambiantes animales que dejan los paisajes porque sí y se van a otra parte, la libertad es el don más sagrado de los hombres. Amo mi ignorancia y la muestro con derroche. No quiero saber más. Esto que digo parece una de las mayores idioteces, los inteligentes, los niños superdotados, se les conoce desde niños porque tuvieron siempre afán de saber, sin embargo, todos acaban aburridos luego, por saber cosas innecesarias y repetidas, más de un filósofo da mil vueltas a su concepto y se contradice mil veces como un aburrido, incluso cuando quiere divertirse multitudinariamente el mundo se aburre largas horas ante el fútbol, en los congresos, en las fiestas, solo funciona bien con el sexo, bares y discotecas, donde solo estar es ya una diversión, pero los intelectuales no son amigos de tales eventos, salvo los grandes escritores que fueron y ya no quedan.
Es que mi cambio de la personalidad no significa ser de los tipos que no caen en la rutina por tener unos moldes archi razonables y kantianos, de imperativos y de cosas solemnes. Cambio para no ser grande, solamente para vivir de otro modo, con otro empuje, retomando el muchacho que dejé, que no bebía ni fumaba y se atildaba para hacer frente a la vida con animosidad y valentía, sabiendo que no era importante, que no debía serlo. La diferencia está en mi interior. Cambio para encontrarme, todavía estoy a tiempo incluso si muero mañana mismo, para ser yo y para ello debo empezar por hacer algo distinto a lo que está bien. Un hombre es algo muy importante para dejarlo a merced de los hombres. Lo primero de todo odiar la violencia. La televisión muestra imágenes macabras, violentas, aunque hipócritamente diga que pueden herir nuestra sensibilidad. Mejor no verlas nunca. O escenas de crímenes reales. O grandes catástrofes o los comentarios de los políticos, siempre mejores que sus adversarios, o de las falsas víctimas que fueron fieras sanguinarias en vida. Tampoco el sexo explícito de películas y documentales. El sexo nunca debe ser social. No ver, no oír, callar. Mi opinión no debe importarle a nadie, entre otras cosas porque de mía tuvo muy poco, fui masa las más de las veces, como barro en las manos del alfarero.
El pensamiento, la probabilidad matemática de la fecunda imaginación, que es lo real, el mundo físico, es el aparato de mi espíritu. Nuestra materia, nuestro cuerpo, seguramente es tan grandioso, como el paisaje de hace años que me llenó de satisfacción, por dentro; lo que he ignorado de mí por prestar atención a quien no lo merece. Desde ahora yo prestaré la misma atención a ese mundo, ignorando más que sabiendo, huyendo de sus enseñanzas. La vida puede ser distinta si lo es ahora, la otra vida que nunca he dejado ser porque, como borrego mal dirigido, entendí malamente que lo importante era esta, llegar primero a todo, incluso a la moda, como los estudiantes ante la sala de los exámenes, atropellándose para no perder la oportunidad de su vida. Mi vida a partir de ahora es otra cosa.
El cuento que no sabía contarse
Érase una vez un cuento que no sabía contarse; no es tan extraño, en la vida hay paseos que no saben pasearse, autores que no saben leerse, hombres de negocios que no saben negociar. La vida es un confín, un sitio lejano aunque esté a dos radas de nuestras narices, cercano también como la mar umbría del subconsciente, seguramente nosotros mismos mirándonos el ombligo que nunca volverá al seno materno al que estuvimos unidos. Pero vayamos al cuento, que es lo que interesa en este momento. Como no sabía contarse nunca sabía cómo empezar, aunque lo meditaba mucho. Los cuentos como los hombres meditan y le dan vueltas y más vueltas a la mollera, que suelen ser palabras, como si las tontorronas alguna vez dijeran algo con sentido racional matemático y no como la huida de la mente ante un conflicto, que suele ser con la verdad. La historia, si alguna vez se escribe, dirá que los culpables de todo fueron los filósofos, que son los hombres que más vueltas le dieron a sus palabras, a más de uno le he visto pillarse en sus palabras y decir, ah yo estaba equivocado y decía...lo suelen decir cuando el lector inadvertido sigue comprando libros donde el susodicho dice siempre esa cosa mal dicha. La culpa es de los filósofos, muchos de ellos poetas, aunque los poetas no tienen culpa alguna, nacieron así, todo el mundo sabe que si se está y se dicen ciertas cosas, a lo Joyce, - el único de ellos capaz de meter una biblioteca en una palabra- o como el cuentista de este cuento que nunca salió de una ciudad hermosa y nos lo dice sin querer, es porque se es poeta; no es cuestión de palabras sino de modos.
El cuento partía de un error garrafal, todo cuento ha de estar localizado, aunque se haya olvidado el nombre de la localidad, cercado por la cercanía de una región, un monte o un socorrido río que los ríos son los únicos capaces de correr sin moverse nunca del sitio por miles de años. Tampoco había imaginado al personaje, y aunque el personaje como los presidentes de gobierno nunca son lo más importante para regirse bien, lo cierto es que al menos un nombre ( qué menos que un nombre) siempre socorre mucho a la hora de contar un cuento. Cuéntame un cuento y verás qué contento me voy a la cama y tengo lindos sueños.
Otro de los grandes errores del cuento que no sabía contarse era el autor. La Literatura no está hecha para el amateurismo, sino para el amante de verdad, cuanto más fiera y profesional mejor. No vale cualquiera y mucho menos el que nunca fue admitido por alguna editorial, salvo aquellas que se alquilan para los autores que dispongan de unos euros y se publiquen ellos mismos. Ninguno de estos llegó a nada en la vida Literaria, autoeditarse trae mala suerte, lagarto, lagarto, mejor dedicarse a la TV aunque se llame "Sálvame".
Sin sitio, sin personaje, sin autor, solo le faltaba no tener editor y aunque los editores los hay de todos los colores, casi todos con cierto desplazamiento al rojo, lo cierto es que se toman por negociantes, de esos que llevan carteras gordas, papeles y más papeles, contratos escritos en papel higiénico, tiran perdigones al hablar, gruesas gafas de concha, y menos conciencia de la Ley que de la Palabra, pero son necesarios, como el chaval que coge su carro con bicicleta y lleva a toda leche los bollos aún calientes del horno al único bar del pueblo, que los vende en los desayunos. Hacen falta. Tampoco el cuento contaba con un editor. Díganme si así se puede contar un cuento. Es metafísicamente imposible.
Un cuento inédito, un hombre inédito, cualquier cosa inédita es algo en cierto modo triste, algo que no se ha sabido aprovechar debidamente, algo antinatural. Pero es algo. Tiene la misma vida que los caracoles cuando se recogen en su concha, los seres microscópicos del permafrost, las semillas del Nilo a miles de años de vivencia, como las palabras de los dioses olvidados, como seguramente el propio Universo que nos parece quieto. Vida. Detrás de toda vida hay un sitio donde se nace. Esto es muy importante, los sitios nos hacen, nos dan su lengua, su tonillo, sus lugares comunes que suelen ser casi todos falsos, hasta el gusto común que corre, como los ríos, entre las piernas; nos dan una madre. Y como nos la dan nos quedamos con ella para siempre, sin darnos cuenta que la madre, que fue tan buena, luego es nuestra enemiga mortal, la que nunca nos reconocerá del todo y que suele ser lo contrario que un buen hombre debe ser, entre otras cosas por gustos y afinidades que son distintos, las aficiones y hasta las palabras. Edipo lo supo tarde.
Detrás de un cuento, aunque no se haya contado porque no sepa contarse, hay mucha vida. ¿ Y detrás de la vida? Es otro misterio, pero creo que detrás de la vida también hay mucho cuento.
Las luces perdidas
La vida nos muestra una parte pequeña
del gran iceberg que vive dentro.
John Lehmann trabajaba y estudiaba al tiempo, era un hombre demasiado joven y demasiado sensato. Sus días discurrían deprisa pero parecían espaciosos; como si le sobrara el tiempo, pues tenía tiempo para todo a sus veinticinco años. Del trabajo a la Escuela nocturna de la Universidad para la Biblioteca y Gestión de la Información en Toronto, su trabajo lo desarrollaba en el Área Informática, pero en el Departamento de Contabilidad que nada tenía que ver con la Informática; por eso quiso ampliar estudios universitarios para desarrollar su propia empresa. Y lo hizo alegre y confiado. Fue mucho después cuando se dio cuenta real de lo bien que iba su vida, la alegría interna que tenía, lo bien asentado que estaba en la sociedad, aunque tuviera problemas. Suele pasarnos a todos, vivimos en una especie de felicidad auténtica y solo cuando la perdemos momentáneamente por una desgracia, una enfermedad o por cualquier calamidad nos vemos en la desazón y en la tristeza insufrible. La felicidad parece cosa del pasado; generalmente, en la desdicha, nos damos cuenta de la felicidad perdida y que disfrutan inadvertidamente otras gentes. Solo los experimentados o los muy inteligentes saborean su felicidad que está en las cosas más sencillas y universales de su vida, la salud, los hijos, la Naturaleza y hasta los pequeños placeres de un partido de fútbol o un beso robado.
Pero ese día de Invierno todo fue distinto, de repente. La ciudad quedó a oscuras, un humo apestoso hiriente picaba en sus narices. sintió un frío enorme, frío que recorría todo su cuerpo y llegaba a sus huesos, sus pies eran demasiado delgados o le parecían ahora así. Un miedo inexplicable invadió su espíritu. Creía que moría. Respiraba con dificultad, pero el mundo seguía vivaz y saludable a su alrededor, los vecinos de su apartamento seguían, indiferentes, con sus propios ruidos, él, solo él, sentía aquella sensación o sensaciones inexplicables. En medio de su tribulación, quiso hallar una explicación a lo que le sucedía, ¿ habría sido envenenado? ¿ envenenado por el último amigo con quien tomó un café en la oficina esa mañana? Su pensamiento se hizo veloz como no lo había sido nunca en su vida, ideas y más ideas venían a su mente, atropelladas, tratando de ser conexas. Lo cierto es que su vida había cambiado de repente y nada de lo que guardaba en su memoria se parecía a la angustiosa sensación que tenía actualmente. Sintió que las luces se perdían y unas horribles tinieblas marrones ocupaban su sitio, palpitantes, eran como la agonía de la luz, que moría con él aquella tarde. Aterrado no sabía ni quería acudir a nadie; estaba acostumbrado a vivir solo, su madre lo abandonó en la infancia y aunque vivió un tiempo con la familia de su padre, bien pronto se independizó para vivir su vida de manera total y libre. Había sido un trabajador, sencillo y amante. Tuvo siempre amigas que le consolaron desde muy joven, aunque ahora se había quedado más solo que nunca. A nadie podía ni quería contar lo que le pasaba a su mente. Se metió, en medio de olores malévolos y estertores de tinieblas, en un fría cama, su cuerpo tiritaba, su mente parecía como viajar incluso fuera de él, sentía el olor de escayola al atravesar las paredes, para luego quedar aprensado en algo así como un vegetal cuyos fluidos de savia le daban en el rostro. Era un mundo multidimensional, lo mismo podía estar en la materia minúscula que ocupar los espacios gigantescos, todo esto en medio de un frío atroz. Muchas cosas sintió entrar en él y otras muchas, insospechadamente, de él salieron.
Durmió poquísimo o no durmió, durmió su cuerpo que era como otra persona, pues él no era él realmente. Lo suyo era peor, aunque se parecía, a la Metamorfosis, un hecho espantoso, inimaginable, sucede en un momento, pero Gregorio Samsa, estaba mucho mejor de la cabeza que él, no sufría tanto al contarnos el horror de convertirse en un escarabajo. Recordó la lectura casi con envidia, él no sentía ningún sentimiento amable ni siquiera hacia él. Solamente sufría. Y solo había una explicación posible: un complot de quienes eran sus enemigos había confabulado tal tormento físico y moral en contra suya. Se sintió envenenado, en aquel frío inaudito, entre olores nauseabundos, bajo las luces palpitantes y oscuras de su inhábil habitación, contra el latido de las paredes, volando a través de ellas, con su vida dentro de un gran vegetal de móviles y lentos fluidos fríos, con demasiado frío, la fría vida de los vegetales tan distinta a la vida de los humanos. Al día siguiente, tras la gran paliza de metempsicosis no pudo ir a trabajar, llamó a su médico de cabecera Dr. J.B. El hombrecillo, vistiendo con pulcritud una anticuada bata blanca de botones y camisa con cuello almidonado, gafas doradas más anticuadas aún, le recibió en su despacho que bien podría pasar por una notaría, sentado tras la mesa negra de renacimiento español, a la que John se llegó arrastrando, titubeando y recelando de todo el mundo. Su médico le dijo, como decepcionante respuesta, que no encontraba ninguna razón para diagnosticarle una depresión o algo parecido, el tenor con el que se lo dijo le hirió más que sus palabras y también sus pausas, que eran indiferencia, pero ocultaban la más absoluta ignorancia de la Ciencia- la ignorancia suele hacerse la misteriosa- meneaba su diminuta cabeza, dando a entender, o así lo entendió más tarde nuestro atribulado personaje, que aquellas sensaciones ( no todas, John por su carácter solitario nunca contaba todo a nadie, ni siquiera a su médico) " nada tiene que ver lo que me cuenta con una depresión", y hacía un silencio que invitaba a la culpa, el viejo médico y ese destructivo sentimiento, al tiempo que con la vieja estilográfica carraspeaba al viejo modo la ilegible receta, tal lo hubiera hecho en otro siglo; se hacía el enigmático, como todos los profesionales ignorantes suelen hacerse, y puso puntos sucesivos a su vieja narración; seguramente le quería atribuir el consumo de drogas, cosa que nunca ocurrió, jamás John tomó drogas, ni de las blandas ni de las duras, se decía que no las había blandas y era uno de esos felices hombres que nunca consumieron drogas.
En estas ocasiones tan trágicas, que algunas veces llaman brotes o crisis de la personalidad, trastorno bipolar, los peores para aconsejar son los médicos de cabecera, tampoco los psiquiatras, médicos ninguno; y la familia, menos aún. Solamente el tiempo, el mucho tiempo, quizás la eternidad, pues a un mal le sucederá otro y al otro le vendrá otro peor, el hombre se convierte en un ser vulnerable. No hay verdad absoluta para él, ni consuelo, ni siquiera la Religión, que se le parece en algunas cosas, pero Dios es benévolo y eso no: el rico Epulón pidió por su familia, pero John en su estado actual no podía pensar en salvar a su familia, solamente quería salvarse él, no había pensamientos amorosos desinteresados. El verdadero infierno nunca ha sido descrito, es lo más injusto que en el mundo está, una enorme mentira apoderándose de los sentimientos y de las fuerzas físicas de su víctima. No importa la edad, ni el sexo, ni siquiera la bondad o la maldad de la víctima. Es la tragedia del hombre que se queda sin solución.
Estuvo en esta postración unos días, las medicinas que recetó el doctor Joseph Balance, sobre todo las pastillas para dormir, sirvieron al menos para tranquilizarlo algo y para que retomara unas fuerzas suficientes para ir a trabajar. Poco a poco trató de poner su vida en orden, así dejó momentáneamente la Universidad de Toronto, ella le parecía demasiado ahora, incluso la vio culpable de aquel brote por exceso de trabajo. Siempre hay una víctima y en este caso el sacrificado fue el estudio, porque del trabajo dependemos para alimentarnos y es lo último que nos quitamos. Él, se dijo, había ciertas cosas, como el estudiar, que ahora no podía hacer. También se acordó de su última amiga Margaret, pelirroja impresionante, que había regresado hace pocos días de Orlando, al otro lado del mundo, donde vivían sus padres, a Toronto donde estudiaba con una beca Desarrollo Informático; lo recibió con los brazos abiertos y con una jovialidad que disipó las angustias vividas últimamente. En estos casos, las mujeres tienen para los hombres las pócimas más adecuadas para la curación instantánea; seguramente al revés también vale y los hombres sean para las mujeres la solución perentoria a los problemas psicológicos. O no. Pero John nunca volvió a ser el de antes. Incluso con el tiempo, sinuosamente, el mal tomó vida en otras formas, como las palabras que él parecía oír dentro y no eran suyas, o suyas, pero dichas en otro plano dimensional, a veces como que oía sus pensamientos, la TV parecía leerlos, le reprendía, o le animaba, los actores carraspeaban, incluso las gentes en cualquier sitio. Sabía que si él viajaba a donde fuera, por lejano y extraño que fuera, siempre habría una viejecita que le regañaría con dulzura cualquier pensamiento atrevido. Quizás, después de muchos años, John descubriría que la cosa, que parecía muy difícil de entender, era sin embargo mucho más fácil, y la solución estaba cerca, dentro del laberinto había un autor, como un dios desconocido, que podría ser él mismo, un ser invisible, y por ello cualquiera le llamaría dios, que sabía todas sus cosas, presente y pasado, pero que obviamente no era dios, era en todo caso John Lehmann, al que de pronto le estalló su cabeza, cuando el desequilibrio hormonal hizo imposible la pacífica vida que viven todos o casi todos, tanto los justos como los criminales. No es culpa de nadie. Pero, si se reconoce que el autor de tal zafarrancho de inarmónicos es uno mismo, tal vez estemos en el camino de encontrar la paz. O no.
Gigantón
Gigantón era un señor antiguo, alto, grande, poderoso, escritor por más seña, que utilizaba para escribir un viejo ciprés enano, vuelto al revés y como cuartillas los montes pelados de una ciudad andaluza, que son muchos y secos, rojos y penetrantes, y admiten cualquier cosa que se les ponga, borrones, tachaduras, meteduras de pata y hasta cabras negras que trotan y bastan por ellas solas para dejar más pelados que el culo de una bombilla a cualquier agreste monte de la Andalucía solaz. Gigantón escribía a grandes saltos, sincopados, eruditos, ya hablara de un cortijo, y lo pintaba blanco, con árboles grandes tapándolo y una cerca misteriosa para que los novios se pillaran a hurtadillas y a hurtadillas se besaran pícaramente. Gigantón era un pícaro. Le gustaban las tardes inextinguibles, acomodadas, semioscuras y creía poseer un don inestimable al contemplar la belleza; la belleza, entendía, no era un oficio sino un Estado, el Estado del hombre culto y así se lo creía: hemos dicho que era muy poderoso y lo sabía. ¿Quería escribir de un pobre muchachito opositor? nada más tenía que hacer que coger su vieja pluma, Ciprón, un ciprés enano tomado del revés y grafiaba sobre el monte andaluz al muchachito de las desgracias, un opositor que casi nunca aprobaba y para una vez que lo hizo de nada le supo pues suspendía impepinablemente el segundo ejercicio y quedó luego como Abogado que aprobó el primer examen de Notaría, decía su nuncio. Gigantón no se sonrojaba siquiera por no saber darle un buen oficio a su personaje, con ser un buen escritor, el más grande de todos, satisfacía su vanidad y se vanagloriaba en todos los ámbitos literarios, que suelen ser los más bebedores, aprovechados, subvencionados y acaparadores del ámbito cultural, incluido el de las cornisas y los perniles apretados, estilizados y mediáticos, en cualquier parte del mundo, también la Andalucía Oriental por más señas.
Gigantón era un hombre acomodado, si es que se puede llamar hombre a un ser de tales dimensiones. Vestía batas verdes de brillos refulgentes, conchas rojas en las gafas y un redondo reloj de bolsillo colgado a una gruesa cadena de oro, que bien pudiera ser un río por sus enormes dimensiones, que tintineaba como suelen tintinear los ríos y lanzaba llamaradas rubias como lo suele hacer el oro. Al reloj solo le faltaba dar las horas, pero no tenía manos, a Gigantón no le gustaba hacer nada con las manos, lo suyo eran los pies, usaba los pies, pies en polvorosa, y tenía una agilidad comprobada para levantar tapas de pucheros, echar la sal, coger la cuchara y probar el caldo, a ver a qué sabe el guiso andaluz en una parada mixta de autobuses-metro, entre trago y trago, de un vino rojo más batallador que el clarete peleón. Lo probaba todo antes de servirlo en la gran plaza alzada desde la cual se veía toda la ciudad con sus finquitas blancas y sus pudores negros, sus cuevas y el arcabuz de la ermita alta, donde viejos curas vestidos de onomatopeyas freían viejas letanías que deglutían golosos a la sombra de una parra provinciana. Pero esto es salirse por los Cerros de Úbeda, que quedan muy lejos de tan variopintas vistas turísticas. Gigantón tenía un hotel rojo, cazamariposas, en medio de los bosques verde oscuros. Y en ese hotel pasaba de todo: desde el melifluo poeta que se evadía de su adusta colgándose a las enaguas de su secretaria, hasta los huidizos mariposones, de oficios indefinibles. Era un hotel discreto, pero todo el mundo sabía de sus negocios, tenía más huéspedes locales que turistas y por ello funcionaba a todas las horas del día y de la noche, en invierno y en verano. Hasta que una pandemia criminal cerró el negocio.
Llevo ya muchos cuentos sin terminar con moralinas.
Historia de dos estrellas
Mirad el cielo cuando esté lleno de estrellas. Millones y millones de estrellas, trillones de estrellas ¿ Habrá algo que no quepa en el Universo? En el Universo estaban Catín y Catan, dos hermosas estrellas idénticas, luminosas, de un hermoso color azul, bañadas por mares salinos, con nubes blancas que desaparecían y volvían a aparecer y unos continentes rojos más bellos si cabe que sus mares azules. El gran misterio es, si se le puede llamar misterio, que lo que ocurría en Catín era idéntico a lo que ocurría en Catan, tan idéntico que la historia de estas estrellas era igual, como iguales son los rostros que se miran en un espejo. Pero entre una y otra había un diferencia de apenas años, las cosas discurrían con retraso de Catan respecto a Catín o adelanto de Catín respecto a Catan, cuestión más bien de semántica pues unos años a nivel universal es como nada. Pero fue muy importante para un catano que quiso pasarse de listo, como veréis más adelante. El punto de partida es pues lo más opuesto a lo que todo el mundo piensa, pero que piense todo el mundo que puede pasar, las crónicas cuentan que fue cierto que en una estrella de esas que vimos en una noche estrellada un habitante arrojó al aire todas las letras que cabía en un saco y al caer formaron El Quijote, por lo menos a un tal Cervantes le pareció que las cosas ocurrieron así; si pasó esto con más razón pudo pasar que dos estrellas, llamadas planetas en nuestro idioma cervantino, sean idénticas en todo, desde la disposición de sus átomos, su historia, sus personajes, sus paisajes; no solamente por el mundo físico sino por los mundos virtuales, por la dificultad para nosotros de entender las otras direcciones reales; en fin, eran iguales, pero con unas horas de diferencia. Fueron iguales hasta que un día a un catano se le ocurrió una idea para él genial; pero para la historia de las estrellas gemelas fue trágica. Este este es el cuento y vamos a intentar contarlo.
Empezamos por el final, que es la gran ventaja de los cuentos, el final explica toda la teoría. ¿ Qué queremos decir? A los niños, que suelen ser sabios cuando niños y a poco pierden esa sabiduría y ganan en estulticia cuando mayores, les gusta ir al meollo y resuelven los problemas en sus finales, les gusta abrir el bollo y saborear el relleno primeramente que es donde el cocinero puso más empeño en hacer las cosas bien. ¿ Para qué perder el tiempo con disquisiciones y rodeos? Vayamos al cogollo. El cuento quiere decir que aunque nos parece la vida como un campo extenso y libre, donde con libertad, juventud y fuerza hemos militado inconscientes sin darnos cuenta lo mal que estábamos haciendo; esa vida de Caton, el tercer personaje del cuento, que todo lo sabe, todo lo critica y de todo saca lección, resulta que ni fue tan mala vida ni lo hicimos tan mal; si vamos al detalle y con detenimiento, hicimos entonces lo mejor que sabíamos, lo único que podíamos hacer y no nos salieron mal las cosas por culpa nuestra, sino que la vida es intrincada, irresoluta y complacida de sí misma. La vida no tiene normas, las fabrica a su antojo. Y no ha habido nadie que la cambie; tiene sus ideas, sus modos y sus modas, hoy dice blanco y mañana dice negro. Y así nos pasa a todo bicho viviente. Ni el hombre por ser hombre ni el animal por no serlo cambiarán su destino; todos lo tienen, desde el más pequeñín de los bichos al más brutote de los hombres. Así lo sintió luego Catin, que era estrella de las que gusta mirar para atrás y pensar gravemente en sus hechos, " si yo viviera otra vez no hubiera hecho esto ni lo otro ni lo otro más". Catin creía que todo lo había hecho mal o casi todo y que, al paso de los años, si pudiera volver atrás cambiaría su comportamiento y con ello su vida se corregiría, hubiera hecho las cosas bien. Cuando fue a Catan, sabiendo que matemáticamente era la estrella gemela suya, donde todos los átomos era iguales y los acontecimientos históricos vividos también, tan igual como un espejo, aunque con retraso, como una película de reestreno preferente, pensó, lo primero que tenía que hacer era buscar a su otro yo y no le resultó difícil solo tenía que ir a uno de sus nichos o estadíos últimos y allí se encontró a sí mismo, repitiendo hechos y sucesos. Era como una hermosa película donde el personaje podía meterse y salir del film, para alterar su historia, pero aún más vigoroso que un film porque era real, la vida en Catin y la de Catan no era reiterativa, aunque lo pareciera; yo diría que la vida gusta ser imaginativa, tanto para hacer el bien como para hacer el mal y así pasa en todas las estrellas del Universo y si, como algunos piensan, debe haber otros Universos - no les basta con el infinito- las cosas ocurrirán en todos ellos de un modo parecido, porque hay lo que hay y nunca puede haber más.
Dos estrellas, idénticas, tenían la oportunidad de encontrarse y compartir su vida. Mientras la vida era inconsciente la vida podía ser parecida a un calco, pero qué pasaría después cuando una estrella se acercara tanto a la otra que interfiriera en sus átomos, ¿ seguirían siendo iguales o en ese momento se distanciarían irremisiblemente hacia lo otro? Hubieran sido insospechadamente la una calco de la otra, en el mundo de las probabilidades, de no ser por el adelanto técnico de los viajes espaciales que produjo la instantaneidad casi absoluta, de manera que un vehículo de cualquier punto del Universo podría llegar a cualquier otro punto que se lo propusiera incluido el imaginario matemático. Y así pasó Catin, llegó a Catan y aunque eran iguales de la unión salió la diferencia. Acercar un vehículo a la otra estrella supuso romper el equilibrio numérico de la misma, ya es de por sí fue un acto desequilibrante, perteneciente más bien al otro mundo de Catón, severo criticón de cuanto pasa, pues en su mundo no se admite la igualdad, ni siquiera en el ideal de los derechos. Catin sintió que algunas cosas no estaban del todo bien en Catan y a través de ello, aunque de hecho ya lo venía presintiendo siempre, las cosas de Catin tampoco se hacían del modo más correcto. La influencia de una estrella en otra fue mala porque es mala toda influencia por muy buena voluntad que se ponga, las cosas discurren en el mundo natural con más éxito que en el mundo proyectado, imaginario o soñador, porque lo hacen en libertad y la libertad, está demostrado, es lo único que trabaja codo a codo con la justicia. La influencia de Catin, tan idéntico, introdujo en Catan la perplejidad, la duda, el mortal desequilibrio y después nunca fueron iguales, y tenían que ser iguales matemáticamente porque eran la probabilidad única, la una de la otra. ¿ Fue culpable el adelanto técnico que permitía, como el pensamiento, la instantaneidad? Ningún esfuerzo físico, por sí solo, es culpable de nada; todas las armas son instrumentos inocentes. Parece que hay un personaje escurridizo, inadvertido, nunca conforme con las cosas, que se llama Catón e introdujo en Catin la absurda reflexión de que venía haciendo mal las cosas pasadas y Catin quiso corregirlas en su gemelo Catan, como si se las corrigiera a sí mismo, sin respetar la identidad de la estrella. Pero es mejor el desorden que el orden duramente impuesto en contra de la ley natural de la libertad. Mucho mejor es hacer mal las cosas que obligadas a hacer el bien, por paradójico que nos parezca. Por eso en la Naturaleza se permite que exista el mal, el error y hasta la mentira, aunque no por todo el tiempo que las cosas mal hechas lo quisieran para su goce. A Catin le pasó como a aquellos padres que se empeñan que sus hijos no repitan sus errores y se convierten así en unos tiranos que se olvidan de la libertad.
El final de este cuento es que las dos estrellas vagaron luego distintas la una de la otra, nunca fueron iguales matemáticamente pues lo que una interpretó como un viejo error suyo supuso en la otra una alteración de la probabilidad de grado uno. Matemáticamente fue un desastre ideológico pues se perdió la exclusividad de ser la una espejo de la otra. Espejo real no como el de la llamada antimateria, donde los fenómenos son opuestos y pertenece a otro orden de cosas que puede llegar a ser peligroso, el opuesto; sino que destruyó el mundo de los hechos, esos que todos nosotros juzgamos ligeramente como errores del pasado y nunca lo fueron, pues nunca pudieron ser mejores; aunque eso sí, la vida es así, no la he inventado yo, casi nunca es perfecta ni amable. Nuestro error maravilloso fue la vida.
Otra vez, con lo mismo
" Sus hazañas lo convirtieron en un mito y, en algunos momentos, en casi una figura divina"
Artehistoria
Recuerdo que tuve un impulso de lo más extraño en mí, que nunca tenía impulsos, ni deseos, ni sueños, porque fui un niño pragmático y realista, disciplinado, nada ruidoso, un buen niño, demasiado bueno, según mi padre, una niñita rubia suya, yo no era el hijo que quieren los varones me dijo, y en mi desesperación, para consolarme, me fui corriendo al hermoso árbol y lo abracé, sin lágrimas, recuerdo las arrugas de la corteza que herían mi carnes, demasiado sensibles. Miré hacia arriba y el árbol me mostró una copa llena de luces. Sentí su latido íntimo, por el árbol subían caudales de savia y el árbol palpitaba como un amigo, como un padre, me abrazaba y se dejaba abrazar, el mío nunca lo hizo. Mi padre me decía que mi madre, y sobre todo la familia de mi madre, me malcriaban, lo mío venía de familia, pero de la otra, la extranjera, y me lo decía a la cara sin tapujos; en cierto modo yo sentía que me envidiaba por eso mismo, consideraba que yo pertenecía a la belleza e inteligencia de mi madre, aristocracia de la que ella presumía con soberbia, y él, que había sido no obstante bien educado, no había dejado de ser nunca un bruto e incluso presumía de ello, como suele pasar con los hijos de familias nobles a los que gusta hacer ostentación de sus groserías. En el fondo, él se sentía humillado y maltratado, pero poderoso. El árbol también era poderoso, pero benévolo, silencioso, su silencio conmigo era creativo, me llevaba al universo, a todos los árboles, que son grandiosos, pacíficos, expansivos como las lucientes nebulosas. Los árboles son perennes y mantienen sus conquistas, esto es ser un árbol.
Un día mi padre tuvo conmigo una explosión de alegría, su entusiasmo le hizo decirme elogios y exageraciones, llegó a considerar que yo sería su sucesor. Más aún, le parecía poco lo suyo, quería para mí mayor grandeza, su pueblo era pequeño para mi grandeza. Arma de doble filo, pues dejaba aflorar sus deseos íntimos de alejarme, por el señuelo de unos territorios de mayor enjundia, como luego me alejó, aunque pronto se arrepintió. Me abrazaba y me besaba y sentí sus cálidas lágrimas sobre mi mejilla, en nuestra casa somos llorones. Estaba muy alegre, le hizo feliz que yo pudiera montar un potrillo rebelde. Yo estaba extrañado ante tanto elogio, pues para mí el hecho no tenía importancia, estaba acostumbrado a vencer a todos los caballos, lo hacía jugando cuando me quedaba solo en las cuadras, montaba tanto dóciles como rebeldes. Por ello creía exagerados los elogios de mi padre, al que veía una vez más como un tonto, tan tonto como cuantos asistieron a la escena aplaudiendo mi hazaña que para mí no tenía importancia. Mi padre me había comprado un caballo imposible y la hazaña que hice con ese caballo hizo cambiar su actitud hacia mí, aparentemente, sacándole todas las cosas buenas que él pensaba de mí y nunca me las dijo. Ese caballo, al que oculté su sombra, siempre estuvo conmigo. Y el día excepcional también, conocí lo mejor de mi padre, su orgullo de ser mi padre, pero no le duró mucho. Al día siguiente volvieron sus desprecios, pues aunque buscó para mí los instructores más sabios, en el fondo las virtudes que él admiraba de verdad eran las suyas, el valor, el arrojo, el poder. Me hería con el refinamiento de mi educación, que él había procurado para mí en contra de la educación meliflua de mi madre, como una trampa en la que yo, el ganador, siempre perdía, hiciera lo que hiciera. Cuanto más me esforzaba y mejor asimilaba nuestra cultura más perdía, a sus ojos, como hombre. A veces he pensado que yo también soy exagerado en mi reverencia por la cultura, el arte y la filosofía de los dioses. A mi padre le gustaba más el ejercicio del deporte y sobre todo el arrojo en la batalla. Era un portento de energía y decisión, plagado de cicatrices y de defectos, contra ellos luchaba también, yo le parecía demasiado frágil, de facciones demasiadas bellas, como mi otra familia. Mi madre y yo sufrimos sus raptos de ira y desprecios hasta que nos arrojó de casa. Fuimos exiliados como se decía, caídos en desgracia; extrañados, aunque no le duró mucho tiempo y mandó pronto que regresáramos. Esa dualidad de su carácter lo heredé de él, soy capaz de castigar duramente a los que amo y arrepentirme luego. Siempre podía temerle, pero no del todo, en cierto modo yo le dominaba, como a mis amigos, como a todo el mundo más alto que yo, a los que consideraba por su estatura torpones y manejables. Suele pasar que los hombres de mediana estatura nos acompañamos de gentes altas que por el solo hecho de serlo parece los llevamos por el camino que queremos por ser nosotros como más inteligentes. Es una idea falsa que siempre tuve, aunque más veces yo fuera por el camino que querían para sí los ambiciosos amigos.
Mi padre era lo más parecido a un rey en mi casa y, como todos los reyes, impredecible en muchos de sus arrebatos y sus silencios, nunca sabíamos qué maquinaba su cabeza, aunque era evidente que le importaban más sus asuntos que nosotros, que éramos prescindibles. Contradictorio, cojeaba discretamente con su pierna derecha, dolorosísima en momentos, paralizante, pero con la que bailaba ruidosamente cuando estaba alegre. Bailaba y bebía. Bebía hasta perder el sentido, maltrataba sin inteligencia con violencia, hasta caer derrumbado por sí sobre cualquier lecho, saciado por un vino que le salía de las comisuras de los labios y respiraba con él. Yo le contemplaba con asco, me repugnaban los excesos pero acabé teniéndolos y siendo incluso un maltratador, ironía de la vida cuando las víctimas repetimos los errores de nuestros verdugos. Me gustaron excesivamente los festejos, creo que nos pasaba a todas las gentes de ese tiempo. Pero era lastimoso que él, que en tan buen concepto se tenía, cayera en la abyección de las borracheras delante de sus hijos. Lo cierto es que luego amanecía nuevo y desaparecía de nuestra vida, tiempo que yo aprovechaba para disfrutar mis disciplinas, lejos de su mal ejemplo y seguir el plan que, inverosímilmente, él había trazado para mí. Yo cumplía escrupulosamente horarios y premisas, mis ejercicios gimnásticos y mis estudios. Esta férrea voluntad de objetivos la heredé de él, cuya vida siempre fue un plan sobre otro plan, con la idea única de ampliar su poder de manera absoluta y dominante, sin vacilación. Por eso las gentes le reconocían como un grande aunque nosotros sufríamos entre los muros sus toscos modos y gozábamos sus ausencias. Yo estaba íntimamente orgulloso de su genio, de sus logros en el mundo conquistado, su obstinación, admiraba lo prematuro de su carrera, lo que más, y las grandes empresas que emprendió en la vida, lloré inconsolable al advertir que a su edad yo no había conquistado nada. Creo que a veces él veía en mí, como a oleadas furiosas, todo lo malo que venía de mi madre y su familia, a los que despreciaba por extranjeros. Yo era un parche en su vida, para tapar su ojo vacío, su ceguera mental, seguramente un bastardo de corazón. Pero como yo me sabía tan parecido a él, luché contra esa mala idea y defendí mi sangre suya con todo mi valor. Estoy acostumbrado a luchar y vencer a gentes más fuertes que yo. Mi padre, el grandullón, como él mismo me dijo aquel día y luego olvidó pronto, resultaba pequeño a mi lado. Pero yo no quería ser grande sino hacer cosas grandes y el ejemplo en cierto modo era él. Mi vil padre era mi ejemplo y mi madre mi paño de lágrimas donde siempre tenía el consuelo de su poesía, la magnitud de su belleza y lo delicado de sus manos acariciadoras. Mi madre era el talud de nuestra alma, mi vigía, yo era su gran amor, lo único que le interesaba en la vida tras la violencia verbal y carnal de mi padre, sus desprecios y sus borracheras. Si mi padre me zahería mi madre me consolaba más. Sin embargo, y esto lo digo de todo corazón, también yo sabía defenderme de ella para no caer en la indolencia y en la flojedad. Desde niño, yo parecía obedecer a un plan, mi destino, al que servir con obstinación y en ese plan lo más importante no era mi padre, ni mi madre, ni yo incluso, lo más importante era hacer, mover, salir de la patria para engrandecerla, someter y cautivar al mundo, al tiempo asegurar nuestras fronteras, sanar con sangre las heridas que nos causaron y devolverles el mal que nos hicieron los invasores. Mi madre, para estos grandes fines, no me convenía del todo, en cierto modo era más peligrosa por su aparente docilidad que la brutalidad sincera de mi padre, si bien mi amor por ella persistirá siempre, ella era la primera persona en quien pensaba en todas mis conquistas. Siempre estará cerca. Si yo la seguía desde el principio en su juego, nunca lo hice del todo.
Mirada ahora, con el paso del tiempo, mi vida es un fracaso, mis hazañas pavesas que el aire aleja, mi herencia la división de mis conquistas, la fiebre mi compañera. La vida que se me va no tiene conmigo la decencia de mostrarme su mal. El mal tiene en mi lecho amplio campo de batalla que me consume fatalmente. No muere mi fortuna sino mi desgracia, la que siempre me acompañó, mis equivocaciones, las maldades de mi espíritu, mis complejos, el mal que hice llega a este final de mi vida y me muestra su sin sentido. Con horror asisto al final de toda la grandeza por ser un hombre. El final de todo lo escrito es la nada absoluta y yo fui en el fondo un escritor de mis hazañas, escribí mi vida con heroicidad, con la misma pasión que leía a los grandes y con la misma devoción religiosa que guardaba sus escritos. Devotamente estuve al lado de todos los dioses, en cierto modo me consideraban algunos como uno de sus hijos, pero a ningún dios lo sentí como padre ciertamente. Mi verdadero padre era un hombre bruto que nada tenía de un dios. Experimento en la muerte algunas de sus palabras ofensivas, entre el sopor de las aguas que ahora me bañan, que vienen a abrazarme y yo no las abrazo, perfumadas y calientes, que no limpian mi mal, y de nada me sirven, pues ante la muerte de nada valen los últimos remedios y solo aumentan el sufrimiento. Quizás, mientras se confabulan mis amigos, quieran darme un gran entierro, y cuanto más grande sea más grande será su traición, al tiempo que maquinen contra toda mi familia, pero los cielos, mucho antes, ya empezaron a borrar mis conquistas, y con ellas mi memoria. De mi grandeza solo quedará el nombre, el gran nombre con el que vine al mundo, destructivamente soñador y realista al tiempo. La ruina de los hombres empieza mucho antes de ser coherente y está en los grandes monumentos, la palabras grandilocuentes, las reverencias. Seguramente destruirán mi semilla, lo que quede más vivo de mí, y asolarán mi dinastía mientras se dicen "Tú, el grandioso, olvidaste de asegurarte tu destino mortal, morirás ciertamente para siempre, ningún niño luego reproducirá tus facciones, ni tus modales graciosos, ni tu perfumado aliento, tu nobleza desaparecerá contigo. Serás siempre un cadáver. Démoste la muerte, la muerte no será tu gloria sino tu gran derrota y, para mayor desgracia, parecerá a todos un castigo inmerecido".
Al revés lo digo
Érase una vez un cuento que contó a un hombre. Y lo primero que contó de ese hombre, saliendo de las blancas cuartillas que eran su lugar, su destino de cuento contado, es que el hombre era un ser complejo, mágico, viejo, tan viejo como la humanidad y mucho más,( el cuento como todos los cuentos, siempre fue mucho más lejos de lo que a primera vista se cuenta; los cuentos cuentan historias, vidas, empezando por sus autores y sus circunstancias, las gentes todas, las noticias, las mentiras y las fábulas de las costumbres humanas y, como último descubrimiento, el pensamiento mágico, que es un mal cuento literario). Al salirse de la cuartilla el cuento entró en las facciones del hombre, lo encontró muy parecido a los viejos hombres que todavía nos quedan, a los humanos fósiles y sus herramientas tan iguales y cortantes en todos los continentes; como aquellos hombres tenía ojos, nariz y testículos, ojos para ver, nariz para oler y testículos de adorno. El hombre, como aquellos hombres, gustaba de no hacer nada, de ver, ya fuera el paisaje por donde podría llegar y matarlo una fiera o un cobrador de deudas, ya fuera a sus vecinos entretenidos jugando dando patadas, hasta romperlas, a unas pelotas hechas con cualquier cosa, incluso la piel del último animal cazado, con forma de pelota, cosida por las manos hábiles, ¡ que nunca nos falten!, de los artesanos. Detrás de las facciones, encerrado en una caja cuidadosamente habilitada, poseía un cerebro que es la máxima expresión de la abundante inteligencia que hace las cosas posibles en el universo, donde todos los seres, incluso la materia, están teñidos por ella, la que sabe y entiende y hace comprensibles, con el estudio, el misterio que se esconde. El cuento se maravilló de la multitud de neuronas, pliegues, arterias, nervios, cilindroejes, axones y demás fenómenos físicos que contiene el cerebro de un escritor ( ¡ parece mentira qué derroche de inteligencia en un escritor, quién lo diría !) las neuronas cuchicheaban entre sí por lo bajito y se transmitían mensajes, imperceptibles casi siempre, constituyendo el substrato consciente y el más poderoso inconsciente, verdadero motor de los impulsos incontrolables y los golpes de corazón, que suelen llamar intuición por lo sobrevenido de la nada inspiradora, pero son fruto del mucho trabajo y reflexión de las neuronas secretudas. También, y aquí el cuento se puso serio por primera vez, de la inflamaciones del corazón, esos latidos cálidos del amor, pues siendo de mala fama las cosas del corazón, despreciado por los intelectuales y hasta por los héroes, que le atribuyen debilidades y vicios, lo cierto es que quizás sea lo más importante del cuerpo, pues no solo impulsa el alimento y el oxígeno sino que pulsa, con sus latidos, el ritmo de los sentimientos. Por ello, algunas culturas vieron en dicho órgano el centro vital, por encima del cerebro, centro del sentimiento y del pensamiento, la cosa más importante de la pirámide de la creación. El cuento contó que su escritor tenía poco corazón, si bien no rea malo ni quería el mal, salvo para otros escritores. El cuento se hizo mano y escribió también, son esos momentos en los que al escritor le vienen palabras, párrafos, estilos y argumentos por sí mismos en el curso de los discursos ( de esto saben bien los poetas con sus estros y demás parafernalias, pero no saben nada de que los cuentos son unos cuentistas y se cuentan a sí mismos)
Desde la perspectiva del cuento su escritor era algo así como su padre y, como todos los padres, alguien que tiene mucha culpa de los defectos del hijo. Se nota en todos los cuentos el viejo rencor familiar entre el autor y su obra, salen complejos, desilusiones, fracasos y de vez en vez apocan en un insólito triunfo, pues el azar juega a todo y cuando gana pilla inadvertido al afortunado y en la escritura también hay afortunados, como los hay olvidados, merecedores del castigo literario. Lo primero que le dijo el cuento a su escritor es que dejara de escribir, salvo que se atuviera estrictamente a los dictados de la buena razón. Pero lo dijo con la boca chica y el autor no se enteró. El cuento que al principio le hizo ilusión escribir, algo así como hacen los amantes cuando cambian posturas, luego encontró más interesante vivir, aprovecharse de las células de su autor, de la memoria, incluso de la histórica, de los axones y las dendritas, del citocromo, del ciclo de Krebs, y disfrutar a pleno pulmón de la vida. No hay cosa que pueda gustar más a un cuento, se dijo, que no ser un cuento y ser verdad, y no hay más verdad que la vida, vivir es conocer, gozar, tener amores y odios, tener pasiones y, con el bullicio del mundo, hacer viajes, ir a plazas con las terrazas concurridas, gozar del aire en la cara, mirar las nubes que pasan, el viento que levantan, que sí, que no, y que caiga un chaparrón. El cuento quería comer aunque fueran palabras, como un glotón, nombres de literarios extranjeros, exquisitas y oportunas citas de rarísimos y escogidos poetas que todavía no conoce el gran público. Los cuentos, como sus autores, son un poquillo petulantes.
¿ Y qué contar? He aquí el dilema de siempre, el cuento cuentista se paró a pensar y lo hizo al modo de los cuentos yendo al final de sí mismo, a la moraleja, como los autores van al final de sus vidas, donde reflexionan los hombres. Y su moraleja le dijo que, si quería contar algo bueno, lo primero que tenía que hacer era dejar de escribir y conformarse solo con vivir. La vida es la única verdad que cuenta las cosas bien en la naturaleza, aunque a veces sea cruel con el débil, pero la naturaleza es cruel sin proponérselo. Esto no pasa en el hombre, el hombre cuida a los desvalidos. Bueno...
El cuento aprovechó el físico de su autor para vivir como un loco, lleno de alegría y optimismo, para corregir la vida de su autor. Contar es de cotillas, se dijo, y como un calla-cueces fue a cherchez la femme, el deleite, los manjares, la buena ropa, los buenos coches: el dinero. Sin dinero, se dijo, no hay vida. Pero en los bolsillos del autor había poco dinero, casi no había nada, y el cuento a toda prisa buscó una profesión, no de las cultivadas que precisan formaciones largas, y no tenía tanto tiempo, sino de las directas y fáciles, cualquiera daba más dinero que la escritura, salvo para algunos novelistas que escriben cuentos largos y se convierten en ricachones irrecuperables a todo arte, incluido el cinematográfico, que los forra. No he dicho la profesión que se buscó el cuento, entre otras cosas, para no dejarla mal, solo diré que es profesión que limpia, pule y da esplendor. Hasta esa humilde profesión da más dinero que la de escritor, sabiéndola administrar. Lo importante para el cuento fue luego tener fe, confiarse para disfrutar la vida, aún en los tiempos amargos, en los que también hay disfrute si se sabe resistir. El cuento se enamoró de la vida, la entendió y quiso entonces estar vivo.
El cuento del cuento nunca fue publicado, y nadie lo leyó. Pero el cuento no se sintió frustrado por ello, al contrario. El cuento se dio cuenta de que en esta vida no hay cosa más grande ni satisfactoria que vivir. Y por primera vez en su vida sintió que no era un cuento sino que estaba vivo de verdad.
Tiquis Miquis
Si un día vas por la calle y viene un tranvía y te pilla puedes decir que no eres un hombre afortunado. Si cuando llegas a casa, después de pillado, tu mujer se ha ido con el vecino tampoco puedes decir que eres muy afortunado. Por último si te toca la lotería es cuando verdaderamente puedes decir que no eres afortunado: nada hay que dé mayor desgracia que te venga la fortuna a visitar, porque la fortuna tiene muy mala suerte; y sin embargo, todos queremos que nos venga, como si fuera lo mejor que nos puede pasar. Pero el sabio lo dice, conformémonos con nuestra suerte, que no la habrá mejor para nosotros, pues lo importante es salir a flote contra todas las majaderías que la vida se encarga de ponernos cerca. La vida es pijotera, si no tiene otra cosa qué hacer y se encuentra aburrida, se entretiene, como niño maléfico aplastando hormigas, en hurgar en nuestra vida y joderla lo más posible, casi siempre de repente. Tengo buenas razones para decirlo, pero me son tan odiosas que no perderé el tiempo en escribirlas. Escribir, otra de las cosas que trae mala suerte. Nadie sabe por qué. A lo mejor, dentro de los grandes destinos, no ha llegado la alfabetización a los que dirigen y ellos, que no saben escribir, piensen que el escribir y los escritores son cosa mala; lo cierto es que encontrar a un escritor afortunado es tan difícil como hallar una aguja en un pajar ( sobre todo ahora que no quedan pajares)
Ya no hay tranvías que te puedan pillar, en tu casa te puede esperar tu mujer o un compañero sentimental y la lotería todo el mundo sabe que es una cosa que toca siempre a otros ( los negacionistas dicen que nunca toca de verdad a nadie, los Estados han inventado un sistema para que eso no ocurra, tienen todo manipulado de manera que cualquier sorteo está trucado y los premios gordos se los quedan ellos, los del Gobierno, que roban los dineros de la gente). Pero ya puestos a pensar ¿ por qué no pensar en una diosa llamada Fortuna o Tiqué, la griega, ligerilla de ropa, magnánima, ecuánime, que premie sin razón, castigue en poco y a veces devuelva lo jugado para que sigas jugando? Y no digo que esté bien o mal que el hombre invente nombres de dioses, lo que está mal es que el Gobierno edifique monumentos de costosos mármoles y ventanas rectas y los dedique a dichos nombres con estatuas de señores o de señoras ligeros de ropa a los que se rinda culto. ¿ Quién puede creer que por echar un sahumerio a la diosa Fortuna dicha entidad la va a dar buena y no de las que gasta a diario, que son generalmente malas? A las gentes que rinden culto a tales dioses se les llama piadosos y no mentecatos que es lo que corresponde a los ciudadanos que creen lo que les dice el Gobierno.
Cuando a Animalito le tocó la lotería sintió una satisfacción enorme, nunca otras veces sentida. Se quedó abstraído, mirando hacia arriba, pero no del todo, como miran los hombres poderosos que no conceden a las alturas sus miradas auténticas o como miran los hombres ricos que siempre creen que las gentes vienen por su dinero y se guardan a cierta distancia de sus cercanos. Rápidamente se hizo rico, irreflexivamente también, pues si bien es cierto que la cantidad de dinero era grande no lo era tanto como para echar las campanas al vuelo. En el universo de las grandes riquezas su fortuna era un granito de arena en una playa. ¡ Y bien que lo supo después! Pero salió a la calle eufórico, a nadie lo dijo, porque era precavido, disfrutaba el silencio por primera vez en la vida, tenía una cosa buena qué callar ( Suele pasar que los que gustan presumir de riquezas y dones lo hacen a la vista y presumen más de lo que tienen menos, pero cuando consiguen riquezas de verdad se callan como muertos y entonces gozan con no decirlo, los ricos de verdad no presumen, salvo que sean tontos, actores de cine o grandes literatos) Salió a la calle y la calle era suya, de manera silenciosa, con todos los ciudadanos con los que tropezó, empezando por el muchacho de la gasolinera, guardó silencio, a nadie dijo " soy millonario, me ha tocado la lotería, tengo más dinero que nunca", eso solo lo disfrutaba él. El silencio del bien era como una gran nube bajada, un cielo en la tierra, denso, inexpugnable, que prendía en todas las cosas la felicidad sentida por Animalito, la gran felicidad por el hecho de ser un hombre afortunado. La vida le compensó sus antiguas desgracias, y por una vez sintió lo que es ser feliz. Si a la diosa Tiqué el Gobierno le hubiera construido un templo habría ido a rendirle culto y echarle unos humillos para agradecerle la fortuna. En lugar de eso se fue a un restaurante a comer con su familia. Sus hijos le notaban más feliz, algo se olían, los niños saben cuándo sus padres les ocultan cosas, y algo bueno había pasado en casa, pero no quisieron hurgar demasiado, se conformaron con disfrutar la sobrevenida felicidad de su padre, como lo hacen los niños, desde fuera, jugando a ser felices.
Con la muerte en los talones
Dice la gente que aquel día el mar amaneció cabreado porque había pasado mala noche. Hacía remolinos y como que se iba para adentro y arremetía luego, con furia divina, contra las indefensas rocas que resistieron siempre su furor, furor uterino de mar amarga, de profunda mar que se solaza haciendo flotar a las indefensas criaturas y se las traga luego de soslayo a su profunda matriz donde se maquinaron todos los maleficios desde que el mundo es mundo. Su ruido era un bramido, como si quisiera despertar a los infelices pobladores de un pueblecito, pequeño y blanco, trasnochado en la costa y rodeado de los altos edificios del municipio costero vecino, que lleno de rascacielos había crecido como solo los hermanos pequeños crecen para vergüenza y aturdimiento del hermano mayor que se quedó bajo y no parecía ni de la familia. Así le pasó a Nortime, el pueblecito un día mayor. Pero Nortime no es el protagonista de este cuento, el protagonista soy yo, Caramuel amigo de Logotragón y amigo íntimo de Genuflexo, que de un tiempo a hoy tengo un problema enorme y no sé a quién ir pidiendo ayuda ni qué solución buscar al mismo. Me pasa que me doy cuenta que estoy muerto, o que me estoy muriendo sin darme cuenta, para el caso es lo mismo, que me estoy muriendo y nadie se da cuenta o me he muerto y nadie se enteró. Yo estoy de vuelta, tengo ya muchas años, regresé a Nortime, que es más viejo todavía que yo, y no lo reconocí porque no había cambiado, pero en todo era distinto. Esto es un enigma a simple vista ¿ se puede cambiar en todo y seguir siendo Nortime? Nortime de siempre tuvo fama por no cambiar ni sus modos ni sus costumbres desde su fundación, allá por los umbrales de la historia.
Cuando regresé vestido de amplias vestiduras, mojado por la lluvia, empapado, las gentes creyeron era una actor salido de la escena a vagar por el pueblo, un loco extravagante vestido de mujerzuela o sencillamente algunos me vieron como un hombre desnudo, ya que puestos a imaginar muchos ven lo que no es en todas las cosas. Además yo les hablaba como los viejos curas en un lenguaje ininteligible que chocaba con el idioma actual. Esto es lo de menos, pues valiéndome de mi buen olfato yo fui al sitio exacto donde estaba mi casa, el hogar que siempre tuvimos, la gran colina morada de nuestro pueblo, con olivos y mesetarias vides seguía en su sitio, era lo único que seguía en su sitio, justo enfrente de mi casa, pero mi casa ahora era un campo baldío, lleno de guijarros y de yerbas truculentas. No sabía qué hacer. ¿ Qué terrible guerra o monstruo cavernario había destruido mi pueblo y dejado en su lugar otro pueblo mucho más atrasado y pobre que el mío, con gentes brutos vestidos semidesnudos y sillas en la plaza donde bebían mejunjes rarísimos y echaban humos por la nariz, cual fueran hijos de los dragones infernales? Mi pueblo, mi divino pueblo que descendía de nuestros grandes héroes era lo más parecido ahora a un andurrial de los bárbaros errantes. Sin caballos, ni asnos ni mulos por su vías, con ruidos de artilugios al parecer metálicos donde corrían sentados a toda prisa para llegar muy cerca, puesto que Nortime, hoy Cerulen, es pequeñito. Puede el lector, desde su auriga bamboleada en el dulce meneo, comprender mi tribulación, asolado por el hechizo que me ha traído a mi lugar de origen y lo ha hecho de la manera más cruel posible, cambiándome todo y seguir siendo el mismo. No cabe mayor desgracia que la soledad en medio de los que debieran ser los tuyos.
Pero hay otra desgracia más, y ésa es la mía, ¿ quién soy yo? ¿ a qué he dedicado mi tiempo libre?, para no darme cuenta que el tiempo, que es dragón inteligente, te somete sin sentidos y te lleva a un lugar donde tú no quisiste estar nunca y lo hace al final como si hubiera pasado deprisa. No tiene escape. ¿ He viajado? Tengo una vaga referencia en la memoria que me dice que sí; sin embargo no admito que lo haya sido por miles de años, ni en qué lugar, país, región del mundo lo hiciera ni para qué lo hiciera. Todo ha pasado en un sueño y desperté acorchado y vestido, buscando mi casa y no la encontré, en su lugar hay un erial, una metáfora, una áncora sin brazos que me muestra la ruina total de mi vida. Tengo ya muchos años, lo noto en mis carnes, no soy el joven aquel que se durmió dichoso y despertó en un mundo raro. ¿ O fui raptado por alguno de mis dioses que me ha llevado más allá de las estrellas donde moran los desterrados por bobos? Leí de muchacho a los grandes maestros que ya contaban que el tiempo no existe, para cachondeo de todos nosotros que los tomábamos en lo que son diletantes engreídos, hijos de buenas familias que vivían de sus rentas y ocupaban su tiempo en necedades, los filósofos tenían muy mala acogida en los pueblos, de siempre, porque los pueblos no perdonan a quienes los miran por encima del hombro, como si fuera superiores, por una cosa tan fútil y efímera como es la cultura, y al tiempo es de los más pesado, ¿ qué, si no es cultura, lo que muere pronto como pavesa y pesa como un marmolillo? Pero, a mi pesar, tenían razón los filósofos, el tiempo no existe ¡ porque yo estoy vivo y el tiempo no ha pasado para mí! El tiempo solo pasa advertidamente cuando estás muerto. ¿ Acaso yo soy ahora un muerto viviente, con otros muertos que vivan dentro de mí como entonces, mis dos amigos del alma también?
Ahora el mar parece en calma. Ante mis ojos se abren dos opciones: o cuento mi caso, con pelos y señales, o me callo para siempre y me meto en la vida como uno más, aprendo sus artilugios y me gano el sustento, que la vida siga sin saber nunca mi secreto, así seré un hombre que no ha perdido su tiempo del todo. La otra vida ha pasado en un soplo, sin que yo me diera cuenta y ahora me lleva a este raro final donde yo no entiendo nada y mi casa se ha convertido en estos simples yerbajos, calmosos como la mar, tendré que trabajarlos y convertirlos en una tierra fértil, para ganar mi pan y vivir, antes aprenderé el lenguaje de las gentes de Cerulem, - siempre serán para mí como extranjeros, nunca será mi pueblo-, pues visten estrafalarios y echan humo por las narices. Sería inútil que yo buscara a Logotragón ni a Genuflexo, mis dos amigos, ellos siempre hacían las cosas mejor que yo según me decían en casa, habrán muerto, como todo el mundo decente, hace ya muchos años, a su debido tiempo.
Si viviera aún mi madre me diría: hijo, ¿ ves a dónde lleva tanta lectura?
En la boca del lobo
Y fue el delirio. Saltaron puertas y cornisas, azulejos y materias, lo hondo y lo pútrido, el Sol, el discurrir del río, saltaron las palabras y con ellas todas las obras escritas, saltaron los dientes y los puños y los perniles: saltó todo por los aires. Y luego quedó un silencio amontonado. Nada más pudo saltar después. El mundo había cambiado saltando por los aires. ¡ Y a comenzar de nuevo!
Decir que la Tierra gira es un invento, que gira en torno del Sol un invento más, solo podemos decir que es lo que vemos. Juan al llegar en el vagón del metro a la estación quedó parado, otro metro estaba estacionado en la dirección opuesta y éste reemprendió su marcha y al hacerlo Juan sintió que era el suyo el que avanzaba suavemente, poéticamente, como con menos ruido, en una parodia de la teoría de la relatividad, pero su metro no avanzaba, era el otro, el suyo lo hizo bruscamente después de sonar un silbato de advertencia, con poderío real. Ni su metro ni el opuesto, en realidad lo único que se paró y avanzó, aunque parezca paradójico, fue la estación, nadie lo diría, quizás algún físico, pero solo se mueven y se paran los destinos, los finales. El destino atrae y aleja, nos para y nos deja sueltos, nos lanza a los aires y nos recoge hechos un gurruño, como trapos en el suelo. A Juan el destino lo llevó por una senda llena de curvas, con olor a yerro y a aguas sucias, con cantos lamentables de los poetas y guitarras en equilibrio, entre el invisible humo cálido del calor humano y la frialdad humana de la ignorancia, por calles y por puertas, sobre aceras rotas, entre coches y bambalinas, contra terrazas verdes y puntitas de macetas. El destino lo sumió en el desatino. Esto pensaba un día que le dio por pensar en su vida; hasta entonces la vida había pasado poco ruidosa, incluso en las fiestas cuando los tontorrones de los cohetes arman barullo y sacan luces de colores que se desvanecen efímeras en la noche, incluso así el verdadero ruido lo produce la estación que es la que da el petardo final, el más ruidoso, cuando en un extraño silencio nos ponemos a reflexionar sobre nuestra vida, ya sin tiempo para recomponerla o enderezarla. Así lo sintió Juan por primera vez en su vida, nunca antes y le habían pasado muchas cosas, pudo advertirlo, pues siguió viviendo nada más que por vivir. En la vida real solo los personajes de ficción reflexionan con tiempo cuando su autor con genio sabe expresar los sentimientos dormidos y vigorosamente despierta a sus personajes del letargo vital, de lo que llamaron los franceses la angustia vital.
Juan había llegado a esa ciudad hace bastante años. Llegó solo, con pocos años y sin ningún temor, con ilusión llegaba apostado en el duro asiento del viejo tren que lo traía, las piernas doloridas y los pies algo hinchados tras largas horas de viaje. Una mezcla de carbonilla y de olor lejano de orines le acompañó en la noche, ¡ Qué bien malolían los viejos trenes!. Nada más llegar a la calle, con las ráfagas frías del primerizo invierno, sintió su vida futura y no le gustó nada. Las gentes de la gran capital andaban deprisa, como desfilando, llenando las anchas aceras iban a sus trabajos, nadie le miraba, a nadie reconoció. Comprendió al momento que no debió venir, que no debió dejar el abrigo de su pueblo. En sus calles reconocía los rostros de los viandantes, algunos le saludaban, mientras que en el primer instante que tuvo contacto con las gentes de la capital entendió que aquello había terminado para él, aquí nadie le reconocía porque, entre otras imposibilidades, caminaban deprisa, nadie miraba a nadie, ni por curiosidad siquiera. Se había metido en la boca del lobo.
Qué hacer se dijo cuando todas las cosas que había soñado no eran posibles y él mismo también era en cierto modo una utopía, su muñeco roto. Protestaba, eso sí, contra la palabra fracaso, que es un término como el del movimiento que las gentes nunca entienden bien. Lo suyo no era un fracaso realmente, era una imposibilidad, como la vida para los muertos, también el mal conocimiento de su realidad. Antiguamente los hombres perplejos, como él estaba ahora, recogían sus pocos enseres en el hatillo, y colgados del hombro, los paseaban andantes de ciudad en ciudad en busca de la fortuna que la vida les negó hasta entonces. Los personajes andariegos de la literatura medieval, todos escritos en buena hora. Recoger la pobreza y reemprender la marcha sobre otras metas que, aunque sean menos sonoras y nunca brillantes, son la compensación de ser reales. Los muertos desde sus tumbas agradecen la lección de realidad que a su final les dio la vida.
A Juan todavía le quedaba la intimidad, que es una cosa que todos queremos por lo menos una vez al día, para que nuestra vida fluya humilde en las cosas esenciales. Entonces, estando en su intimidad, tomó una decisión, y no quiero decir las cosas que el meditó como malas ni las decisiones erróneas que él había tomado en su vida, porque todas o casi todas fueron lo mismo. Medite también el lector sobre la suya propia y verá que su vida está llena de errores incluso contra sigo mismo. Lo mismo pensó Juan. No era cosa de emprender nuevos caminos, la edad no le acompañaba, si hubiera reflexionado veinte años antes seguramente su vida hubiera cambiado a mejor desde la reflexión. Conviene pararse alguna vez en la vida y que se mueva el tren de otros. La Capital, con su aparente desprecio, ahora le mostraba la actitud más racional y valiente de todas: valía mucho su ignorancia, valía su identidad real, no tenía que ser más ni tenía que ser mejor, con ser él mismo debía bastarle. Por una vez él era lo importante en su vida. El Mundo puede saltar por los aires, pero Juan debería quedarse con su afición más sentida, que yo no la he dicho hasta ahora, su decisión fue acertada. Quedarse con lo poco y no pensar en lo mucho que otros consiguieron sin esfuerzo apenas, sin mérito también, con el gran padrino que se divierte poniendo y quitando personajes. La indiferencia, para algunos lo más doloroso, era su realidad, pero le quedaba su oficio aprendido y no era poco, el de toda la vida, lo único que sabía hacer y le gustaba hacerlo. No daba riquezas, no daba premios, no compensaba socialmente, pero era un hecho en sí, en busca de amistades anónimas en medio de la niebla. En la vida, sobre todo en invierno, suele bajar una niebla gris, que casi lo tapa todo, benévola frialdad cercana a la tibieza, que desdibuja colores a la ciudad y trae el profundo mensaje de los efluvios interiores, ese magma que engendra la vida, desde las oscuras ingles pantanosas de la fecundidad. No es niebla de crímenes ni de sangre, sino la sutil y humilde vida que nos sostiene a todos. Así lo expresó Juan en su maravillosa novela, con páginas brillantes que son como la de una gran sinfonía que él describió tan bien. No digo más, yo sé quién es Juan, este es mi lejano tributo a su amistad de aquellos días, desde el siniestro mundo de la escritura.
Los provincianos
Qué me miráis así, que tan lejos me miráis. Antiguamente las ciudades bullían en muchas cosas, más de las que nos quedaron, menos de las que quisieran, pues eran ciudades cómodas, nacidas de la necesidad y del buen gusto de sus señores que las regían con cuidado y muchas veces cariño, pero estaban celosas las unas de las otras y a cada cual de ellas quería sobresalir y apurarse en privilegios, la una era muy ilustre, la otra grande villa, la que más tierra de Gracia, tal de un señor casi mitológico y hasta las había, más de una, que descendían del gran Hércules, herculanas de agora, terras escogidas. Por eso la una de la otra recelaban y todas querían tenor que las cantara o glosador que glosara las hazañas de sus hijos más preclaros, quitándose la una a la otra aquellos vates que, aunque de paso, pasaran cerca de sus murallas y en ellas quedaran, algunos de piedra dando en su mano comer a los gorrioncillos del parque el pan que dejaran los niños y de beber a palomas las pocas aguas que por allí cayeran desde el cielo impoluto. De este modo el viajero puede comprobar que, aunque se parecen, la verdad es que la una de la otra están separadas por la codicia, la envidia y las querellas juveniles, que no hay peor enemigo que el hermano menor, ni peor avenido desde el Nascimento, pues de es natura la locura.
En un plano común, cosido a peña, se distinguían entre frondosos bosques, lagunas azules y ríos de plata, los viejos caminos que el azaroso poeta recorría gozoso, de feria en feria, para las juvenalias y justas, en cantigas que en ellas se formaban todos los años en días señalados, de fiestas y de probanzas. Juntas poéticas que, con otros menesteres placenteros y la buena yanta servían de regocijo al menos una vez al año a los lugareños y que los poetas probaban gustosos, servidos de la rivalidad que entre ellas había. Un ruido silencioso marcaba las fronteras de los territorios sabidos, pugnando cada cual por los castillos más hermosos y las inmensas praderas donde cazaban corsos y demás fieras que se producen en bosques cercanos. También, las fuentes, existiendo una tradición antigua que en ellas se formalizaban casamientos y apaños desde que el mundo es mundo conocido y aun antes, por la vieja costumbre que tienen los seres vivientes de servirse del agua que natural mana y crece en todas partes y más en las tierras probadamente buenas entre las peñas. De ellas nació Azorín hijo de Azor, que de temprano quiso ser poeta y lo fue a gusto de todos para mayor gloria de la villa que lo vio nacer y de la otra envidiosa que lo retuvo y quiso ya hombre para toda la vida hasta su muerte. De modo que a día de hoy se perdió en parte el nombre de la suya y ya solo quedó el tiempo que estuvo vivo y escribiendo muy bien y limpio de los grandes cigarrales mesetarios de su nueva patria, que es la mayor de todos y la más avariciosa, mientras la otra pobrecilla quedó como sin hijo y aunque, orgullosa, le dio calle y museo, más bien lo hizo como segundota que no como la merecedora de tal insigne poeta, barrigón y lastrado, de rostro sonriente y rojos paraguas. La más grande lo arrebató e incluso tuvo la osadía de gritarle a la otra, pues son lejanas, a la auténtica madre, celosa de su barriga que fue la que lo engendró, pues es sabido que ésta arrebata y come más de lo que riega y sirve, de todas cuantas existen arrebata sus hijos más preclaros y los hace suyos de modo que ya no hay madres ni abuelas sino solo ella, que protesta a hasta las miradas de las pobrecillas y auténticas madres que siempre son las que engendran.
Mas todo parece silencioso como la historia que, aunque grita verdades, lo hace quedo y los funestos embusteros se inventan otras que solo son guisos que gustan los muchos afanados en ganar puestos de educadores. Yo sé lo que digo y por qué lo digo, pero me callo también, en esta vida nunca quedé mejor conmigo que cuando en silencio quedé. En silencio aparecen las ciudades, pero hay una guerra entre ellas, y todas pugnan por quedar encima, las unas con la verdad de ser auténticas engendradoras de hombres grandes, las otras porque parecen que solo ellas pueden hacerlos, nada más pasen por sus calles, como lo hacían los antiguos trovadores y los poetas todos, en sus fiestas y glorias, desde buscones y lazarillos hasta trovadores y cortesanos, cuyas contiendas aún duran aunque sordamente, pero que emplazan a los más jóvenes a ser insolentes y tirarse pullas, en contiendas como en el juego de pelotas, cuyas riñas se pierden en los anales de la historia y los hubo en todos los lugares, aún en mundos por descubrir, como el nipón por decir alguna cosa cierta.
Azorín lo quiso y cantó a su nueva patria, de la que dijo tener los mejores alrededores del mundo, todavía inéditos para algunos y esquilmados para los dirigentes políticos de hoy que los quieren desérticos pero con árboles, parece que calló la suya, aunque estaba en toda su prosa suave y llana, como la luz, iluminada y sencilla y por ello la más solemne que se haya escrito nunca, y la que vino de Monovar que no de la Capital ni la del Centro del Mundo que paseó el poeta, en la magistral ruta por donde pasó la mejor Literatura actual tal lo hiciera la vieja de siempre, de los auténticos hombres de letras, aquellos cuyas ciudades pugnaban por hacerlos suyos y ellos lo querían y lo servían de ese modo. El arte inútil de saber no hacer nada, de solo pasar, de sentarse a contemplar el movimiento de los paisajes que parecen inmóviles a las gentes y que bullen en su prosa con incandescentes luces limpias y frías, las ciudades de su estoicismo. Como en sus novelas, que parecen no decir nada, como este cuento que no cuenta, la vida fue un soplo donde voló su pluma y todavía lo hace sin decaer.
Caballo de Troya
Cuando Gregorio se despertó una mañana el rincón de su balcón apareció de manera impensable lleno de juguetes. Distinguió, desde la cuna, toda clase de cosas que ilusionan a un niño, el payaso vestido de muñeco, con lunares blancos, un mágico tambor rojo, su juguete preferido, que ya había tocado antes de nacer, pero solo de oído ( El tambor fue lo primero que desapareció, a los pocos días) Había otras cosas pequeñas, cacharricos, coches, caramelos grandotes, verdes y rojos. Y, echado a un lado, presidiéndolo todo, un grandioso caballo que hablaba francés como pudo comprobar cuando lo tuvo más cerca. Seguramente del vientre del caballo salieron todos aquellos juguetes que los dioses griegos - que habitan solo en los niños- idearon para el solemne día. Desde entonces le fascinaron los caballos, tanto los vivos como los otros, pero en su memoria quedó vagamente la terquedad del caballo de cartón que no quiso comer las galletas que él tuitivamente le ofrecía.
Siempre le gustaron los caballos, mozalbete aprendió a montarlos, y lo hacía incluso a pelo. Siendo niño, apenas con doce años, a caballo recorrió la Serranía de Ronda, la mejor Naturaleza del mundo, desde su cortijo con olor a garbanzos a la ciudad del Tajo, por montes y veredas, cañadas y matorrales, jamás lo tiraron, ni le dieron el menor disgusto. Cuando volvía llevaba con cansinos andares los animales de la cuadra, mulos y burros también, a abebrar al río, desnudos como los parieron sus madres, algunos sueltos, sin correas, se sabían el camino de memoria, él sentía el calor poderoso de su caballo, su vaivén de arquitectura moviente, la mansa domesticidad.
La fascinación del caballo de cartón era en el fondo más misteriosa que lo dicho. Algo en el caballo vibraba, como la teoría de la masa y el movimiento browniano, y, al compás de ello, tomaban vida los otros juguetes. Desde el alféizar del ventanal atravesaban los rayos del Sol, llenos de danzantes polvillos, minúsculas réplicas del Universo, dando al acto una atmósfera mágica entre nieblas azules. En realidad esta maravilla inesperada produjo en el niño un shock. Los juguetes se fueron perdiendo todos, primero el tambor, por mano criminal, luego los otros por el uso normal y por último el caballo, harto de jugar y golpearlo contra el suelo. Pero le quedó el shock del rincón, y mientras fue un niño, al despertar, miraba hacia el rincón por si se había producido el prodigio, pero nunca más pasó.
En aquel 6 de Enero sucedieron otras cosas, ahora apenas las puede recordar, los juguetes, luego lo recreó su razón, hablaban bajito y le despertaron. Estaban felizmente conchabados para hacerlo feliz, cada cual con su estilo y personalidad, no solo el caballo se hizo carne, también los otros juguetes animaron al niño, que, como no sabía hablar, nunca pudo contar a los mayores las travesuras de la vida con los pequeños. Será por eso que los chiquillos parecen reír a solas, con risotadas-carracas, como loquillos de la vida. Ternura de la Creación con los niños, aunque también sufren- pesadillas y pavores- por los espectrales duendes maléficos, que, como serpientes aladas, en la noche se cuelan por lo alto de las puertas.
Las nubes
Zambruno estaba cagando en pleno campo, rodeado de las Montañas Peladas que más parecían riscos que suaves montes, cuando un fuerte estampido sacudió la Tierra y al tiempo un fogonazo de luz cegadora. El trueno-relámpago era el inicio de una tormenta que le pilló en medio de la faena. Compungido y presuroso, empuñando su ropaje, cortó el ambientillo embriagador de la mierda-tierra y salió en busca de refugio. Buscaba una cosa civilizada entre los pelados montes. Pero nada hay civilizado entre pelados montes. Ah, si antes de elegir un sitio abajo para acomodar su vientre hubiera mirado hacia arriba se habría percatado de los malos augurios que cantaban unas nubes negras. La Naturaleza, que no es enigmática ni guarda secretos pese a lo que se escribe de ella, es increíblemente neutral, le hubiera protegido, como protege a todo el mundo que se defiende de ella, nunca se opone a nada, ni siquiera a ser descubierta en sus cosas recónditas; las temibles nubes del aguacero, capaces de llevar la ruina y la muerte, no dejan de ser en el fondo cosas inocentes, rebaños de sedosas lanas; el calor, los vientos, las cabañuelas de un gafe, el frío, el Niño, causas todas ellas de las tormentas, una a una, son cosas inocentes, como lo son, uno a uno, los soldados de un Ejército Avasallador. Todo es bueno. No miró hacia arriba y fue su error, los errores se pagan y él lo pagó con una cagada a medias de la que aún le quedaban pedos, soltó el último mientras corría a ponerse debajo de un árbol, el peor de los refugios en una tormenta. Su cabeza empezó a dar vueltas a las soluciones imprescindibles: las nubes, se dijo, están libres, demasiado libres; el dominio de las nubes no ha sido tratado seriamente, con rigor científico, son reductos del mundo salvaje que conviven malamente con el hombre civilizado, deberían haber sido domesticadas como las gallinas blancas o las ovejas que tanto se les parecen, para aprovechar sus aguas en los sitios que se necesiten ( De hecho ya hay gobiernos que tratan de gobernarlas) Puede que, con el tiempo, y ya siguió pero alucinando del todo, sean sustituidas por artilugios, a manera de las radios con las ondas hertzianas, y se recoja el agua de la atmósfera, la gran nube incolora, para ser transportada a donde quiera la mente del hombre; entonces estas nubes cantoras quedarán como lo que son fósiles para la Historia Natural. El hombre amo y señor del Universo, nada menos, lo cual, ante la vastedad del Universo, no deja de ser una teoría un tanto cuántico-atrevida. En la Tierra hay lo que hay, concluyó, sin venir a cuento, y nunca hubo más. La rotundidad de esta frase fue acompañada por unos truenos seguidos que parecían darle la razón. O, al contrario, estar muy cabreados con la misma. Dualidad intrínseca a la interpretación del Universo.
Cantaban las nubes " Todo se desvanece como agua ". Al oírlas, comprendió que su vida había pasado entre nubes, como las que bajaban eclécticas y ruidosas. Las nubes cantoras. Nada de su vida fue cierto. Sus pensamientos fueron nubes y sus días e incluso los sueños, estos de manera evidente, pues se diluyeron como cosas imposibles. El amor también lo fue, aunque de él se colgaran personajes importantes. Solo así podemos explicarnos las traiciones de nuestros seres queridos, se dijo, el poco aprecio que de verdad nos tuvieron; porque vivió engañado, en unas nubes lloronas que taparon la verdad mientras iban a lo suyo, a descargar y quedarse como nuevas. Descargaba el agua su furor. El agua, copiosa y furiosa, quería tener más mala leche que el rayo y el rayo más que el trueno. También los pedos de Zambrano querían descargar, mientras el Imperio se desmoronaba. Cuando un gran Imperio se derrumba, nada ni nadie lo levantará luego, ni siquiera las nubes antropomórficas, pasará al mundo tano-socrático. No hay futuro para los imperios caídos.
Horas y horas estuvo Zambruno debajo del árbol. Le pareció una eternidad, pero por primera vez en su vida fue consciente de la verdad. Y con la verdad se puede construir el futuro. Todo sería posible luego, menos el pasado, que es lo único imposible.
Por el Camino de Swann
Cuando Christian metió en la boca un trozo de pan empapado en leche sucedió el prodigio, el bocado se expandió como fuego luminoso de un tiempo que habitaba en la oscuridad de su memoria, se llenó de dulzura exquisita, era el recuerdo físico más embriagador, evocador y grandioso que lo fuera cualquier otro recuerdo intelectual. Entendió al instante que la misteriosa vida tiene secretos y uno de ellos es la capacidad para guardar intacto el tiempo y lo manifiesta como una sensación. La vida son sensaciones, la malquerida materia cuyo esencia física la denigran hasta los seres buenos del Universo, no vale nada para ellos; sin embargo, paradójicamente, es la gran madre que nos sostiene en la vida con sus verdades materiales, reales, la que nos dio vida primeramente, con cosas como la sangre y el mosto, los crepúsculos materiales del Universo cargados de color bellísimo y la transparencia voluptuosa del cristal por la luz atravesado. Primer día, todo es materia. El mundo debe ser un infierno para los hombres espirituales, que no tienen escrúpulos cuando dicen que tanto la materia como los bienes materiales son cosas de segundo grado.
Sucedió que aquel bocado dulcísimo le llevó seguramente al primer bocado de su vida, con la sencilla solemnidad de sus cuidadores que mirarían expectantes su boquita para gustar espaciosamente, con extrañeza, cerrando los ojos incluso, y cuyo dulzor benévolo le sorprendió y explotó en su mente, llenándolo con una cosa nueva hasta entonces, la felicidad. Un hombre no empieza a vivir cuando sale del seno materno y llora tremendamente lo primero, ni cuando sonríe con las caricias de su madre, ni siquiera con su primer día de Colegio, sino cuando siente en cada etapa física por primera vez, ya sea con el paladar, con el sexo, y por último con la muerte. Sucedió que se dio cuenta que en su vida había algo misterioso que vivía con él, era él mismo con sus recuerdos nítidos, que salían a la conciencia, los más ocultos en su cerebro. La segunda vez de la sensación fue como la primera pero mucho más consciente, más pura pues no había dudas ni temores, ni el desconocimiento de la incultura, nítida, pues ya se conocía; la segunda sensación vívida recuerda a la primera y la recrea con más detalle, es una sensación creativa. Segundo día, la Creación. Lo primero que pasó no sucedió un primer día, como nos han contado, aunque hubiera sido lo más racional, sucedió el Segundo Día cuando las cosas eran reales, para acabar siendo más grandiosa y detallada. Todas las cosas recuerdan ese pasado eterno espiritual que se vive en el presente como tiempo real, pero vinieron diseñadas desde el recuerdo, en otro estadío anterior. Así, desde lo más bello y aprovechable a las peores y venenosas cosas de este mundo.
Luego, otras veces, volvió la magia del bocado de pan, mojado en leche o en sopa, siempre pan mojado, que de pronto traía un tiempo de dulzor increíble, y apenas duró una milésima de segundo, pero ya cada vez más de tarde en tarde. Tercer día, la muerte. La materia muere, se irá perdiendo como energía, para nunca más ser, como nosotros. Si el primer día fue la revelación, el segundo día fue la conciencia y el tercero, presente, es solamente tiempo.
El hombre invisible
Cualquier parecido con la realidad debería ser una coincidencia
Un 8 de Febrero de 1896, en un pueblecito lejano a Londres, de la todavía pomposa Gran Bretaña, nacía el niño más raro que en el mundo puede haber; antes de nacer su madre le puso por nombre Alejandro << El que protege a los varones >> por un novio que tuvo que la dejó enamorada para siempre; su verdadero padre, al contrario, no quiso ponerle ninguno porque pensó siempre que su nacimiento fue solo locura o solazamiento de su mujer y que su hijo no existía, era la imaginación de su madre. Pero nació berreando, como todos nosotros, aunque nadie le oyó; pataleando pero la matrona que asistía al parto enloqueció al ver que había perdido al niño que parecía venir en sus manos, y que si en un principió sintió su cabecita mojada cuando la madre había dilatado del todo, luego no vio nada, una rara sensación de una cosa que no existe de verdad, una proyección ideal del principio universal de la densidad de la materia pero nada más, era como contar monedas en un monedero vacío. El niño, se dijo, no nació. Pero salió una placenta hermosa, y se empaparon del líquido transparente, amniótico, las telas de hilo blanco, y la sangre manchó con rosas la sábana. La gordita matrona, morena de cutis blanquísimo, con olor a talcos ingleses, de pelo y ojos ensortijados, entendió que fue uno de esos partos falsos, pseudociesis, de embarazo imaginario, según la mucha experiencia que tenía de estas cosas malas, pues había visto de todo, hasta fetos con aspecto animaloide de la unión carnal entre los hombres y las fieras, nadie sabe a ciencia cierta lo que puede venir de una parida inglesa. Solo su madre, costosamente, lavó al chiquillo abandonado por todos menos por ella; antes le cortó el cordón umbilical, luego lo acurrucó en sus brazos y por último le dio los primeros calostros. No es que lo viera del todo, para ella tuvo siempre el aspecto de una bombilla, pero en lo demás era varón, bien dotado, " valedor de varones ", que durmió enseguida satisfecho de haber nacido, sabiéndose la lección que todo niño trae aprendida ( vivir será luego para el hombre, al contrario que los animales, olvidar del todo las lecciones aprendidas) Era casi normal, de momento. Desde entonces estuvo unido a su madre. Ah las madres, siempre se dejan algo olvidado en el cuerpo de los hijos, y ese algo es más dúctil e influyente que el cordón umbilical, pero también es físico, real, material o tangible, como dirían las definiciones colegiales.
No podía ser de otro modo, la Ciencia todavía no había estudiado la Acromovitrosis Fatal Idiopática, que es fenómeno más físico que biológico por el cual los individuos, sin ver alteradas sus funciones vitales esenciales, dotan tanto a su cuerpo como a los organismos que se sitúen dentro o cerca de su órbita de poder desviar los rayos de luz en todas las direcciones, pues no absorben nada de luz, de manera que se hacen transparentes, invisibles. Estos individuos dejan de tener asociados los elementos que nos hacen ser sociedad; los cerebros de cada uno de nosotros, dicen, son los que fabrican los colores, que en realidad, como nuestro Alejandro, no existen, los colores son creaciones del colectivo y el colectivo deja de reconocerlos porque algo en su organismo impide la unión y el conchabe general para ver lo que todos vemos y sentir lo que todos sentimos. Son individuos únicos y acrónicos. No digamos que en la Naturaleza no hay estos fenómenos, ha habido hasta un destructor invisible, digamos mejor que no los vemos y lo que no vemos para nosotros no existe. Ni en la Tierra ni fuera de la Tierra.
Era de noche y de pronto salió la ironía del Sol, que a todos deja fríos, oscuros y circunflejos. Alejandro fue en su vida lo más parecido a un Sol, no se dejaba ver, y como el Sol dañaba la vista a aquel que osara buscar demasiado su existencia, encontraría luego la ceguera total, la imposibilidad de distinguir de nuevo la luz entre las sombras. En ocasiones aprovechó bien su peculiar circunstancia, hacía que todo el mundo fuera circunstancia, no esencia, seres prevalidos y no validos, aunque algunos dieran balidos, todos veían igual de mal y a todos pudo engañar cuantas veces quiso, como si él fuera muy inteligente, que no lo era. Más dura fue la caída. Solo le faltaba volar para ser más puro e importante. Su cuerpo, que era como cristal, licenciado vidriera se decía cachondo, era pesado como la alfabetización de un indígena. No podía volar y bien que lo sentía, cuantas veces lo intentó, curioso por saber si también tenía esa otra cualidad idiopática, se fue al suelo. Aprendida la primera lección, luego solo se tiraría desde las cosas bajitas, que son tan poco dañinas como los chistes verdes para la moral victoriana.
Su signo preferido era la Amantis, pero solamente aquella blanca con dibujos rojos y delicadas clorofilas, que se hace pasar por una orquídea, orquídea que, como él, no existe, existe solo un dragón que devora insectos y los convierte pronto en papilla con olor a nenuco. Los insectos en general mueren pronto de la impresión que les produce ver la tontorrona y bella orquídea como un monstruoso insecto, que se los come al momento. En general le gustaban todos los camuflajes. Ser y no ser al tiempo. Aunque en ocasiones, cuando, como a todos los hombres, le venían pensamientos profundos quería salir a la superficie, ser visto, tocar las manos ajenas, hacer confidencias, hablar e incluso amar. Amor físico, por supuesto, que sigue siendo el primero de la clase, título que nadie le quitará por ser intangible. Intangible he aquí una palabra muy unida a él. Sin embargo detestaba esta otra de Transparencia, le parecía de idiotas y todo lo contrario a él, aunque para el vulgo sería lo más adecuado, el hombre transparente, pues no y esto es lo fatal en la vida de los que dicen gustar el mundo físico son unos ignorantes que confunden como dicen los gallegos el rábano con las hojas, un camuflaje cuasi divino, perfecto, nunca será la burda transparencia, que deja ver los secretos recónditos y hace vulnerables a los sujetos. Es la otra transparencia total, pertenece a un orden superior, lo que no existe. O solo existe para las madres del mundo, la gente que ama del todo.
También comprendió alguna vez que nada hay perfecto en esta vida, ni las cosas buenas ni, y esto es lo más trágico, ni las cosas malas. A cierta distancia, con la luz inclinada del atardecer o la más oscura de la noche, se le veía algo, no podía ir completamente desnudo como solía, ni hacer cosa alguna que las buenas costumbres condenan, como si nadie le viera, ni ponerse muy cerca de las mujeres más buenas, ni besarlas furtivamente o tocarlas suavemente por supuesto. Eran las horas que él llamaba de puntos muertos, porque en su mundo las cosas pasaban en cierto modo al revés, puntos ciegos para los conductores son esos espacios visuales cercanos que quedan fuera de la vista; los suyos se veían, aunque veladamente, tan veladamente como los hombres parecen transparentes a ciertas horas vespertinas si están cerca del mar, tirados a todo lo ancho de la playa oscura cuando las olas que llegan empiezan a ser solamente ruidosas.
Mientras duró su madre fue como todos los hijos un hombre poco feliz, pero cuando le faltó su madre echó de menos aquella infelicidad de lo mal que lo estaba pasando sin ella. No era para menos, sin su madre le faltaba la comida. Ella le guisaba, le mullía la cama, se preocupaba de él como si fuera un niño, siempre fue un niño para su madre, niño desvalido, aunque bien dotado, que se llamaba como su primer novio, el eterno amado, y se parecía a él pues nunca lo vio luego, aunque mirara esperanzada unos sitios que se quedaron transparentes cuando ellos se dejaron. Su madre seguramente murió y ante esta nueva necesidad él tuvo una idea feliz, cubrió su cuerpo con vendas algo sucias, como las de los hospitales, y se puso un sombrero a la moda y gafas azules para ver y que no le vieran los ojos traspillados en las rendijas de una colmena, como se ven los ojos de las momias decentes de toda la vida, se dedicó al Cine, industria de salida portentosa que acogió y acoge a todos los ociosos de esta vida y triunfó haciendo de su necesidad virtud, como dijo de singular poeta un escritorzuelo de portadas de revistas, en lo que era primordialmente: triunfó en lo suyo, como el Hombre Invisible. Después de su gran éxito nadie ha dicho que haya muerto. Cuidado las mujeres entonces, si se os pone la carne de gallina ante sutiles rozamientos en vuestros delicados brazos. Por otro lado, sabiendo su curiosidad innata por las cosas del mundo, seguro le habrá gustado experimentar si además de ser transparente era inmortal, en cuyo caso en sus horas bajas, que las tendría, se diría que a lo mejor estaba muerto, era un muerto inmortal; pues muerto nació y muerto siguió salvo para su madre, la que amaba a Alejandro. Tan muerto como lo consideraría su padre. O no tanto.
Cuando vengan las nieves
Carretera- Hace tanto frío en Invierno, no sé cómo pueda gustarte a ti, (se dirige al viejo Olmo) que siempre fuiste frágil y disoluto
Viejo Olmo- ¿ Yo? qué sabrás tú de mí
Meandro del río- Os pasáis la vida discutiendo por bobadas (señala con una rama seca al Viejo Olmo) Te has quejado siempre del frío, del frío y de todo, hasta de los pájaros que se cagan en ti y no te dejan coger el sueño en sus atardeceres escandalosos. Y tú Carretera siempre dijiste ojala llegue el Invierno y desaparezca este trajín de coches con familias que vienen a pasar el domingo. No estás contenta con nada. Dicen las malas lenguas que disfrutas con los accidentes y algunos los provocas, echándote a un lado o marcando tus curvas o dándoles la zancadilla. ¿ Has visto algún Invierno sin nieve? El que está a las duras debe estar a las maduras.
Carretera- A ti, no te hablo, no puedo verte además, estás siempre debajo de mí, solitario bajo mis puentes y pasa-ríos, enrollándote con ramajes y hojarascas, no sabes nada del mundo, estás habitado por los melindrosos peces, les sirves de madriguera, los ocultas en los inviernos y te llenan con sus babas.
Viejo Olmo- ¿ A qué viene meter a los peces en esto? los pobres son apocados y silenciosos...
Cinco peces (contorneándose y doblando sus brillantes lomos, asoman sus bocas redondas, cogiendo aire como si se asfixiaran) al unísono- ¿ Cómo que apocados? Apocado tú, con la galeruca que te trae por la calle de la amargura, que si plaga, que si me voy a morir, tómate un trago de Sevin contra la galeruca que te devora, mejor que el vino tinto que tanto gustas y bebes con tus poetas, dices a todas horas cuándo vendrá la nieve y acabe con la vida de los bribones escarabajos, nos tienes hartos. ¿ Qué clase de nieve quieres ? ¿ La blanca que consumías a tus veinte años? ¿ O la de verdad, criatura cruel que acabará con todos nosotros? Viejo Olmo, gordiflón, muérete ya, que va siendo hora...
Hombre malo ( escritor por más señas)- Qué hermoso el campo y pacífico, ninguna discusión en sus aceras, nadie pelea, es la paz, tú, viejo olmo qué bien plantado estás en medio de Natura, dando tu acogedora sombra, rebosas salud; y tú río, de pocas y cristalinas aguas, remado por los suspiros, con meandros que solo cantan cara al Sol que te baña, y susurros de campanillas de plata en sus coronas livianas de efímeras espumas, el frío del Invierno se acerca y os ocultará, tesoro de la Naturaleza, y un pacífico manto de armiño os cubrirá...
Cinco peces, al unísono- Quién es este loco, fijaos si lleva caña, los locos así tratan de pescarnos con corchos flotantes y miguitas de pan ¡ con lo que engorda el pan! En serio amigos, lo sentimos pero nos vamos, nos ocultamos en las cosas profundas para no picar con la charlatanería de los locos hombres ( desaparecen en el fondo del meandro)
Un viejo sapo que pasaba por allí- Me daría un bañito, pero no sé si sé nadar: hace tanto tiempo que fui renacuajo y llevaba la cola al revés...
La vieja culebra- Cae en mi trampa sapo sabio, tontorrón, acércate a la orilla, verás qué fresquita está mi boca y qué calentita mi tripa
Viejo Olmo- Cuánta gente esta mañana, el verano se alarga para nuestra ruina: cuando venga la nieve acabará con todos. ¡ Que venga pronto la nieve!
Carretera- Que venga pronto la nieve (imitándolo, temblando la voz) Para que rompa la carretera por mil partes, con sus aguas negras y me saque los años. ¿ A ti te gusta parecer más viejo, viejo Olmo?
La nube ( suelta un puñadito de agua)- ¡ Agua, va!
Coro- ¡ Refugiaos, se pone a llover ahora! Y todavía no hemos cantado...El tiempo está loco, loco, loco, llueve cuando no, nieva cuando sí, hace calor en Invierno, el Verano hace temblar de frío, el tiempo está loco, loco, loco, pasito para alante, pasito para atrás, qué sería del mundo sin los coros cantores, despertamos a las masas, uniformamos rigores, que nos suenen los cañones, que nos dejen de sonar, busquemos un refugio o la lluvia mandará, que nos manden los gritones, los alegres y los dispares, que manden los que los callan y sabréis por qué callar, el tiempo está loco, loco, loco, ha dejado de llover, mucho cielo y poca agua, a quién nos recordará...el tiempo está loco, loco, loco, nadie nos callará ( el coro se va por la puerta de atrás de la Naturaleza a darle la tabarra al otro mundo que está pegado piel con piel al que se ve)
La vieja culebra- Me cago en la mar, el asqueroso sapo me ha llenado de su blanco pegamento. Así te pudras y mueras ahogado en la poca lluvia. ( Escupe) Nunca aprendo, soy yo la tontorrona sierpe, ranos y sapos me la juegan con sus babas envenenadas, bichos del infierno.
Meandro- Cuatro gotas y ya siento subir el volumen del agua, qué agradecido el río y qué fecunda su labor en la vida, arrastra las encolerizadas aguas y las lleva fecundas a regar la seca Tierra. Yo remoloneo de placer solitario, cual el alcalde de Zalamea, solo de pensar en la crecida. Al menos la lluvia ha hecho callar los lamentos del Viejo Olmo, nacido de adorno y enfermo de narices. ¡ Eh, Viejo Olmo! Como te callas ahora y no te quejas ni pides nieves, el agua apaga el sarpullido de tu verde y escamosa madera, calenturiento.
Viejo Olmo- Sigue callado, Meandro o Meado, como quiera te llames, estás mejor así, el río oculta tu desnudez. Yo no me quejo de nada ni a nadie. Añoro un vestido de nieve, me hace falta el cristal de la nieve para calentar de verdad el maderamen y matar los pulgones y los ácaros, siglos de llevarlos encima, han destruido mis hojas y devoran glotones mi corteza. Hora es que mueran.
Carretera- Yo no me quejo, yo no me quejo. ¿ Habrá alguien más quejita? Me tienes achicharradita con tus lamentos. No te entretienes ni siquiera con mis curvas, que son las más lindas que se hayan visto, las tienes cerca y ni siquiera les echas un ojo para verlas, como los mozos, a hurtadillas. Solo sabes llorar. Recuerdo cuando yo era calzada romana, una Vía importante, familia de la Appia, era solo piedra, piedra sobre un arcón de cemento, cuidada con mimo por la Ingeniería y tú viejo Olmo un chavalito apenas nacido tartamudeabas y nada sabías de nada nunca. Yo te tiraba los tejos para que te fijaras en mis incipientes curvas pero tú no me hacías caso, ya entonces te quejabas de las arañas que tejían en tus ramas sin tu permiso y chupaban costras negras de insectos atolondrados. Fuiste un muchacho llorón, reconócelo, no aprovechaste la juventud debidamente. Yo al contrario tengo mucha experiencia, acumulo recuerdos, viajo mucho, por todo el mundo, podría hablar y no parar de las cosas que atravieso. Así me lo creo; aunque, la verdad, en mis ratos ausentes, solo soy lo que soy, una vieja carretera, hija un viejo camino, nieta de una Vía romana, con muchos años y achaques y poquitas lenguas que llevarme a la boca. Tengo por compañía un Viejo Olmo quejumbroso, metido hasta las nalgas en el río; no sabes el aburrimiento que me causas, eres el argumento de las escuelas, tu vieja poesía es de profesores miopes con gafas turbias. Desperdicias, sin mirarlas, mis hermosas curvas, que causaron pavor a los caballos y encabritaron a los jinetes mecénicos...
Viejo Olmo- Calla, charlatana, hablas demasiado. Me tienes envidia. Eres una cosa a extinguir y ser prohibida por el Gobierno que Todo lo Prohíbe, y yo soy una especie protegida.
Meandro del río- Disfrutad la escasa agua que ha dejado caer una nube, ya desaparecida, y no os peléis como viejos que lleváis siglos juntos, soportándoos. Tempus fugit.
Carretera- ¿ Ahora hablas latín, Meando o como quiera te llames? Estás mejor callado.
Coro- (Vuelve para estupor de todos) Ha cesado de llover, qué pronto la vespertina noche dejó la faena al tiempo y nos dejó sin trabajo, sin ruidos nunca habrá coros que canten a destajo, araremos los silencios, brincaremos por los campos, seremos un coro callado. Qué pronto en esta vida nos quedamos sin trabajo. Nosotros que a todos a esta vida y a la otra con rigor os explicamos. ¡ Chisss...! el silencio es el nuevo amo.
Un viejo sapo- De buena me libré, son todo trampas, las harpías maquinan en la oscuridad, acechan por caminos y lacustres, se abalanzan como fieras y te engullen sin cuidado. Ay mundo complejo, qué sencillo parecerás a los simples y cuán complejo a los doctos y sabios, y qué pocos de estos escapan a las garras fieras de los indeseables manipuladores. Hoy no me baño más, básteme la poca agua que ha dejado escapar la solitaria nube para mojar mi piel reseca y mi veneno. Camuflado en la hojarasca, esperaré que llegue la ávida mariposa, la bella mariposa amarilla que se alimenta de orines y de néctares para tragármela y se me quite el mal sabor de boca que me dejó la culebra.
Coro- El viejo sapo tragón nos llora con sus lamentos.
Carretera- Pero, ¿ no estabas callado, coro?
Coro- El coro nunca calla, nuestro silencio es solo retórico. ¿ Qué sería del mundo sin nuestros cuchicheos? Quedaría el mundo sin explicación y nada tendría sentido. Únete a nosotros y lo entenderás todo, ¡ canta! cuando el mundo se conoce las cosas vuelven a ser nuevas.
Viejo Olmo- Callaos todos, tengo un dolor insoportable de cabeza.
Carretera- Cuánto tiempo hace que no haces el amor...viejo Olmo ¿siglos? Eso es lo que te pasa. Solo a un viejo chocho le gusta la nieve. Esa estúpida y silenciosa nieve que nos pone a todos iguales de monótonos y fríos. Quizás te ponga cachondo a ti y entiendas que calentarás tus carnes abrigándote con ella o que quedarás limpio del todo de ácaros y escarabajos. Llevas siglos diciéndote lo mismo, solamente la Primavera te deja meditativo y profundo, al revés que a todo el mundo, mi chiquitín, el de hojitas verdes perennes, manzanas para mi boca seca y mi gris piel. En la oscura noche bajaré a tu lecho y te daré, con mi experiencia, los sueños más gratificantes del mundo...
Viejo Olmo- Un día tendrás tu merecido.
Hombre- La paz sea con vosotros, veníos hombres al mundo callado de la Naturaleza, pródigo en venturas, prolífero en bienes, protervo solo para la muerte. El que no se consuela es que no quiere. La solución es la Natura, la paz también. Mirad las estrellas, miles, millones, gentes del orbe: qué sería de ellas si entre ellas hubiera guerras, desplazamientos, quebrantamientos, choques, disoluciones, aniquilaciones... Miradlas: son pacíficas y silenciosas. ¡ Reina la Paz! ¿ Cómo no tenemos los hombres la Guía Primordial en la Naturaleza con sus estrellas, que vemos y están ahí diciéndonos sea para vosotros nuestra Paz eterna?
Un viejo sapo- Este hombre si nace más tonto es como mi primo, que se casó con la lombriz y no se la pudo comer. ¿ Sabe en realidad cómo es el mundo de las estrellas? Menos mal que yo no leo, ni a él ni a hombre alguno. Con su ruido espantará a la bella mariposa amarilla, la fluorescente que titila alrededor de las flores y los orines con su lengua espiral, la más sofisticada lengua del mundo, prodigio de los algoritmos de las matemáticas aplicadas. Engullirla es cultura, hombre necio, y no lo es leer tus majaderías, tan bárbaro como Octavio el que fue amo de Virgilio, so inculto.
Cinco peces- Nos fuimos a lo profundo pero volvemos alegres. Ha llovido. Huele a lluvia. Huele a tierra mojada, saldrá la lombriz y caerá en el río, también los caracoles y desde los helechos todos los bichos que renacen con el agua: nos alimentaremos con los infelices que es como comer tontos, más tontos que nosotros y nos volveremos sabios. Hartos de comer la gloria del mundo, que son los insectos, no caeremos en las estúpidas trampas de los hombres, los seres más crudos del Universo que se creen como dioses cuando apenas son animales, ni los más listos, ni los más fuertes. No saben aventar desgracias, ni sus oídos oyen los terremotos antes de temblar ellos, como muchachas miedosas, asisten impávidos a los grandes cambios y se asustan con los pequeños detalles. Los peces no queremos ser hombres, somos eternos, tenemos una Constelación. En la vida, desde los tiempos de los anfibios y mucho antes, no ha habido unos seres más soberbios y desvalidos que los hombres. Los peces salimos del meandro para comernos el mundo, que es a lo que estamos, no para creernos dioses.
Viejo Olmo- Ay, qué dolor.
Meandro- A mí se me pasa chupando las ramas y cortezas de sauce que acumulo en sus ramas oscuras, por lo del ácido salicílico, también con las del eucalipto pero tus amigos los hombres lo han hecho desaparecer de nuestras aguas. Son cosas que debes saber, toda la Naturaleza vivimos la farmacopea mundial, es en lo único en que todos somos igual de inteligentes. ¿ De dónde sale si no las artimañas que nuestros organismos inventan para sobrevivir en este mundo caótico? Piensa si no, para calmar tu dolor, en algo estimulante, ¿ no tenéis Olmas los Olmos?
Coro- Un viejo sapo se ha perdido, nadie sabe cómo ha sido.
Un viejo sapo- Qué gracioso el coro, se pone a cantar justo cuando llega la bella mariposa amarilla, la que bebe en las flores y chupa en los orines. Abracadabra, abracadabrón, a ver si con magia me vuelvo grande y me como al Coro.
La vieja culebra- Desdentada, pues se ha llevado en su cuerpo mis dientes, para hacerse como en la canción un rosario, el rosario de su madre, devuélveme mis dientes de marfil y no te hagas el rosario; tengo la boca que apenas la puedo abrir pues tu líquido lechoso, pegajoso, que sale de tu venenosa piel como cola de carpintero, cierra mis fauces y me impide no solo comer sino beber, tampoco dar la punta de mi cola a los niños, a manera de chupete, mientras soy yo la que chupa los negros pezones de las madres primerizas, ni escupir y maldecir a los niños para que enfermen, funciones todas de la víbora que tenemos también las culebras de los ríos. Me toca esperar en mi madriguera, que ahora la ocupan los peces, que ya no me tienen miedo, pues si algo hay cierto en este mundo es que todos los seres, los que se mueven y los quietos, salvo el Hombre quizás, sabemos todo de todos hasta de los imprevistos terremotos antes de que hagan temblar la tierra y los huracanes aterradores que levantan los mares y asolan al vecindario. Lo sabemos todo, menos una cosa que no sabremos nunca, algo sutil y poderoso, con la sombra del revés sobre nuestros pasos, que puede jugar con nosotros y abandonarnos cuando quiera, dejándonos al albur de nuestros enemigos. Casi todos acabaremos devorados, por nuestros enemigos o por el viejo tiempo que nos enfermará hasta la muerte.
La lata de Pepsicola- Yo soy la más bella, yo soy la mejor, tirada en el suelo, sobre el limo seco que recubre las piedras de pátina amarilla, entre lodos cristalinos y las madejas salidas del verdín, alimento de los glotones peces, en el hedor del fango, olor gris oscuro a fango húmedo y pútrido, y ahora, seco, brilla como cristal, cara al Sol... Yo, arrugada y doblada, azul y roja, soy la hija del Arte que imita y supera a las simplonas Coca Colas, las rojas de Warhol, que a su vez acabarán imitándome por mi sabor, no presumo pero una sola gota del café mío ahorraría gastar por miles todas las Coca Colas rojas de Warhol. Soy la reina del río y de cuanto se eche de menos en sus pálidas orillas, que, como por una maldición, se hacen cada día más grandes, separadas entre sí sus arenas con rigor matemático por el indeleble tiempo...
(Los cuernos del manillar de una bicicleta oxidada,- la eterna bicicleta abandonada en todos los ríos y arroyos del mundo- asoman, vueltos al cielo, sobre los lomos quietos de las aguas oscuras, escuchan a la lata, atónitos, tal como quedó Melanie Hamilton en Lo que el Viento se Llevó, no dicen palabra. El río a su vez se llena de hormigas voladoras, en la singular batalla nupcial de los machos y las reinas, de la que quedará solo una, la reina con apoplejía del futuro. Es la hora de la comida para todos los animales del paraje, festín nupcial de las hormigas al que todos están invitados entre el Otoño y el Invierno, los animales del bosque y del llano saben el día exacto. Muchas hormigas voladoras acabarán valientes sobre las aguas del río, para deleite de peces y ninfas de libélulas, pero otras caerán en tierra buena y buscarán un agujerito donde, ya sin alas, conformar el hormiguero del mañana. A su vez, ajenas al mundo nuevo preconizado, un ejército de hormigas viejas, terrenales, recorren, nerviosas, en fila brillante, las hojas secas de la orilla del río. No hay peligro de ahogarse para ellas, como por una bendición, todas éstas trabajan con desparpajo sin hacer caso de su sexo )
La nube- Estoy aquí otra vez. No esperéis la lluvia y menos la nieve deseada. Vengo para recogeros la poca agua que os dí.
Meandro- Lo que se da no se quita.
Carretera- Eso.
Hombre- (Al atardecer de rojos flamígeros )
Vos o clarissima mundi Lumina,
labentem caelo quae ducitis annum,
Liber et alma Ceres, vestro si munere tellus
Chaoniam pingui glandem mutavit arista,
Poculaque inventis Acheoia miscuit uvis
Coro- Amén, amén.
Un viejo sapo- El hombre dice cosas ininteligibles para el propio hombre. Usa el viejo latín que si un día estuvo entre pucheros y bares hoy, cuando nadie sabe latín, es conjuro de brujos y escarpelos. El viejo truco mágico de acogotar a la ignorancia. Los hombres son un pecado de la Naturaleza, pues ni son animales ni son dioses.
Coro- El viejo sapo tragón nos llora con sus lamentos.
Viejo Olmo- Si hiciéramos todos un conjuro de verdad, hablando en cristiano, podría nevar y acabaríamos con este calor insoportable del Invierno
Carretera- Hablas como un sapo. ¿ Más conjuros que las estrofas de los hombres, dichas por un tal Virgilio por mandato del divino Octavio? No necesitamos conjuros sino voluntad firme. La nube acabará abriendo sus patas y meándose toda ella, en ruidosa parada militar, por más que se atreva a ironizar negándonos ahora su agua. Es el destino. Todas las cosas cumplimos nuestro fin, queramos o no. Yo por mi parte me he tragado la poca agua que me dio y no se la devolveré, ni tu tampoco, viejo, se te han puesto unos ojillos verdes del todo brillantes, más que cuando te atiborras del rojo mosto de los poetas y, ahora, ebrio, pero solo de agua, dices sandeces sin sentido. ¡ Nieves bajad de la nube a refrescar a este viejo verde que os necesita para calmar sus calores!
*
Desde el cielo suena una voz, distinta para cada oído que la escuche, fuerte, atronadora, llama a un nombre de Varón, podría ser ¡ " Tamo, Tamo!" y en eco repetido, " diles, ¡ El gran Pan ha muerto !" y a las espaldas del paisaje, cada vez más cerca, viene como otro gran ruido, ensordecedor, de aguas crecidas, aparentemente atolondradas, que avanza imperturbable, arrollador, desalojándolo todo, separándolo entre sí con rigor matemático. Las cosas quedan sepultas en las oscuras aguas, como el río, que mucho más ancho, pareciera al final un lago negro, de espejo pavoroso. Solo la lata de Pepsi Cola navega solitaria, flotando ligeramente volcada, roja y azul, para ir despacio a su destino. La carretera está intransitable. La nube llueve ahora menuda sobre las aguas, rompiéndola en sus espejos, agua en nada parecida a una nevada, aunque también es fría. El silencio vital, desde recién nacido, lo vacía todo.
Alazán. El caballo blanco
A Giraldez inolvidable compañero de Telefónica
Un día de Mayo, cuando la ventisca arrancó en el Puerto las varas de las barquitas amodorradas e hizo bailar las verdosas aguas, mientras enormes olas rompían en el acantilado con espumas blanquísimas, inimaginables hacía poco en el tranquilo Mediterráneo, Smith nació. Se asoló. Se hizo con voz poderosa e importuna. Se atragantó luego, hubo un cambio radical en su vida, que era necesario y estuvo listo, a tiempo, para sacar de sí un planteamiento erróneo: Cambiar su ser, su esencia. Pero no se puede ir contra uno mismo, ni por dejación ni por ignorancia; el sagrado deber de defensa empieza por uno mismo. Lo tomaron por loco y lo encerraron en la libertad del campo sin más cuidados, cuando quedó huérfano de dueño, pero su enfermedad, nueva, era todo lo contrario a la del Alzheimer, recordaba todo, como los rencorosos, hasta la lista de los reyes godos, definiciones, nombres, las cornucopias del salón y el número de baldosas libres del salón. Era un libro abierto.
Nació un potrillo de grandes ojos negros, como la miel oscura, que todo lo observaba desde el mismo nacimiento, teniendo más afán en aprender que en mamar, tampoco le gustaba el sabor ligeramente salado de la leche materna por lo que fue pionero en alimentarse artificialmente a base de la Horse y la Pavo Foal, leches de las que guardaba un plácido recuerdo cuando fue caballo. Pero ser mayor lo fue siempre, desde el mismo día de su nacimiento, fue más razonable que su madre, primero, y luego más que sus amigos, y por último más que todo el mundo. Acabó por ser, como he dicho, un no-caballo; sus conocimientos juiciosos llegaron a todos los ámbitos del saber, abarcaron mucho y eran apretados, aunque nadie lo diría porque nadie lo supo nunca, era un caballo de pocos relinchos, todo lo guardaba para sí y cuando, contrariándose, pasó a ser comunicativo la decepción, el desconocimiento, la versión dolorosamente equivocada, tanto el desagradecimiento de sus nuevos dueños que lo abandonarían por loco, como la falta de previsión de su antiguo dueño, que nunca previno un futuro decente para él, lo encerraron más en sí mismo. Solo le salvó, al final, una familia que sintió ilusión por sacarlo a flote cuando estaba en las últimas.
Lo más importante para el caballo era saber, y aunque es una verdad muy grande, también es cierto que las exageraciones no son buenas para nada, ni siquiera en la virtud del estudio. Todo lo observaba y siguió observando durante su vida, pero hablar poco, la palabra escrita, leer es algo en lo que también se observa. Empezó tan tarde a relinchar que en El Prado, como a Einstein, lo tomaron por retrasado y aunque luego demostró entender demasiado, una ligera idea de retrasadillo les quedó a los suyos para siempre. Deberían haberlo llamado Observador, pero su dueño, sabiendo las dotes intelectuales de su caballo, se atolondró buscando un nombre de lo más original y le puso Smith y con Smith quedó para toda su vida. Smith el Silencioso: (( Silencio. El mundo queda en silencio cuando cualquiera toca sin querer el graffiti de un altavoz dibujado por Banksy en la tapia, cruzado por una aspa roja. Alas de lechuza. No suena el teléfono. No te saludan en la calle. Nadie sabe tu nombre. Los ríos callan sus ruidos y oleajes, las sirenas de las ambulancias solo son guiños de luz, los humos de las chimeneas se enredan y bajan hasta desaparecer deprisa. Ni siquiera los coches son ruidosos. Los únicos ruidos son los papeles de los periódicos cuando los pescaderos envuelven los pescados destinados a ser comidos. Las zapatillas que callan tus pasos. Los antiguos niños montados en caballos de cartón en las fotos grises. Los bares obscuros. Hasta el mar es a veces callado, más grande y más callado, como la vieja locomotora del tren varada en los suburbios de la urbe. La barandilla en la escalera que une la calle alta con la calle baja. El dentista a punto de atacar con su ojo el diente putrefacto. La porra de churro aceitosa recién mojada en el café. La escuela en el verano. Un sombrero colgado. Una billetera tirada en el césped del parque. El grito sin voz en una pesadilla. Las pisadas de un Batallón en una película muda. Los pianos cuando estando solos se muerden las uñas y los bemoles. El manco que se levanta doliéndole la mano que no tiene. Goya que nunca supo pintar el ladrido de su perro. El sobrino de Beethoven. Y Smith, entre algodones, llamado el silencioso, caballo que no hizo ruido en su vida y esto casi le cuesta la vida ))
Era blanco de los de rosado hocico y pelo casi rubio. Fino, mediano, que gustaba las praderas verdes y acudía, sumiso, a la llamada de su dueño. De los que mascan la yerba educadamente sin enseñar los dientes y no babean por la comisura de sus labios. Ágil de patas y educado de modales, al trotar procuraba no destrozar los caminos cultivados ni pisar los pies de los hombres, cariñoso con los hombres, no de los que pisotean a los hombres caídos, antes y después de caer, con su gran peso, los caballos son unos pesados incluso los delgados, son pesados hasta hablando: Los caballos, por muy amena conversación que tengan, ( nada hay más elocuente que el silencio de los caballos) son unos pesados y una pisada suya duele hasta escocer. Por eso hay muchos hombres escocidos que nos parece fueron pisados por caballos. La historia de este caballo blanco tuvo un final feliz, si por feliz entendemos el destino que la Naturaleza dedica a sus criaturas vivientes que es el de vivir y cumplir sus funciones orgánicas de modo natural, casi imperceptible, y cómodo, lo natural es enemigo de la incomodidad. Pero antes del final este caballo, cuando su dueño falleció por un paro cardiaco, sus nuevos dueños lo olvidaron sin prestarle ningún cuidado. En lamentable estado fue llevado a una de esas sociedades que cuidan animales abandonados de manera altruista. Costó reconocerlo en medio del yermo campo como animal siquiera, más parecía pertenecer al género de cosas de una chatarrería, la chatarrería de animales y hombres que hay en las oscuras ciudades desde el medievo. Medio cuerpo, hasta el vientre, seguía siendo caballo a duras penas, con rostro lastimoso de los que apenas ven y sienten; de vientre a pezuñas traseras eran huesos envueltos en oscura y arrugada piel, amontonados, incapaces de sostenerlo de pie, ( "de patas", dicen los caballos y los hombres-caballo). Hasta que un matrimonio de mediana edad, chalet en las afueras, jardín cuidado, piscina para dos, se enteraron de su existencia y fueron a recogerlo ilusionados. Con ilusión y paciencia procuraron que aceptara la hierbecilla como comida, lo inflaron a vitaminas y antibióticos que la farmacopea veterinaria, la mejor medicina del mundo, tiene para los animales. La últimas fotos que nos llegan del caballo efectivamente es la de un caballo de color blanco, normal, más bien pequeño, los cuidados de los granjeros no lo hicieron más alto, de rostro bonancible, sostenido por sus patas, los huesos bajo la piel mullida, que miraba complacido al fotógrafo, con humildad. Con él, el Conocimiento y la Ciencia fueron salvos.
La corrida
Aquel día me dirigí hacia la Plaza de Toros de mi ciudad. Desde mi casa, situada en un barrio céntrico de jardines y casas individuales, pequeñas por fuera y enormes por dentro, que llamaban baratas y tenían anchas escaleras de mármol blanquísimo en su interior, con zaguanes y descansillos y techos muy altos, casi palaciegos, amén de todos los lujos como dos wateres y agua caliente. En una ciudad vieja, mi ciudad. Desde mi casa a la Plaza tenía que subir una calle recta que daba a otra larga como ella pero más estrecha, llegar a Puerta Real, seguir subiendo por Reyes Católicos, pasar por el escaparate de Bernina, la mejor pastelería del mundo, la óptica al lado de Martín Rebollo, la mejor óptica también. Y seguir subiendo después por la Gran Vía, a la izquierda y el Triunfo y su gran Paseo. Unos seis o siete kilómetros.
Miré mis manos y de tanto andar bullían sus palmas en puntitos rosas, como rosales, entonces, que yo estaba sanísimo, sentía, hipocondríaco, que mi cuerpo era vulnerable, capaz de enfermar de las peores cosas. Pudiera ser, me dije, el corazón, lo más sano que hay en mí ahora ( lo diré bajo, que la testaruda Moira supersticiosamente suele negarme las cosas de las que presumo, porque me quiere santo). Era un largo paseo, casi toda la diametral de mi Redonda ciudad. Cerca de la Facultad de Medicina estaba el viejo edificio redondo, yo, que ya tengo mis años y buena memoria, recuerdo las dos plazas de toros que tuvo mi ciudad conviviendo al tiempo, la vieja que tardaron en derribar, donde ahora hay una virgen sobre una fuente lineal, enorme, que lanza chorros de colores, en el Triunfo, y la nueva, de la que ahora escribo que estaba relativamente cerca de la vieja, grande como ella o más y, para mis ojos de niño entonces tan vieja como la vieja o más. Ese día no me acompañó mi Dafne, a la que llevaba deprisa a los espectáculos de los toros, cogiéndola de las trenzas como si fueran las bridas de un caballo, mientras se quejaba como todas las ninfas suelen quejarse de la burradas de los héroes.
Llegué y me senté redondo como el albero, lugar común de arena rubia y aplastada que suelen levantar las fieras con sus uñas gordas y sus bufidos temibles. El Sol me daba en el rostro y en todas las partes expuestas a sus rayos. La multitud era bulliciosa pero sus ruidos parecían escritos con sordina, mucho más cerca de los teatros griegos que de los vociferantes circos romanos, la cultura del mundo romano todavía audible y visible en mi ciudad, sobre todo en los bares. No solo por el olor a vino, como el de las calles romanas, estrechas, con tabernas lúgubres de aceitunas y mondadientes, sino por cierto gusto por los dulces, que los romanos solían comer en sus abominables circos. Las gradas no estaban llenas y esto entristecía el espectáculo, los toros requieren gente, cuanta más mejor, y gritos y música y entonces hasta el descorche de la tibia gaseosa, con burbujas picantes que endulzaba la sed y la aumentaba. También el cigarrillo que todavía no producía cáncer sino relajación de los sentidos, complemento del sexo, hondura del pensamiento, sensación de estar vivos e incluso ser una mala cosa, pues las malas cosas en este mundo hacen sentirnos vivos, la vida podría ser incluso una mala cosa. Aunque mejor es ser buenos. Necesitaba también vivir y alejarme de las buenas compañías. Estar solo. No tenía entonces ninguna Dafne, las mujeres eran hermosas, como las de hoy, pero se vendían caras, costaba un huevo tenerlas y el otro enamorarlas. Desde el Triunfo para abajo cuando todos habíamos hecho la fechoría de matar impúdicamente a seis criaturas inocentes, de sangre roja abundante y ojos despavoridos, volvíamos algo vacíos. Los dioses buenos nos habían abandonado. Los dioses, al contrario que los hombres, no suelen reprender, salvo a sus elegidos, dejan hacer, pero luego castigan como los hombres. Y con las corridas seguimos haciendo el mal, todos los domingos, sin darnos cuenta...
Era domingo. Domingo esplendoroso, lleno de Sol, Sol lúcido, resplandeciente, muy cálido, quemador, aunque a la hora de las siete ya bajaba su luz y cuando salíamos de la corrida, se encendían unas bombillas en la plaza, como la de la cocina de mi casa, que nos alumbraban para que no tropezáramos al bajar los escalones y enfilar a la calle hermosa y oscura que nos acogía bajando hacia el Triunfo, por la avenida doblemente ancha, y luego por La Gran Vía, Reyes Católicos, Puerta Real, San Antón, San José y las calles de nombres morunos que, rectas, me llevaban a casa. Otros siete kilómetros; sentía mi cuerpo acorchado, con las palmas de las manos hinchadas como dos rosales rojos, llenas de puntitos. Una tarde más. Creo que empecé este cuento por un motivo meramente literario, pero me he entretenido contando el largo camino de mi ciudad un día de toros y ya no me acuerdo del impulso que me impelió a escribir. Me suele pasar. Miré los escaparates y olvidé mi destino.
El reloj de Kairo
Kairo nació en un pueblo precioso, con un mar que brilla espléndido, pintado todos los días por Van Gogh, callejuelas que culebrean y ascienden adoquinadas desde el tiempo de los romanos, incluso de los fenicios, que también lo conquistaron, una brisa de hierro, ferro mejor como su vecino Casteldeferro, como todas las brisas que se precien y un habla rubia, melosa, arrastrada y ceremoniosa, aplatanada, como la voz de los canarios. Fue un estudiante regularcillo, como muchos del lugar, había muchas cosas malas, por buenas, en el pueblo como para no entretener el tiempo jugando por la playa o subirse a los cortijos, meterse en los bares y en los templos del ocio, jugar al fútbol. La fascinación por los relojes vino luego de ser niño, como regalo de su abuelo, un reloj usado. Nació en una de esos bares de pueblo, que se pasan el tiempo sin parroquianos, salvo cuando llega el verano y llegan los turistas, se puso de dependiente en una joyería para que aprendiera el oficio de relojero. Y como Kairo era de mano fina y buen pulso no se le dio mal. Cuando murió el abuelo vendieron el tranquilo bar y con sus dineros la familia puso una pequeña joyería ( en realidad relojería " Se areglan relojes", escribió en mayúscula en un papel que mostraba la puerta de cristal) al otro lado del pueblo, más cerca que la primera, donde aprendió a arreglar relojes, del mar virtuoso que a todos servía de alimento, tanto por su pesca estragada como por el turismo veraniego que lo gozaba en sus costas paradisíacas.
Seguramente el lector habrá tenido uno de esos relojes que quedan olvidados y aparecen en los sitios ocultos de nuestras casas, generalmente los cajones que nunca abrimos de las cómodas repletas, o incluso dentro de uno de esos zapatos que no nos queremos poner nunca ni tampoco queremos tirar. Los relojes aparecen en cualquier parte. Son silenciosos, aunque todos los relojes tienen desde su invención el complejo de campanitas, a todos les gusta sonar y dar la hora a golpecitos de campana; es un sueño de los relojes por humildes y patatas que sean. Los más valiosos, esos que cuestan tanto que solo unas pocas personas en el mundo pueden tener, y este hecho a algunos produce sentimientos envidiosos y les desean las torturas del infierno por poseer estas tonterías grandiosas, todos tienen sonería, do, re, mi fa sol, la, la (muy importante la nota, la del diapasón de 400 hercios, por eso la repiten los músicos en todas las partituras, ni siquiera el menor, la menor, está solo en la vida.
¿ Para qué he venido yo al mundo? Se dicen todos los relojes, una cosa que solo saben a medias los excelentes, dar la hora, parar el tiempo. Y lo cierto es que atrapan el tiempo, más los relojes parados, que los que decimos que andan. ( Algunos relojes se creen este cuento humano y se dan sus paseos por el barrio, andando, como andando) El tiempo, que no existe, y cuando me dijeron esto crearon en mí una absoluta incomprensión de la Filosofía cuando yo era niño. Con ser difícil que el tiempo exista yo comprendía más difícil aún que no existiera. Pero entonces el mundo estaba hecho al revés, prohibían las sardinas porque daban colesterol, la Ciencia es una señora que gusta equivocarse, lo único que se premia si cambia de opinión, cuando los suspensos no suspenden sus actividades, después de haber gozado como loca de todos sus desenfrenos y arbitrariedades, le pasa como a esos dictadores que terminan sus vidas siendo venerables abuelitos más buenos que el pan, liberalidades también, pero que les quiten lo vivido y lo morido, nunca importará que estuviera equivocada, se retroalimenta de sus mentiras y es sustituida por la efímera verdad, veleta donde las haya, que siempre nace nueva con unas proposiciones que constituyen el nuevo tiempo. El tiempo existe, pero va deprisa, aunque lo haga lento y nunca se para a hablar con nadie: es un coche que solo se conduce mirando el retrovisor, pero está prohibido dar marcha atrás, que sería lo más lógico para corregir los errores, se tiene que conducir la vida hacia adelante, pero mirando el retrovisor, por lo que los castañazos " están a la orden del día" y son los finales lógicos de toda vida, porque delante se empeñan nuestros enemigos, y más los amigos, de poner obstáculos para que no avancemos y nos la demos. Muchas gracias, como escritor, sin estas cosas malas yo no hubiera escrito nunca ni bien ni mal.
Las esferas. Música de las esferas. Así lo entendía un hombre tan inteligente como Mozart desde niño. Todos los grandes músicos quieren tener esa música, algunos como Bach lo consiguieron, quizás el único, pero yo estoy seguro que los músicos además, con tal que tengan un poquillo de oído, lo conseguirán, aunque eso sí, el oído ha de ser perfecto, tanto los frívolos como los profundos, los ruidosos como los sutiles, todos los músicos van al paraíso para estar cerca del buen oído divino. Las esferas de los relojes, como las de los músicos virtuales, son redondas, menos las de los relojes de Sol, que no son relojes, sino el palo que dice la hora con su sombra y duerme desde el atardecer hasta bien entrada la mañana, porque el Sol solo es exacto, como todo lo moviente, cuando se da la vuelta completa, pero en el Universo siempre va como a ninguna parte, corriendo por correr, para su destino final que es separarse de sus vecinos que son unos pesados, eternamente. Al final del Universo no existe el matrimonio, cada cual va a su bola con tal de ir separado, en pos de la libertad, otra cosa que apenas existe.
En la vida hay cosas fascinantes, cosas que, si no las hubiéramos vivido, nos parecerían imposibles, más cercanas a los misterios auténticos que al mundo de la realidad. y sin embargo existen. Están con nosotros, aunque la experiencia que yo tengo de ellas se aproxima más a lo escatológico y enfermo que al mundo saludable. Me refiero ahora al llamado mundo de lo infinito, cuya teoría fue preconizada por Anaximandro, tan buen relojero como todos los griegos, que todos entendemos como un cuento inacabable, un cuerno de la diosa Fortuna que no se extingue y no para de dar soluciones a a los problemas, de entregarnos nuevas cosas, ideas, lujos, el artilugio de las rates de las ideas y de los sentimientos. ¿ Fue esto alguna vez verdad? En el supuesto de que así pasara ¿ todavía queda algo de ese mundo mágico del que nacieron, entre otras cosas, los dioses del Olimpo? ¿ O solo fue un sueño en el sentido más escatológico de la expresión, un sueño físico, diario, una necesidad del organismo para reorganizarse y seguir valiendo a nuestro espíritu? El hombre que tanto cavila en el Universo tiene sus cosas que no existen y, cuando algo hay que no puede entender, dice que no exciste, como los malos estudiantes de Matemáticas o de Física que siempre encuentran los problemas mal enunciados. Pero otras veces sí dicen que existe pero son tan grandes que son cosas infinitas, como si hubiera habido alguna vez una cosa infinita en un mundo que empezó, co0mo los charcos, por ser el reductos de una gran lluvia, que habrá hecho tantas cosas, incluso como mares, aunque todas ellas finitas, contables. La vida en un charco explica sensatamente la vida del Universo, incluso el Universo inmaterial al que da vida el espejo de sus aguas cuando algún ser de los llamados inteligentes se acerca a contemplar su rostro. Libertad, no digamos, sin saber, mentiras, no fabriquemos mentiras para decir solamente las verdades de un problema que nadie podrá contrariar. Es retórica, no es vida.
Kairo un buen día de esos que apenas pasan desapercibidos se puso a pensar y de ello salió una idea feliz, mejor, un buen día Kairo tuvo una idea y de esa idea se puso a pensar y luego a ponerla en práctica y ya no hubo noches ni días, inviernos ni veranos, a todas horas en todo lugar pensaba y pensaba en ponerla en práctica. Ideó un reloj para el Infinito, que no parara nunca y siempre diera bien la hora de acuerdo a la convención universal, un reloj infinito para un tiempo Infinito. Su esfera para no ser menos tenía la fórmula que los matemáticos y físicos asignan al Infinito- ¿ A usted le parece que eso del Infinito es un gran cuento de humanidad? A mí sí- Kairo ideó un reloj con doble esfera, en forma de curva sinodal de Bernoulli, de manera que la izquierda era día y la derecha noche. El problema consistía en parar la maquinaria a un lado y otro, a esto Kairo le llamaba el paso, pasar de la cárcel a la libertad, de la dictadura a la democracia, de la guerra a la paz y su representación más idónea era la doble curva griega, la lemniscata latina. Para que el mecanismo diera la solución más compleja, el reloj perpetuo, su maquinaria debiera ser al tiempo de lo más simple, la complejidad se decía debe ser la solución no el planteamiento. En dicha máquina debería estar matemáticamente diseñada todos los días del año, incluidos los bisiestos. sería un reloj ideal, además automático que no se parara nunca y cuya cuerda durara mucho más que los relojes corrientes, sin pilas ni artilugios químicos algunos, con buen material y cristales de zafiro. Un reloj para siempre. Un delineante amigo, Severo Ruiz, le proyectó el dibujo usando dos tintas la verde de la esperanza y la roja del corazón y a simple vista parecía hasta bonito, más bonito que los Hamilton triangulares o los relojes blandos de Cartier, inspirados en Dalí, o los de Jaeger Le Coultre. Pero ya le dijeron los maestros relojeros a los que pidió consejo que había un problema inicial, la maquinaria necesitaba ser suya, una factoría, movimiento original que hacerlo era casi imposible. Todos los enormes sueños se vinieron con el tiempo abajo y acabó por conformarse con un simple cuarzo, de maquinaria Miyota, a dos esferas, modificado para cambiar a am. y a pm, día y noche, por un simple tracto. Ni perpetuo ni manual. Escribió no obstante a Richard Mille por si este genio relojero se atreviera con su idea magistral: pero nunca tuvo respuesta.
Me resisto a imitar escribiendo eso que llaman destino y que para mí es un invento de la liebre de Marzo, el destino no existe, o sea el destino es una cosa que hacemos a diario y a diario podemos cambiar por nosotros mismos, solamente sepamos llevar la contraria a todo el mundo. Me resisto a suponer que en aras de ese destino de cartón piedra yo tenga que ser así o al contrario. A veces, por la rendija de la puerta se cuela la luz a mi vida y a través de esa rendija entiendo a la vida misma, que no es tan oscura como el destino que parecen darme, ni tan siniestra, ni siquiera misteriosa, la vida es luminosa, la luz lo invade todo y lo hace al corriente, en movimiento coordinado, seguramente excelso e incambiable, al menos por un tiempo cierto. Como ciertas, medidas son todas las cosas de la Naturaleza, nada es Infinito, no existe lo ilimitado, al menos en el espacio que es quien más aparentemente lo pudiera parecer. Todo lo que vemos es finito, contable, hasta las arenas del mar se pueden contar. El espacio que nos parece expandirse en métrica inextinguible, en su otro lado oscuro se reduce a la misma velocidad, contada por la luz, de manera que el movimiento no se para sino que se renueva en sí mismo. Con el tiempo desaparecen todos lo finisterres del mundo y quedan como testimonios de la ignorancia. Kairo tenía razón, su reloj hubiera sido único. Tiempo y espacio son solo expresiones del movimiento. Como dirían de aquel, algo se mueve.
A las moscas les gusta Mozart
Desde aquel día tuve la sensación de que yo soy un ratón. Ratón de verdad, con cola y bigotes, con olorcillo rancio entre a orines y a queso, una astucia que nadie pondrá en duda, y que me gustan las ratas brillantes y bien acomodadas más que las ratonas. No es tan mala cosa, otros tuvieron un día que supieron eran un insecto. Soy un ratón de biblioteca. Tengo muchos libros en casa para roer, más que lector soy roedor, me gusta saborear a los escritores, sentir las sensaciones que ellos quieren que sienta e incluso me gustan los que no me gustan con tal que escriban, soy un ratón raro, tengo mis rarezas. Si me miro al espejo los ojillos negros, ligeramente miopes, ávidos e inteligentes, se salen un poco de las órbitas, miran con cierto poder inquisitivo y comprensión, pues comprendo bien. No me gusta, nunca me gustó, el color de mi pelo, que parece canoso en cierto sentido y que es una herencia según la teoría de los antiguos astronautas roedores, de Tsoukalos, agrícolas, que ya hemos superado los ratones modernos, por eso me lo pinto. Como a todos los animales, me gusta la música, nos gusta la música incluidas las moscas- famoso, aunque ignorado, es el experimento de Paulov, poniendo dos altavoces en su despacho, uno sonando y el otro callado, las moscas que molestaban en aquel verano siberiano, todo caluroso, revoloteando y parándose en sus manos, observó se paraban solo en el que sonaba y quedaba quietas, sin frotarse siquiera las manos, sobre todo si la música era de Mozart, ergo a las moscas les gusta Mozart.
Soy un ratón y me gusta solazarme en el mar literario. Cada día me someto a un estudio completo sobre la naturaleza de ese mar; un mar es un confín lleno de cosas asombrosas que están cerca de nosotros pero que no las distinguimos de la demás cosas normalitas que nos rodean, el mar también nos rodea o mejor dicho nosotros rodeamos al mar que siempre queda como de soslayo y más todavía si es de naturaleza literaria. A diferencia del mar salado, - mar de toda la vida en el que todo el mundo se ha cagado en vez de en la madre, " me cago en la mar salada", por cierto en femenino, parece que cargarse en algo femenino puede arrostrar menos consecuencias que hacerlo en el bravucón mar machote- ( El mar, como tantas cosas en la vida, incluida el hombre, que no los ratones, puede ser macho o hembra e incluso las dos cosas juntas, lo importante es que pague los impuestos y que vote ) La diferencia entre un mar auténtico, lleno de verdosas aguas de espumas efímeras, displicentes, con el mar de la Literatura es grandísima, destacando en primer lugar que el mar literario habita como arriba, lugar que los comunes reservan a la experiencia religiosa, las cosas desde arriba nunca será reales, pues solo es real en el mundo físico lo que gravita, incluidas las partículas de Hawking, distorsionan la realidad gravitacional. lo mismo que el mar literario, no debiera serlo así cuando es resultado de una vida recogida en uno mismo, sin apenas vivencias sociales y mucho tiempo, todo el tiempo del mundo, como diría Harrison Ford a una rubita espléndida, Anne Heche, tras caerse ambos de una avioneta roja en la orilla del mar. Los escritores tenemos todo el tiempo del mundo y si no escribimos lo es más por pereza que por falta de medios celestiales, véase el mar literario.
Suelo despertarme pronto, sobre las cuatro de la madrugada, que es cuando el reloj interno escucha la trompetilla que la Naturaleza tiene para los escritores y para los ratones, para sacarlos de los sueños insulsos y se pongan a escribir o a roer. Lo cierto es que yo he tenido varias etapas de escritor, y solo una de ratón, y desde que empecé escribiendo recelaba de mi vocación, siempre me consideré intruso en este arte, un ratón, alguien no abundantemente dotado, entre otras cosas, un tímido reverencial incapaz de llevar una conversación amena en circunstancias tan comunes como la celebración de una boda, la reunión de vecinos o la toma de la Bastilla por las tropas napoleónicas. De Napoleón decir que, a pesar de que soy español, debo proclamar a los cuatro vientos que tuvo la alejandrina idea de suprimir la Inquisición, solamente por esto merece un monumento, una calle, una glorieta, el cipote de Archidona de Cela y cuantas cosas puedan contribuir a su gloria. Quitar de un plumazo una institución mayormente criminal no merece menos. Napoleón es para mí desde ayer que lo supe un libertador de la humanidad, mi hérroe.
Como un mar lleno de cosas inauditas, con mil registros de armonías y deleitosas argucias intelectuales, el gran mar me espera, y como el mar de verdad en el que solía meterme cuando era joven, ese mar literario se mete en mí, me inunda, llena mi cerebro de ideas y argumentos, de palabras que brillan como las olas del agua del mar. Sinuosas estrellas de brillos fulgurantes que aparecen y desaparecen por caminos inextinguibles. Estoy de ello tan satisfecho que tengo que escribirlo, mucho más que el cuento que llevo en la cabeza sobre la transformación de los desiertos en fértiles oasis imperecederos o la economía de las aguas fluviales que bajan atónitas y alocadas y se desperdician las más de las veces y acaban totalmente saladas e inservibles para apagar la sed de la Naturaleza.
Es más importante escribir, aunque preferiría no hacerlo si me lo exigen. El fenómeno marino de la Literatura, la gran ballena blanca, nos presta vida, el impulso natural a escribir con deleite, con humor también, el humor es la antesala de la penúltima sabiduría, la que corrige sin daño y frena sin violencia.
La importancia de llamarse Ernesto
En el bosque el árbol nunca dejó de soñar, soñó tanto que al final del todo, o sea viviendo el presente, no sabía si su sueño era un deseo, si el deseo era ya tan fuerte que era una realidad o si, lo peor de todo, él estuviera muerto y todo valiera ya, tan muerto como el corazón de una vaca todavía palpitante sobre el mármol de una casquería, desde que un día un hermoso zorro de piel roja y suavísimo pelaje se refugió en su corteza rota y se echó un sueñecillo. Con los olores del zorro inglés, corteza arriba, el árbol se embargó, perdió casi el conocimiento, era como si aspirara el pegamento que todos los niños descubren en sus juegos solitarios, a la hora de la siesta en un verano tórrido, aspiraba, aspiraba, y por segundos casi perdía el conocimiento, una especie de orgasmo, otro orgasmo, el frío, lateral, mental, espirituoso también, deleite momentáneo, fugaz como la experiencia de la muerte. Los árboles piensan, nadie sabe en este mundo lo que piensan los árboles porque nadie piensa en este mundo. Los árboles solo son pensadores. Si en el mundo moviente hubiera quien pensara ya habría advertido que los árboles conocen sus alrededores y más allá, el presente y mucho después, la química suya y la de los demás, sienten, maquinan, buscan la felicidad y quieren perpetuarse en la vida. Tienen un plan. Son deleitosamente estáticos, llevan la contraria a los ríos pero se sirven de sus aguas, no los demonizan, precavidos, se enfrentan valientemente al iracundo tiempo que los deshoja, quebranta sus troncos y desgaja sus ramas, se queman con los rayos y los vientos impetuosos los derriban, pero se perpetúan. También sueñan; este árbol quiso ser zorro, no porque el zorro fuera el animal más imponente que el árbol conociera, en su tronco los toros que habitaban sueltos en el bosque afilaban sus cuernos y los herían en sus juegos, también se rascaban con parado placer sus ronchas y picores. El árbol nunca quiso ser toro, solo quiso ser zorro, correr como los zorros, acurrucarse en los troncos huecos, dormir y soñar, huir y llegar, saberlo todo y seguir siendo humilde, como ignorante. El zorro es inteligente como lo puede ser un perro y astuto como la serpiente. Si el árbol hubiera conocido alguna noche a un hombre, de esos que duermen acurrucados y sueñan despiertos a lo mejor le hubiera gustado ser hombre, incluso escritor, dado que escritor lo es cualquiera que no haya podido ser otra cosa en la vida. El árbol escritor, un árbol vecino suyo, inamistoso. En el bosque hay muchas clases de árboles y zorros que nunca están a la vista.
En la casquería el corazón de una hermosa vaca palpitaba sobre el mármol sanguinolento, con los mismos pálpitos que tendrían los peces si estuvieran tan frescos en la cercana pescadería, pero hacía mucho tiempo que estos peces pararon sus bocas para siempre, dejaron de coger aire, en nada comparable éste a la divina agua que socorre sus branquias y hace a la vida amigable y jocosa. Los peces saltan al aire cuando están alegres, pero por momentos, si se quedan fuera del agua tarde o más pronto mueren. Ernesto se atusó el bigote ante el cruel espectáculo del corazón latiente. Recién matada le dijo el casquero, del cuchillo a su mesa. El casquero quiso ser simpático pero lo miraba con cierta precaución, Ernesto era pelirrojo y la gente, desde los tiempos de Drake y aún antes, desconfía atávicamente de los pelirrojos, rarezas en la ciudad de los prodigios donde abundan los morenos, tampoco los rubios tienen buena prensa, pero son los pelirrojos quienes desde niños deben soportar los insultos simplistas, a causa de su color de pelo, cosa que ningún derecho de los últimos ha reconocido nunca, prohibido discriminar por el color del pelo. Al contrario que las mujeres, cuya belleza pelirroja suele ser proverbial, ha embobado a los amantes del cine desde los tiempos mudos y aún antes, los pelirrojos hombres son mal vistos. En cuanto a las mujeres se dice que Cleopatra pudo serlo, también Nefertiti, la cautiva de Berlín, debajo de su alto tocado tendría un luminoso cabello negro o rojo y seguramente que también su hermosa rival Kiya, así como los faraones, que aún lucen greñas rojas después de miles de años de haber muerto. Ernesto pensaba pedir unos filetes de corazón que dicen son buenos para la tensión alta, pero ante el cruel espectáculo, horrorizado, se fue de la casquería sin comprar nada, como debieron hacerlo desde que el mundo es mundo todos los clientes de las casquerías que no venden más que guarrerías para buitres que vuelan como águilas y devoran la ponzoña de las carroñas, oscuras y pegajosas, con hilillos que prenden de sus curvos picos. El corazón de la vaca no paraba de palpitar y el casquero lo partió en dos de certera cuchillada porque le espantaba a sus clientes.
Dorita, zumbona y alegre, misteriosa y efusiva, vestía delicadamente y enseñaba sus muslos, hechos de porcelana, enamoradiza, hubo un nombre de hombre que siempre le gustó desde niña, Ernesto. Le gustaba por esas cosas irracionales que tenemos los humanos de sentirnos atraídos por lo repugnante incluso. Ernesto era el nombre de un muchacho lechero de su pueblo, del que las malas lenguas hablaban pestes y le señalaban por exhibicionista, su retrato salió en la prensa provinciana como tal ante las verjas negras de un colegio de monjas de niñas ricas. Ernesto se abría la gabardina y la cosa quedaba solo en eso, pero le dio mala fama; Dorita quería verlo, reía hasta no poder disimularlo cuando Ernesto le vendía leche, se lo imaginaba rotundo. Se quedó con su nombre para siempre y se lo trajo a la capital para disfrutar al evocarlo, soñando con un novio alegre que se abriera la gabardina. El Ernesto real era pelirrojo, como toda su familia paterna, la gente maliciosa decía de ellos eran judíos, muchos fueron sastres desde el medievo, el tío de Ernesto era sastre y jocoso, alegre aunque no tanto como el sobrino, el de las monjas que tenían verjas oscuras y acababan en lanzas negras, amenazadoras.
El bosque tenía un rellano claro totalmente dispuesto para que el divino Apolo parara su viaje astral y colocara la primera piedra de un equilibrado templo, con siete columnas graníticas y un ara donde nunca se apagara el fuego sagrado y los oráculos improvisaran viejos salmos de vírgenes escogidas. También transcurría un río de aguas claras que venía de una fuente cercana. Un bosque de árboles sagrados, cada cual con sus problemas y sus sueños, con sus creencias, con un claro rellano para que un templo magnificara la realidad de los grandes sueños y una luna cautiva bajara con su luz a borrar la creencia en los falsos dioses, los que vuelan por los aires y tienen robustos brazos y espadas fumígenas, llenos de luz, sacados desde las cuencas secas de un poeta ciego, el más grande de todos los tiempos, según escribió él mismo o el traductor entusiasmado. Qué bello es escribir se decía el árbol vecino del árbol que se creía un zorro rojo, voy a donde quiero, vuelo por los aires, edifico el sagrado templo de la poesía y hasta hago mis vaticinios dotados todos ellos de una imagen espectral del futuro, fabricada con la fácil naturaleza del presente. Solo tengo que llorar y he aquí la poesía, mis lágrimas son riachuelos fragantes, la savia del mundo que dejo aflorar transparente para lavar los pecados de los peregrinos, mis hojas como los exvotos de los peregrinos, algunas son de oro. Los árboles poetas ironizamos sobre los vulgares árboles que sueñan cosas vulgares, como mi vecino que dice ser un zorro, astuto, cuando siempre fue un bobalicón. Los demás árboles, el bosque, quedaban callados, obedientes a las consignas, como si fueran un Parlamento, "conjunto de mediocridades en periodo de floración intermitente", que pintaría con ingenuidad Vallejo Nájera.
A la hora en que los bosques parlamentarios callan y solo zumban los negros moscardones, oscuras moscas se posaban sobre pedazos de vísceras de los animales a los que dejaron hechos unos zorros, maltratados por la vida hasta la muerte. El casquero subía las cortinas metálicas de acero mal pintado y, aún sangrantes, sabía que su negocio no era de multitudes, los negocios de casquería solo son boyantes en tiempos de penuria económica. Visitados por enfermos que buscan en el blando hígado pardusco el vigor perdido, o soñadores a los que les gusta roer huesos de las peladas manos de borrego que dan grima, o guisar caldosas las colmenas pálidas de los estómagos rumiantes, que llaman callos, evocando con su nombre la repugnante quitina que las rozaduras dejan en los pies malolientes. El mal olor. Olor medieval a casquería y curtidos de piel, a las negras acequias cenagosas de los tintes, a los gritos de la gente baja, a las risotadas de las facas y las bromas del populacho. Fuera de la humanidad.
Dorita al fin tuvo un novio y se casó, pero no se llamaba Ernesto, un defecto entre otros que afloraron luego. Ernesto con el tiempo fue su personaje irreal, algo así como un héroe de la juventud, el que se abría la gabardina a las niñas de las monjas y a las monjas también si miraban. Su amor imposible. En sus ratos nostálgicos, que aumentaron con el tiempo y fueron horas, días, años, se regodeaba con su lechero de la niñez. Era pelirrojo, como un zorro del bosque, bobalicón como los que se creen astutos y sobre todo joven, de una juventud apabullante, como nunca lo fue su marido, el pelmazo. Ernesto se quedó joven para toda la vida, aunque era mayor que ella. A veces soñaba que salía Ernesto de su armario y de pronto, sin más causa que su voluntad, se abría la gabardina para Dorita, mira Dorita. Y nada más, mira Dorita.
Casas Pobres
Según se iba hacia la izquierda -hacia la derecha, empezaba mi escrito- la calle subía, si dejabas rodando una naranja desde el extremo de la calle, que terminaba en una tapia, bajaba la naranja hacia mi casa, que estaba en medio. Pero si ibas en coche y lo parabas seguía subiendo, a esto le llaman una falsa cuesta, fenómeno físico que solo se da en los pueblos más rústicos. Hacia la derecha, siendo de la misma anchura y libertad que la izquierda, parecía estrecharse y se ensanchaba al final en una hermosa huerta donde las cacas oscuras que dejaban los mendigos parecían enteramente pasteles caros, sobre todo si tenían semillas de higos o pepitas de tomates. Había matas de tomates, tomateras, que salían espontáneas y pardas, llenas de polvo, con olor a mierda y tomate, hijas de las cacas negras de los pobres. Mi casa, como la de mis vecinos, era una casa pequeña, con muchas habitaciones grandes, la gran contradicción; les decían, muy antiguamente, antes de hacerlas, casas baratas pero tenían lujos inauditos, como el agua fría y caliente, aljibe donde la voz de los niños chocaba grave en sus paredes con sonido metálico, y una ancha escalera de mármol blanco para subir al primer piso, y otra de ladrillo para bajar al patio, lleno de flores. Una casa cualquiera donde fui maltratado y otras tantas veces consentido, la contradicción de mi vida. Yo vivía en las afueras de la ciudad, pero a solo cinco minutos andando de lo más céntrico. Tan afuera que mi calle limitaba con el pleno campo y tan cerca que no tenía que coger el tranvía para ir al cine, a misa o al colegio. Las casas estaban pegadas unas a otras, adosadas, formaban hileras, pero se comunicaban secretamente entre sí, según pude comprobar entonces, aunque de modo espiritual, telúrico, de modo que no había una intimidad absoluta, sino docenas de intimidades en cada fila de casas, cambiando los dueños sus cubículos, de manera que la mía, que era la de un poeta, estaba pegada a la de un cuentista y éste a la del ingeniero, por cierto que nunca estaba en casa pues viajaba mucho en su trabajo y estaba casado con una americana que vivía en Estados Unidos, la del ingeniero con la del médico y la del médico con una profesora de música que aporreaba el piano con fruición. Todas las casas tenían huecos mágicos y los vecinos cambiaban de domicilio de puertas adentro. Hasta acabar todas, al final, en la casa de una mujer bastante loca, que llamaban " la loca de las olas". Casa que nunca quise conocer, de la que yo huía instintivamente. Su solo nombre, " la loca de las olas" me producía escalofríos terroríficos. Tengo miedo atávico a la locura por mis genes neardentales. En la ciudad había un enorme edificio-manicomio, pavoroso; yo creo que la cosa venía desde los Reyes Católicos más o menos.
Cuando yo pasaba mi espíritu a la casa del cuentista lo primero que notaba era la falta de luz, todo estaba en penumbra, hasta el comedor, la comida se servía en silencio, no sonaban los platos ni las cucharas ni los cucharones, una criada uniformada servía la sopa en sopera. Alrededor de la mesa eran muchos, pero silenciosos, nadie decía una palabra; ni siquiera cuando pasaban las fuentes del pescado frito que olía a gloria crujiente. Las sombras de los árboles del jardín proyectaban en la pared del comedor figuras chinas de dragones que volaban entre los fuegos cobrizos de las cornucopias doradas, en la umbría la habitación del cuentista, yo podía pasar y ver pero no comer, todo lo más que se podía hacer cuando se pasaba de una casa a otra era ver. Creo que esto les pasa a todos los espíritus, no comen. Nadie hay más extraño que el vecino de al lado, lo más lejano está muy cerca: la vida es una contradicción. Cuando yo pasaba a la casa del médico lo primero que notaba era el olor a alcohol rancio, e incluso a gasolina, la gasolina servía para restañar los puntos de las heridas sangrantes en la cabeza de los niños apedreados. El doctor tenía botellitas de vidrio transparentes en una estantería de cristal, con garfios pequeños y otros instrumentos de acero de marcado carácter intimidatorio. En esa casa también había una criada, vestía enteramente de blanco pero las manos las tenía rojas, como si hubiera fregado con agua fría instantes antes, ella se decía enfermera, pero todo el mundo sabía que era una fregona. El olor a lejía sobre el propio del alcohol medicinal la delataba. Enfermera ¡ como si no fuera honroso ser criada! En la casa del médico no había niños, se casó mayorcito y ya era un señor muy mayor, vestido de oscuro, con bigote blanco y medio calvo, don Rafael, tenía en el chaleco un reloj de bolsillo con cadena de acero, gafas en la nariz sin concha y anteojos redondos. Entre la casa del médico y la del ingeniero, el que nunca estaba en casa, había otra casa que también estaba vacía, la de doña Carolina, aristocrática dueña que nunca puso el pie en su posesión, pues residía en Suiza. Vacía de dueña, que no de muebles y de armaduras que las tenía por todas partes y amenazaban con sus lanzas por los pasillos, gabinetes y covachas polvorientos, con ruidos de pasos metálicos que llegaban a la calle sobre todo en la noche y en el día si andabas despistado y no los preveías, sabían asustar con profesionalidad. Otros ruidos eran como de cadenas arrastradas. Habitada por fantasmas, al menos tres, la niña que nunca falta en las historias de fantasmas y dos sombras oscuras, ni hombres ni mujeres ni les des coses, solo espíritus oscuros, quizás por eso doña Carolina nunca puso un pie en su casa, la que heredó de sus tíos, los marqueses de Puño y Rostro, más rostro que puño. Decían las malas lenguas que los fantasmas se pasaban a la casa de al lado, la del Ingeniero de Montes, su dueño viajando siempre y descansando en USA, hacían grandes fiestas nocturnas con toda clase de carcajadas y de eructos. Los fantasmas eructan. Otras cosas no sé. De tal modo que ambas casas deshabitadas eran las más ruidosas de la calle. Yo pasaba de puntillas por ellas hasta colarme en la casa de la profesora de música. Me gusta la música, me paraba a oír los golpes del piano. Un piano donde Chopin sonaba a Saint Saens. En esa casa casi nunca se guisaba o a mí me lo parecía así, y si se guisaba yo no las ví comer nunca, ni a la profesora ni a su vieja criada, la que parecía saber todos mis secretos cuando me saludaba en la calle. Y yo también le sonreía porque yo sabía que no sabía mis secretos, si los hubiera sabido...Había otra casa de la que nunca me acuerdo, creo que eran familia nuestra, de esa familia que dejan de hablarse y pasan a ser peor que los ajenos, los extrañados. Ni se me hubiera ocurrido acercarme a ellos, por supuesto nos cambiábamos de acera cuando nos cruzábamos en la calle, por aquello de cambiarlo todo para seguir lo mismo. A pesar de ello el olor que desprendía la casa era idéntico al de la nuestra. La otras casas olían raro, me hacían perder el sentido de lo raro que olían. Como yo era vergonzoso y casto en ese tiempo jamás quise ver nada sexual, yo mantengo que lo privado es sagrado y no está bien meter las narices en semejantes cosas, ni preguntar por ellas como hacía mi confesor. Dolor de corazón; cuando yo cambiaba de domicilio y visitaba el del cuentista o el del doctor sentía cierto pesar por abandonar mi casa de poeta. La Poesía duele cuando se deja, es el instrumento para formarnos como personas, para ser nosotros mismos, como decía la canción " Que no soy yo " de Joan Baptista Humet.
A la mañana se cerraban los agujeros mágicos entre las casas y cantaba el cucú de la Fábrica del gas, también al atardecer, en el verano, cantaban el cucú y los grillos. Esto pasaba en el verano, en el invierno todo estaba muerto. Se abrían los agujeros mágicos para que los vecinos tuvieran la educación espiritual de visitar las casas de sus vecinos, sin ser vistos ni oídos. Estas vivencias compartidas enriquecían nuestros espíritus, éramos una comunidad, cada cual aprendía de cada cual. Pero con el tiempo no sabíamos quiénes éramos de verdad, si el poeta o el cuentista, el músico o el médico, nada he dicho de ser pintor, este otro vecino siempre estaba trabajando, a todas las horas, con unos cuadros enormes, de tamaño mayor que su casa, de manera que sus cuadros se salían por el tejado y él los tenía que pintar subido a una escalera, eran tan grandes que los empezaba con un tema y los terminaba con otro u otros, como hacen los escritores de largas novelas. Yo creo que se tenía por un Ribera por lo menos, por sus temas grandiosos, pero a mí entonces me gustaba la pintura de Saura. Fui un niño repipi que en el Colegio sabía que Goya pintaba descuidadamente y Saura con inteligencia. Adoraba la inteligencia.
En el fondo, y esa reflexión me la hago ahora, vivíamos en celdas, éramos juguetitos en manos del destino, viviendo en casas pobres como juguetes ricos, cada cual en la suya y en las de todos y nos hacíamos extraños a nosotros mismos, nos olvidábamos de nosotros, que así hacen los que miran sin introspección las cosas de este mundo. No lo pensaba entonces, la vida se vive como se vive sin más reflexión ni pesadumbre. Entonces tampoco pensé que pude meterme no solo en mi calle, sino en todas las calles de mi ciudad y en las casas de todos los ciudadanos, como hacen los totalitarios. Si lo hubiera hecho hubiera adquirido una gran cultura, como le llaman los dictadores. Cultura, qué gran contradicción: Solamente cuando atravesamos el agujero mágico y entramos en la casa del vecino nos vemos enteramente distintos y empezamos a conocernos, porque en el fondo somos el otro. Es cosa más de Física que de Química.
Y así, así, viajando, estuve mucho tiempo de niño aburrido. Luego lo olvidé, hubo cosas más serias en qué ocuparme. Cuando crecí, y eso sí lo sé, me hice un detestable mayor, opinión que siempre tuve de los mayores, a los que imaginaba llenos de lugares comunes, incapaces de conocer al otro, ni sus sentimientos, ni sus deseos ni sus intenciones o derechos, de adentrarse en el mundo complejo de los señores niños, que son prisioneros jugando en una Casa de Muñecas, para hacer lo que los mayores quieren. Sin protestar y sin ser niño.
El cuento cuántico
Casio el escritor que no quería escribir, y le pasó de golpe, al pensar que no se puede abarcar todo, todas las cosas que existen en la vida y mucho menos al mismo tiempo. Nada podemos ser; si creemos que lo podemos todo nada podemos, que disfrutamos a lo bestia no disfrutamos, que recordamos divinamente solamente olvidamos, que nos llenamos nos estamos vaciando. El mundo es un totum revolutum, todas las cosas se mueven al mismo tiempo, en ganada libertad, aunque solo verificable por momentos. Pero a Casio parecía que él se perdiera algo, los escritores todos parecen perder algo, la escritura es efímera, como las hojas de oro de la corona de un cadáver real en una tumba descubierta miles de años luego, falsa aunque sea de oro porque solo cuenta trolas, " al mundo todo" como dice el himno sagrado de un pueblecito de Toledo " a todo Casinada". Ese todo cerrado, escaso es conmiserativo, pero el todo real es abrumador, imposible, escapa virtualmente en lo que es más virtuoso y bueno. Como si quedáramos sin el sentido del gusto ( en realidad nos quedamos sin dos sentidos, olfato y el llamado gusto, demasiado esencial y corto para gustar las cosas, el olfato- que es el principal y el propio del gusto- que solamente son cuatro, dulce, salado, ácido y amargo; también el umami o sabroso de Kikunae Ikeda, que lo descubrió en 1903, y se le podría añadir el contrario o no sabroso o soso que distingue los sabores neutros de las sales del agua dura, los metálicos y puede que muchos más, los chiquillos se llevan las cosas a la boca y podrían describir muchos de esos sabores que se pierden en los mayores )
Escribir es salvar, pero los pocos hombres salvadores de la Historia creo que no han escrito, de Sócrates a Jesús, de David a Alejandro, del inventor del piano al inventor de la rueda, ninguno ha escrito. Escribir es de cobardes, diría el simpático estudiante de policía. Cobardes salvadores, ningún salvador en el mundo real fue cobarde, pero los escritores son seres especiales, de los que unen a los contrarios prodigiosamente, salvan en la retaguardia, no dejan que muera nada, no solo los afectos sino también las otras cosas. Ahora queremos salvar el mundo físico mediante el mundo cuántico, qué de sorpresas nos esperarán ¿ y cuando descubramos que ese mundo cuántico parece inteligente y oírnos aunque no nos oiga o se haga amigo nuestro aunque no lo sea? No lo sea ni siquiera en la enemistad que toda amistad conlleva. Es cierto que tiene otras normas y que, aprovechado, puede abarcar más cosas y en menos tiempo que el mundo de las partículas físicas, donde vivimos. De momento se han conseguido grandes cosas como parar el tiempo e incluso retroceder de manera que los acontecimientos posteriores sucedan antes que los posteriores, viajar por el tiempo. pero son partículas tan elementales y pequeñas que no sirven para nada. Los científicos están pidiendo a gritos una maquinaria monumental que convierta esa teoría-práctica en una realidad impresionante. Casio, consciente de su pérdida como escritor, no quería escribir para no perder ese "Áurea" que todo poema tiene, la magia del poema. A propósito de la magia los falsarios que suelen ser unos vagos mentales ven el cielo abierto con el mundo cuántico, ya están inventando espíritus, casi todos vagos y por tanto maléficos, que con sus abracadabras de toda la vida encuentren en la pseudociencia el paradigma de todas sus soluciones estúpidas. Afortunadamente el mundo cuántico tiene más de físico y real que de mágico, palabra esta última que no debería existir en la vida de las cosas.
La verdad es que Casio se lo pasaba bomba escribiendo, se divertía, en vez de llorar sin lágrimas, con versos, reía a carcajadas sus ocurrencias, en la libertad, ya lo dijo Cervantes, personaje de otro mundo, el don más importante de los hombres. De todos los seres: animales, vegetales, minerales y el mundo cuántico que tanto se parece al hombre y que tanto atraía a Casio, en lo que tiene de sorprendente y variable, de arbitrario incluso o mejor liberal, sus leyes son provechosamente desobedecidas y admite, en última instancia, la creación o novación radical, por eso la IA (artificial intelligence ) tiene mucho futuro, porque para desarrollarla hay que aplicar el módulo cuántico y este es libérrimo, ocurrente, detectable y hasta amigable, aunque a veces, como todo buen amigo, se cabree y se cierre en banda. Pero el mundo se mueve, tan malo no es.
Cuando no escribía Casio estaba atento a las notas que estimulaban su escritura, recopilaba sensaciones, recuerdos, pensamientos, historias reales, casi todas inverosímiles, estando en stand by. Al escritor del cuento de Casio le gusta usar idiomas, los otros inteligentes, los de verdad, hablan con varios idiomas más, correctamente dicen, hablar idiomas es de sabios, hasta la hermosísima Cleopatra, morenaza imponente, dominaba nueve idiomas de los difíciles o más y quién lo diría si la tenemos por una peliculera y no por un prodigio de la historia, como lo son muchas personas que es una pena mueran, mueren todos aún los buenos e inteligentes y si no se mueren los matan, que en esto de matar se les da muy bien a los malos. En stand by Casio era poseedor del gran bosque de su techo, millones, trillones de cosas, de palabras, de combinaciones que fluyen y toman vida de manera consecuente. Solo le faltaba el sexto sentido, aquel que ve el futuro como una realidad porque, no lo adivina ni lo fundamenta, es tan rápido y exacto ese sentido que el futuro para él es mucho más evidente que el presente para Casio. A Casio le sobraban palabras, raíces, sonidos, hasta la música, el sentimiento de los más sublimes que quiere hacer vibrar al mundo " todo Casionada", sus lectores. ¿ Serán trescientos o mil o más sus lectores ? Aún esto es mucho, creo que Casio seguiría escribiendo aunque no lo leyera nadie, lo suyo era una enfermedad, la de escribir. Era un enfermo.
No quería contarse, se vio humilde, ignorante, sin saber divertir a la gente. Este último pensamiento salió de una juerga multitudinaria de la que participó, él estaba como ausente, extraño, la gente enloquecía, los cantantes perdían la voz enronquecían de tan bien cantar y juerguearse, el mundo crujía, la burguesía era arrollada, la nueva población gozaba hasta enloquecer, sin necesidad de drogas, si alguno picaba era solo eso picar, disfrutar canutos alegremente. El mundo es una fiesta para los hombres festivos. Hombres y mujeres que nada hay sin las dos cosas. Ante la evidente explosión de lo sentidos, el silencio del escritor en medio de la juerga. Los escritores no son cuentistas, como le dijo un profesor y le sentó tan mal, eres un cuentista, por cierto que el profesor lo era de Literatura, los escritores no son nada de eso, no son cuentistas se repetía obseso, son más, son el cuento. Detrás de todo cuento no hay un escritor, solamente hay cuento, como detrás de toda agua solo hay agua, todos los escritores son sus cuentos más que cuentistas, pero escritos, no vale callar ni idealizar o sucumbir y degenerar, lo que no está escrito no es del mundo. Debería dar miedo saber que se pueden perder para siempre nuestros cuentos, como el cuento del más grande hombre de todos los tiempos, tan grande que la Historia ha reservado para él el sinónimo grande, Alejandro, cuya tumba visitada por los emperadores romanos, en homenaje que los engrandece, hasta el tenido por pérfido Calígula, o el constitucional y pro derechos civiles Caracalla, desapareció para siempre como lo hace el Sol ante la noche de los tiempos, ante la humanidad intolerante, que no admite la diversidad en su sentido más honesto, la tolerancia, la clemencia de aquellos emperadores tiránicos, siquiera eso. También la discreción y el buen gusto, reñido este con todo arte, como decía Picasso. Los escritores, por su oficio, deben escribir a ser posible mal mejor que bien y mejor que mal abominablemente mal, de manera que ni a ellos les complazca, casi siempre habrá un lector que los redima, quintaesencia del virtuosismo. Los escritores verdaderos son los lectores, como los paisajes son el verdadero cuadro, bien pintado por todos sus elementos, incluido el pintor, parte de ese cuadro. Todas las cosas participan de la misma inteligencia, son la inteligencia, incluidos los hombres y los brutos. Los lectores -escritores, siempre aciertan, escogen lo mejor de lo escrito. De esta manera el arte de escribir lo es universal y dejará incólume lo bien escrito para la eternidad y aflorará después de los tiempos, en la gran herencia de todas las cosas. Nada se pierde. El cuento es un placer posible, que nos llena la cabeza de cosas, expresiones y hasta nos gusta luego leerlo escrito. Hoy, entender la diferencia entre el mundo real de las gentes y el del escritor, unívoco, el de la unidad, paró el cuento de Casio en medio de una juerga y no quiso contarlo, no quiso una historia falsa, y mucho menos adornada de una moralina, bueno, esto aunque sea solo por estética, Cassio había leído a Schiller, hacía tiempo la quitó no solo en los cuentos, en cualquier cosa, lecciones para nadie, las cosas en el mundo cuántico, el ahora nuestro, aprenden solas, el mundo cuántico aprende y corrige, la corrección es la única virtud de sus pecados, como en el mundo antiguo.
Es una pena porque el cuento podría haber contado algo, la felicidad de la gente, el buen vivir, el hacer las cosas bien por la gente que suele ser jugar en compañía, beber en compañía, cantar en compañía, no se deben paralizar los cuentos. El cuento debe seguir aunque sea en su mundo equivocado, fuera del mundo exitoso. Incluso, diría un moralista, ese mundo es hasta virtuoso, está bendecido por los dioses. No obstante, reconociendo el gran mérito de los juerguistas y alegres de la vida, los escritores deben escribir, hay tiempo para todo, lo habrá luego para leer e incluso pasarlo bien leyendo. Todo confluye en la vida y a la vida no hay que quitarle ninguna de sus cosas, ni siquiera la materia (ay materia inerte, qué viva estás) La Teoría cuántica se abre paso para viajar por el tiempo. Amén.
La hormiga coja
Hay quienes piensan que nosotras, las hormigas, somos muy trabajadoras. Dejando aparte la temeridad con que se usan los vocablos por los que escriben, auténticos autores de cuantas barbaridades ocurren en el mundo, las gentes nunca somos muy de casi nada, se es o no se es, la vida, el azar o la providencia lo tiene todo limitado o muy bien delimitado, se es trabajador en lo justo, escuetamente. En ese sentido nosotras somos cumplidoras y sobre todo exploradoras. Salimos del hormiguero como el que no quiere la cosa, sin darle importancia ni ostentación, como despistadas y nos perdemos por el jardín. Para nosotras todo lo que está fuera del hormiguero es un jardín...
El artritismo que padecemos los insectos nunca ha sido descrito por los científicos y es muy aprovechado por nuestros depredadores que son muchos y de muy variada índole, desde el infeliz pajarillo recién salido del nido, hasta enormes osos de alargado hocico y lengua pegajosa que debería darles vergüenza meterse con unos seres tan pequeños y desvalidos como son las hormigas. Por no decir nada de las voraces lagartijas, somos su dieta nada más nacer, alimento socorrido con que sus desocupadas madres sueltan al mundo los pequeños dinosaurios, dotados y perfectos aunque muy pequeños, justo lo suficiente para engullirnos, contando de una en una a nuestras pobres hermanas, alegremente, jugando, una, ¡ otra! ¡ y otra! ¡ y otra!, jaleándose hasta completar su cupo quedando luego saciadas a verlas venir, tomando el Sol sin sentimiento alguno de culpa, por el estropicio que causan, nos engullen bárbaramente y , aunque cada vez nos hacemos más pequeñas e insignificantes para que no se nos tome en cuenta y seamos un desgaste de energía más que un aporte de calorías, con más fruición, tranquila y criminalmente nos siguen comiendo, desde los osos hasta las lagartijillas recién nacidas.
A mí me dejó coja la pisada de un humano. Qué raros son los humanos y descuidados, tienen escrúpulos ante los animales, como si fueran dioses protectores dotados de más inteligencia que los otros animales, ¡ uf!, y no reconocen el derecho de nosotras, las hormigas, ni desarrollan derechos protectores de nuestra vida, de modo, que nos hemos enterado pueden llevar a la cárcel por maltratar o matar un perro ( por cierto cómo se deleitan los perros con nuestra insignificancia; a nuestra reina le llamamos Su Insignificancia como los humanos usan Su Majestad para el rey o Su Señoría para el juez) A las hormigas se las puede fumigar, quemar, aplastar de una en una los deditos de un hermoso niño rubio sin consecuencias penales ni administrativas: no tenemos derechos. El humano, de esos que usan albarcas negras, hechas con las llantas de un viejo camión, arreglando de manera bruta los esquejes de sus matillas, cuando yo estaba durmiendo una de mis 250 siestas al día de un minuto - Su Insignificancia, la reina, tiene siestas de hasta 9 minutos- atolondradamente me partió una de mis seis patas, exactamente la delantera derecha y me dejó coja para toda la vida. Me quedé engurruñada en el suelo, haciéndome la muerta y la cosa no pasó a más, si hubiera muerto nadie se hubiera enterado, ni siquiera mis hermanas. Un tormento vital. Las hormigas tenemos una larga vida, pese a lo que piensan los humanos que nos tienen por efímeras, nuestras primas lejanas, una de nosotras vivió 29 años en un laboratorio, vio pasar generaciones de viejos sabios a los que sobrevivió. Una larga vida y coja es un gran tormento diario. Desde entonces mi vida es en parte lo dicho, una pesadilla, bajo la rígida vigilancia del estamento militar, que son tan criminales con nosotras como con los otros hormigueros enemigos y con los insectos intrusos, atacan a las lisiadas, es la ley de la crueldad universal que reina en el reino animal. Dicen nuestros militares que sólo nos protegen, pero aparte lo mucho que comen y fuertes que están, son temibles y según las leyes del hormiguero, hormiga que enferma hormiga muerta. De ellos me tengo que librar, porque las otras, las que llaman obreras son cariñosas y comprensivas, cuando enfermé me daban de comer y de beber si yo no podía hacerlo por el dolor y me ocultaban, apelotonadas sobre mí, de los grandotes militares, Dios los confunda.
Las cojas tenemos mala fama de toda la vida, por cuestiones sexuales incluso y nos llaman cosas feas. No es mi caso, nunca he practicado sexo ni en mis mejores tiempos de no estar coja, en casa la única que lo practica y mucho es Su Insignificancia, cuyos amantes son incontables y es la madre de todos. Con todo, cuando una hormiga se cabrea nos dice aquello de la madre que te parió, nunca delante de un militar que no se gastan bromas. Nuestra sociedad se parece en muchas cosas a la humana, aunque es más libre en otras, por ejemplo en viajar, vamos donde queremos y exploramos territorios al albur, podemos comer lo que nos apetezca con tal de llevar a casa las viandas que encontremos. Nos saludamos, nos damos tiernas caricias con las antenas, hablamos sin parar mediante la química de manera que tenemos nuestra Real Academia de la Química, donde corregimos cualquier desliz de lenguaje. Sin la Academia el lenguaje se degenera y nuestro hormiguero sería como la torre de Babel, inviable socialmente. Somos, pues, complejas, nuestra vida es compleja, 130 millones de años en la Tierra, esto sería imposible si la razón y la cordura no prevalecieran en nuestras relaciones. No contamos con nadie, salvo los pulgones que cuidamos y ordeñamos por los azúcares que nos regalan, pero con nadie más, incluido el hombre, salvo aquellos más sabios que siempre nos admiraron y hablaron bien de nosotras, aunque por ser hombres faltaron a la verdad como siempre. Me refiero a la fábula copiada mil veces de la hormiga y la cigarra, y aunque nos ponía como trabajadoras, en el fondo nos hacía peores de lo que somos por duras de corazón: la cigarra moría porque la tacaña hormiga no le daba de comer en el invierno, cosa que nunca ha pasado. El autor no sabía nada, o le traía sin cuidado, de nuestra pariente cigarra. Nosotras sí las conocemos, compartimos túneles y raíces y sabemos que las cigarras se tiran años enterradas sin parar de trabajar, para coger peso, subirse a los árboles y cantar luego en el verano, cantan maravillosamente en el tórrido Sol y nos avisan que no salgamos en las horas temibles. Nosotras las oímos con deleite, fresquitas, y con admiración, sabemos que no solo cantan bien - una de ellas fue la famosa Cantante Calva- sino que su vida es compleja y no precisamente son vagas. Solamente un sabio griego pudo decir esas barbaridades. Otro más sabio que Esopo, Aristóteles, griego y padre de muchas religiones, también dijo que los hombres nacen libres y esclavos, pero no por el azar o las circunstancias funestas, sino intrínsecamente por su condición humana. No hay que hacer caso de los sabios griegos, la Naturaleza nunca lo hizo.
Una cojera, ahora lo sé, se lleva mejor cuando somos muchas, yendo en hilera, las de adelante, como las de atrás, enseñan el camino, nos dan el ritmo, no tan solemne como el de las hormigas militares, sino el propio del trabajo social. Vamos juntas hablando sin parar, algunas cantan, otras se echan su siesta, que también dormimos andando. Me gustan las hileras. Me aconsejó una amiga que me hiciera enfermera y cuidara larvas o a Su Insignificancia, pero no lo entendí aconsejable; la cojera sería más evidente y los militares estarían más cerca. En una fila de hormigas disimulo mi cojera y no lo parece. Aunque me duele, en ocasiones duele mucho la pata que no tengo, la siento, siento sus uñas, como les pasa a los hombres mancos con la mano que no tienen, es cosa del cerebro y las hormigas tenemos el cerebro más grande en comparación con el cuerpo del reino animal, por algo será; claro que yo tengo en casa unos hermosos alucinógenos que son los hongos que cultivamos, amén de otras yerbas, y me doy mis buenos chutes que alivian mis dolores.
Hablando, hablando y no he dicho mi nombre: Me llamo Mariquita, como esos devoradores de pulgones que visten lunares negros sobre élitros rojos y parecen de juguete. Me lo puso mi matrona, que en paz descanse, por unos lunarcitos morados que tenía de larva y que tanta gracia le hacían.
La obra nueva
Con el frío, su ánimo y un perrillo ascendía por colinas, rodeaba los muros de la muralla rota hasta llegar, espléndido, al hermoso campo que le vio nacer, no hacía mucho, pues era joven y sensato y se ganaba el pan apenas apurado el niño que alegría trajo para contento de todos. Meloncillo era pastor a la antigua usanza, calzaba alpargatas, calcetines de hilo negro, pantalones casi cortos, sombrero de pocos vuelos, chaqueta abierta, sobre la pelliza blanca, cintilla negra de cuero y bufanda de lana de sus corderos, pañuelo en moño, mochila de tirantes y una vara larga que sostenía el cielo. También su transistor, Sangean, que se apagaba solo al cabo de un rato y le dejaba soñar sin gastar pilas. Salía antes que el día y que cualquier vecino, mucho antes que el Sol, más dormilón, contando las estrellas si se veían, que en horas altas lucen más cerca. Así aprovechaba el tiempo en cuanto lugar tenía, pese a la contrariedad de sus padres que lo querían pastor y sometido. Un día y otro y el que sigue, en pocos años cumplió su ciclo pues ya se aventuraba en otros menesteres con más futuro, de aprendiz de Paco, veterano pastor que se pasó a la construcción y se hizo su casa y las de otros.¿ Tú vales de albañil? Yo quiero dedicarme a la construcción, no quiero ser albañil, quiero aprender hacer casas. ¿ Hacer casas? ¡ Tú no sabes lo que dices! ¿ De dónde vas a sacar los dineros? De nosotros no, y Paco te dará una miseria, solo hará explotarte. Ve con cuidado. No vas por buen camino: las ovejas, las ovejas como el abuelo y el bisabuelo. ¿ Qué dirá el Marqués si lo enteran que descuidas sus corderos encerrados en la "bollería"? Tú verás. Callaba y recelaba, las dos cosas hacía y se perdía en la casa, a solas con sus pensamientos, tan altos como imposibles, tan ilusorios como atrevidos, silenciosos, pues no se decía palabra, como hacemos todos, sino que los ponía en su voluntad de diamante: salir de la miseria y hacerse rico. Tan rico como el Marqués. O más. Y sus sueños se ponían rubios del todo, como trigales en la espesura, volando sobre oteros, el albarrán y dislates, entre colinas y atajos, como nubes radiantes en el Sol, lejanos hasta los montes azules, de un rutilante azul, la nueva vida, el trabajo, los dineros que sonaban anticipadamente como cencerros, mientras el ruido de la radio le hablaba del fútbol, su afición. Se sentía feliz.
Cambió su mote Meloncillo, heredado de sus abuelos, por el suyo propio Rivaldo Tripagorda, pues muy pronto le apareció la barriga, desde que dejó las ovejas, las del Marqués y las suyas propias que solían ser las mejores, casualmente. De albañil, en pocos años, se dice que tres, lo aprendió todo, pasó de aprendiz a oficial y de oficial a maestro, deshacer las mezclas, los hoyos y trepar por los andamios a leer incluso los planes y saber de medidas, arquetas y muros de cerramiento, el hormigón y el mortero, pilares- fundamentales e intocables- cubiertas, nivelar, marcos y ventanas, revoques, todo lo que dice la tartaja Wikipedia y más. Desde siempre tuvo las ideas muy claras: una obra es una cosa compleja. Ante ella está siempre toda la vida del constructor, sus ideas y afanes. Hay que afrontarla con decisión y mucho desconocimiento al principio, ser albañil no es ser constructor. Construir es hacer una obra, dar vida a una cosa inerte que ha de permanecer por muchos años, sin goteras ni quebrantos. Tiene mucho de partido de fútbol, con planeamientos y ensayos, donde las tácticas y disposición de sus jugadores pueden ganar un partido o perderlo para escarnio de todos. Es cuestión de prevenir, también presupuestos y costes. Hasta el mismo Dios se ríe de aquel que pone los cimientos y después no puede terminarla. Todos los que lo vean comenzarán a burlarse de él, diciendo " Este hombre empezó a construir, pero no pudo terminar". Y en un pueblo, otra cosa no, pero las burlas y los abrojos los da la tierra. Se burlarán todos. Son muchas cosas las que hay que tener en cuenta. Tripagorda tenía buena cabeza. Antes de trabajar miraba el solar, por dónde acometerían los encofrados de los cimientos; el plano del arquitecto, lo que más, tanto en sus detalles como en la obra final. Aprendió a leer los planos y a hacer cálculos. Cuando recogía los materiales, preguntaba no solo los que les mandaba Paco, sino los otros y ya tenía ideas propias para elegir los mejores, que no suelen ser los más caros. También gustaba de los ladrillos, incluso de los que se hacen a mano y más de los que vienen firmados como tesoros y los endurece el Sol. le gustaban las tejas nuevas, pues se decía que mal hacen aquellos que ponen como tejas artificialmente envejecidas, pues los edificios, las obras, también tiene derecho a una juventud y relucir rotundos, que tiempo habrá por malo e inclemente que los envejezca luego. No le faltaba razón, odiaba los viejos tejados, empezando por el de su casa, al que se tenía que subir para quitarle las yerbas y arreglar goteras. Pensaba incluso en inventar otro tipo de tejados, de materia plástica, con menor peso y mayor impermeabilidad. Tampoco hacía ascos a las placas solares, que a Paco le costaba poner y no las ponía incluso, construyendo a cambio una barbacoa, que no venía en los planos, o una chimenea para el salón que a todo el mundo le gusta. Él no, él era moderno, estaba al día de todas las cosas, su Sangean lo tenía al corriente de todo, mejor que la televisión. Rivaldo soñaba con la obra, como cuando pastoreaba y miraba al horizonte, todas las cosas se pueden soñar. Soñar y hacer, cuando las cosas se hacen bien pueden durar toda la vida. Pensar y hacer, ése fue el lema de su empresa de CR Construcciones Rivaldo, S.L. que la tuvo después de algunos años y soportar varias crisis. Otro de sus lemas era procurar no pedir créditos, al modo de tantos empresarios para él ídolos de los negocios, que triunfaron y se ufanaban de no verse pillados por intereses bancarios, aunque alguna vez, contra su voluntad, no tuviera más remedio cuando se enteraba de algún solar goloso que sabía podía comprar por pocos. Procuraba vivir desahogado y pagar todas sus deudas, también por solidaridad, todo el mundo tenía derecho a recibir lo suyo. Con el tiempo suavizó sus dogmas, inteligentes empleados suyos le hablaban de la conveniencia de acudir a la financiación ajena para no perder un buen negocio. Con el tiempo llegó a la diversificación, en la explotación de empresas ganaderas, ovejas como el Marqués y la plantación de tabaco, pero le fue mal en ambas. Él nunca se bajó de la obra, trabajaba como el que más de sus albañiles, cada obra nueva era como un nuevo hijo. Nunca se casó, por lo visto para él el sexo nunca fue una preocupación, ni formar una familia. Los vecinos estaban mosca, algunos le pusieron un tercer mote privadamente, La Barrigona. Una barbaridad.
Las cerezas del cementerio
Cuando yo era muy joven me gustaba ir al cementerio. Era un cementerio que estaba cerca de casa, antiguo, pues que todos los cementerios desde el primer día de su construcción son antiguos, los obreros que los levantan parecen muertos que se agachan para cavar mejor sus tumbas, como lo hacemos todos, que cavamos nuestras tumbas desde que nacemos. La vida, no es un secreto, es una gran tumba, multitudes de tumbas, apiladas tumbas, amontonadas tumbas, tumbas que se abren y muestran la herrumbre de toda obra humana, sobre todo la de los poetas muertos. Hasta la palabra muerte, que parece pospuesta, es la gran presente, maestra de la vida, la gran madre que nos quiere tener a todos en su regazo, alimentarnos con su fétida leche, abrirnos en canal y sacarnos los huesos, que ella almibara a lo Miró, para comerlos con placer deleitoso y ofrecerlos cortésmente a sus visitas en sus cotilleos. La vida es cotilla por naturaleza, quiere enterarse de todo, saber que a escondidas tenemos los mismos vicios que ella, la otra gran verdad. A lo que iba, yo iba con mis pocos años, en mi divina edad, lleno de salud que me sobraba y hacía sacar inopinadamente erecciones que en cierto modo me violentaban y a las que nunca respondía con ningún meneo, de esos que el arcángel Miguel Hernández condenaba en sus primeras poesías. El arcángel también condenaba a las viejas que se hacían sus deditos las pobres, no sé de qué secretos de confesión se enteró ni por qué necesidad poética condenó el placer por el solo hecho de que eran viejas, seguramente hoy estaría arrepentido. Las erecciones, prosigo, me salían como el sol aparece entre las nubes en día oscuro, y con la misma limpieza espiritual desaparecían. Lo cierto es que yo no iba a eso al cementerio, a que me saliera una de las muchas erecciones del día, por apartado que fuera el lugar y solitario, pues desde niño entendí, cuando no sabía nada del sexo, que el sexo hay que dominarlo y no que él te diga cuándo hay que gustarlo, ya sea dando un paseo o al despertar rotundo en las mañanas; yo iba únicamente para leer. Leer los nombres, algunos famosos, casi todos desconocidos y las fechas, de este modo aprendí que los muertos lo eran a rachas, sobre todo cuando murieron jóvenes. Me daba pena las muchachas porque la muerte de una mujer joven o la de un niño es siempre injusta, las hubiera amado a todas sin pensármelo dos veces, y eso que no tenía buena experiencia con las vivas, pues parecían muchas una cosa y eran otra, nada había peor en esta vida que el desaire, incluso aquellas que en cierto modo aparentaban ser buenas, o las que parecían tener poca suerte con los hombres, en la llamada distancia corta, sacaban su desprecio, para algunas yo sería poca cosa. O no. Me lo parecería a mí. A saber. Pero mi impulso juvenil era amar. Me daba pena que las muchachas que querían tener cintura de avispa en aquellos tiempos murieran a oleadas por la peste blanca, la más atroz de las enfermedades, suponía además que todas ellas habían sido guapas. Y les rezaba. Tenía un amigo ateo cuya hermana, muy joven, que había brotado espontáneamente en una familia de ateos, iba a ese cementerio - yo nunca me la encontré- para rezar a los muertos más viejos, porque " nadie se acordaría de ellos". En aquel tiempo éramos así.
Perdón, no me he presentado: mi nombre es Gaticus, de los antiguos gaticos de la Galia francesa, soy un vecino de una ciudad dormida, en un pueblo dormido, de un continente dormilón y ahora tengo mucho sueño, son las cuatro de la madrugada. Escribo de balde, por vocación, desde hace años. Entonces era muy joven y no escribía. Pensaba a esas horas que mi nombre está en una antología de paisanos y me parecía que como un muerto, esos pensamientos son destellos de la incógnita luz, estaba como un muerto y así lo estaría para siempre. Nuestra civilización, que es de muertos, apocalípticamente los muertos nos dominan, nos aprietan, con su nombre solo, casi nadie los lee, pero sus nombres ocupan calles, plazas, estatuas, bibliografías, modos, expresiones, frases, algunas aunque sean verdaderas tonterías como la resolución de los problemas de álgebra por los cangrejos de Unamuno. Casi nadie lee a los muertos, ni a los vivos y a nadie tendría yo la mala leche de decirle que los leyera. Todo es pasado, hasta el calcetín sudado de Faulkner, escritor cuya obra huele, quizás por haber admirado a Joyce y, como todos los seguidores del genial escritor, puesto sus calcetines de lana irlandesa. Por no decir Homero, que decía de sí mismo que era el mejor poeta de todos los tiempos, o de Cervantes que escribió las mayores idioteces o yo mismo que tampoco soy manco diciendo tonterías; me sea perdonado me ponga con los buenos, yo, que fui maltratado por un literario porque, desde mi indigencia, me atreví a llevar la contraria a Gracián nada menos. ¿ Para qué escribiría Gracián su Criticón ? Mi nombre en esa antología o crónica o vete tú a saber qué género literario es, está muerto, con su lapidita de dos frases, para siempre. Y como yo estoy ahora en mi habitación, rodeado de libros, recuerdo aquellas viejas tumbas, sobre todo los nichos, porque las tumbas, agachadas, como cantó Valery, parecían ovejas en su Cemetier Marin, Cementerio Merino diría yo, donde el sol palpitaba sobre las losas blancas, entre las tumbas, sonoramente plácido, al lado del mar. El Mar, porqué siento yo esa atracción por el mar; a lo mejor porque me lo encontré por segunda vez, cuando ya no era un niño, en mi era de las erecciones. El mar erecta. Los nichos, contra el mar están arriba, con gran misterio blanco y sus cristales rotos. Quién rompe los cristales de los nichos y a qué horas. Luego lo sabré.
Leí entonces Las cerezas del cementerio de Gabriel Miró y hoy que lo he vuelto a leer sé que no lo había leído: Tenía una idea lejana, algo así como de una huerta, pero esa huerta se parece más a la que tuve de niño en Bétera, de arbolitos bajos, patos come-caracoles, con fuente de flores de pato y conejos azules en jaulones de telas metálicas. Menos mal que no lo leí, su prosa está untada por la miel y los perifollos. Sus hombres parecen volar como la seda de una bandera, sus mujeres, aunque huelen mejor que las de Faulkner, se evaporan entre los tilos y las tilas que beben a todas las horas. El lenguaje de Miró, que es exquisito y sobreabundante, se rudoriza cuando habla de los hombres rudos, cosa que no debe hacer nunca un escritor si quiere escribir con verdad literaria, el escritor debe ser conductor que lleve al lector a donde quiere, y no acomodarse a su personaje, como el taxista no debe llevar el coche al ritmo de nuestra conversación trivial, acelerando o bruscamente girando haciendo gritar las ruedas. Cualquier personaje, por rudo que sea, incluso el grueso capitán de Finnegans, al que Joyce desmaya, merece la misma elegancia del novelista que con las mujeres exquisitas, si no la cosa queda más de cementerio que de cerezas. Cementerio de las Cerezas. Nadie lo lea, como yo no lo leí cuando tenía quince años; que lo lea el Cervantes virtual que dice que Miró tiene el lenguaje del Quijote, al que nunca cita Miró por cierto; si Cervantes escribiera así y no a su modo ejemplar, lo hubiera escrito bocabajo, con los pies, como escribían Miró y Faulkner.
El abrigo
Darío vivía en una ciudad hermosa, la gente decía que esa ciudad era tan hermosa que no parecía de este mundo. Quiá, esta ciudad es hermosa porque la Tierra es hermosa. Azul. Se levantó temprano para ir a la oficina, lugar oscuro, como todas las oficinas, que son invento moderno, nada natural, como pueden comprobar aquellos que las dejan para siempre. Negro. Pero en la ciudad hacía mucho frío y él era un friolero, tenía cinco abrigos, de todos los colores, hasta uno rosa que compró en una juerga juvenil; siempre el último le pareció el que más abrigaba. Rosa. Se puso el negro antes de salir. Como en la calle hacía más frío todavía que en su casa, volvió sobre sus pasos a colocarse un segundo abrigo encima del negro, cosa que nunca había hecho antes. Sintió un mágico escalofrío. Llegó, como con nuevos bríos, por un camino que le pareció más alegre, a su oficina que estaba a cien metros de su casa. Se notaba distinto, incluso no le pareció oscura " la siempre en penumbras para ahorrar gastos". Despistado, solo se quitó el abrigo verde y lo colgó en la percha, el perchero no le pareció ahora el esqueleto de madera de un paraguas al revés. Verde. No se quitó el abrigo negro y se puso a trabajar en su mesa, a cumplir con la rutina, Darío era un cumplidor. No me lo diga más claro, Darío, sé que hace frío, subiré un poco el termostato, ya sabe que tenemos las nuevas directivas, la competencia entre departamentos, y hemos de cumplir unos objetivos de productividad y gasto o nuestro departamento será liquidado. Perdone, no me había dado cuenta. Rápidamente se despojó el abrigo y lo colgó sobre el abrigo verde para que no se notara había venido con dos abrigos. Al quitarse el segundo abrigo sintió, repentino, un gran cambio, si alegre vino de casa - la oficina ya no parecía el sitio siniestro de ayer- al quedar sin el abrigo negro el perchero volvió a ser el esqueleto de un paraguas, la oficina oscureció, sintió los años que llevaba encima, sus piernas flojearon, las ideas no le salían atropelladas y joviales como instantes antes. Penumbra. Envejeció de golpe. Se puso a trabajar de inmediato mientras cavilaba por qué cambiaba su ánimo según se pusiera o se quitara el abrigo y parece que dio con la clave: el abrigo tenía algo especial, era la causa de que el mundo fuera distinto para él. Sentimiento. Estuvo trabajando sin parar y no dejó de pensar lo que le había pasado con el abrigo; suele pasar que cuando queremos tener secretos, trabajamos más para que nadie se dé cuenta. No hizo el descanso, trabajó y pensó, trabajó como nunca. Su alma saltaba de alegría por el futuro que con los cambios de abrigo adivinaba. Su jefe no cabía de satisfacción y sus compañeros, recelosos, pensaron que lo habían propuesto para ascenso, nadie trabaja tanto si no es por un ascenso. Este mosquita muerta se ha salido con la suya. Quiá, los que más trabajan en las oficinas nunca ascienden. Cuando volvió a su casa, con los dos abrigos puestos, alegre como un toro soltado en un prado lleno de vacas, fue a su habitación a ponerse y quitarse los abrigos, incluido el rosa, para probar si el efecto de los abrigos era verdad; quitaba y ponía y comprobó multitud de sensaciones distintas, ya fuera dolor, alegría, frío, e incluso cosas soeces, experimentó tantas sensaciones que no cabía en su pellejo. Sensaciones dobles, cada abrigo le daba unas al vestir y otras al quitárselo. Nunca hubiera creído que los abrigos tenían la magia de cambiar a los hombres. Paradójico. De modo, pensó, recordando las viejas fotos de la guerra última, los largos gabanes de anchos faldones de los militares algún efecto tendrían, aunque a muchos no les sirvió para ganar la guerra; por lo menos parecían más altos, más fuertes, y más rígidos, amén de más viriles, que no es poco, la virilidad es en los hombres como el lápiz de labios para las mujeres. Virilidad. Su mujer le gritaba ¿Quieres venir a comer? Estoy ordenando mi armario. Se quitaba y ponía los abrigos y este fenómeno de la metamorfosis era su secreto, la menos indicada para saberlo era su mujer. ¿ Quieres salir del armario y venir? le dijo con sorna. Pero su cabeza estaba en otro sitio; si en la oficina le dio por trabajar y pensar, cosa que se puede hacer en las oficinas donde el trabajo no es solo pensar, en su casa no podía disimular su pensamiento abstracto. Teoría. ¿ Te ha pasado algo en la oficina? Estás raro desde que has venido. No nada todo bien. La mujer le miraba, la cuchara se la llevó abajo de la barbilla, pero lo corrigió pronto y puso cara de Charles Chaplin en La Quimera del Oro o la suya cuando descubrió el sexo. Comió deprisa, quería seguir jugando a los abrigos. Como si fuera un científico lo hizo con método, apuntando en una libretilla las distintas sensaciones que le provocaban, algunas lo fueron soeces como ya se ha dicho, otras místicas pero hubo uno que no las tenía, ni al quitárselo ni al ponérselo, el garbanzo negro de la familia, su color era marrón, le llamó el abrigo de la nada y quedó relegado a la espera de su utilidad. ¿ A quién le diría lo que le pasaba? El gato negro y azul, que estaba cerca, maulló, lo que le pareció una señal. Paradigma. Para el futuro tenía previsto ponerse el abrigo más conveniente en cada ocasión. Incluso, aunque no lo pensó entonces, no se quitaría el abrigo cuya sensación fuese la mejor. Y así pasó, estaba divinamente con el abrigo gris y lo llevó puesto siempre, incluso en el mes de Agosto. Estás cada día más loco, Darío. Nadie se lo pudo quitar ni por las buenas ni por las malas. El abrigo gris fue su único abrigo. Los otros cuatro quedaron colgados, en la penumbra, esperando su oportunidad.
Descolgados
Digo lo de fumarme un pito ahora, para empezar, mi tema es otro. Soy Rubicano, de los androides meapilas que nos creemos todo. Mi tema está lleno de indignación y a lo mejor no es para tanto. La indiferencia siempre vino al pelo, me vendría mejor que un cuento. Ya de por sí la palabra cuento dice " soy mentira". Pero la verdad se lleva mal con todo el mundo.
Por qué fumo. Ni yo mismo lo sé. Fumo porque se me acaba el pito del mundo, fumo porque me sobra el pito del mundo, fumo un pito y es la única forma de llevar el pito a la boca. De todas formas, fumo porque sí. Y hago mal. No debería fumar, así me dicen, los gentebuena y la normalita con la moral justita. No lo haré más.
Al amanecer José Antonio camina con pies de plomo. Cayeron los cinco pétalos rojos de las cinco rosas ahítas. Las cumbres nevadas cerca se pusieron negras a drogas. La hora en que las sábanas erectan como con algodón planchadas y los luceros hincan sus pitos en la penumbra azul. Se derrite la cera blanca del obispo a la luz del cimbreo de una vela, la otra, la apagada, retorcido y negro su pito, la cachimba proletaria, no reza, solamente muere sobre el altar, con la mente en blanco. Sobre el altar desnuda se consume una vela. Cayeron las cinco tapias de los transmutos y los quelótrapas ciempiés retumban el Requiem. Acababa de morir y lo han cogido a tiempo para enterrarlo. Yo te mato y ahora te saco, de sacar con sacas los genocidas. No estoy muerto, entierra tu dedo de tocarte el culo en mi llaga. Lo hemos hecho otra vez. Las navajas del navajero sueltan cetrinos rayos de semen de acero y los ojos del navajero se extravían al otro mundo.
Las fauces del bocancha ya tiene un nombre colgado al pito de una farola, va de farol. Ahora gano yo que siempre pierdo. Échale huevos al perro que tiene hambre y no ladra, ahora muerde la esquirla cañaveral de la madre del navajero. Maldita sea, se me ha meado encima: Mira cómo me ha puesto.
Los ojos de la rana, desde el submundo, se han puesto blancos, blancos de latón encerado en tinieblas. Dios bendito. Y el asesino y genocida se ha largado a las américas. Vaya por Dios. La historia de los chiquillos que tienen buen corazón, papaíto. Cinco veces lo matamos y cinco lo sepultamos y no está muerto el cabrón. Ave María, la ministra tuerce piernas entierra a los muertos vivos. Todos están vivos, yo me lo creo todo, tengo buena memoria, ya verás.
Et cum spiritu tuo. Asesiné dicen los colgados. Asesiné repite la ministra. A José Antonio metieron en una fosa y lo encontraron luego jugando a las cartas los sepultureros. Vente a Coimbra Portugal.
Eres un genocida. Y tú una patata, media hostia. Lo dijo la primera fosa, la última, la espiritual, es solo cenizas de un amor de putas. Si no quieres escribirlo, no me leas, ah el escritor eres tú. Cuélgame entonces. Este cuento es una mierda. Y yo, seca.
De ti para mí
Los pájaros, lo saben todo, casi son solo corazón, como los niños, como los niños revolotean jugando en la plaza, vuelan alrededor nuestro como huyendo y regresando, tapando con sus vuelos el ruido de nuestras malas palabras, los malos pensamientos, la Naturaleza es virgen y pura, única, alegre, y los sabios chiquillos tapan nuestras torpezas con su ágil corazón.
Quiero escribir un cuento solamente para ti. Le llamo cuento porque los cuentos no son verdad y seguramente lo que escriba no lo sea tanto como debiera. No te conozco; ni tú tampoco me conoces porque me habrás leído y mis escritos son la vestidura de mi hombre que es tímido y desde niño se ocultó y no quiso ser conocido, la timidez es incorregible, como lo sabe todo tímido, y aunque los tímidos, como los toros tímidos, tenemos arranques estrepitosos, " las arrancadas del manso", ruidosamente decimos queremos callar y salir de puntillas. Desaparecer. Solo los tímidos sabemos gustar el placer de no ser.
Las piedras, son duras, no tienen perfil cualquier cosa es una piedra y cuando son muchas un montón, un muro. No he tenido un muro delante de mí aunque a veces me lo ha parecido, solamente no he querido luchar contra la muralla íntima, la costra que me defiende demasiado. Todas las cosas buenas en exceso son vicio, la pesada carga del alma. Mejor lo poco aunque sea bueno. Incluso la amistad. El autor busca al amigo y sabe que lo escuchará, que sus palabras serán oídas. Con la costumbre este ejercicio que nace de la vocación acaba por ser exclusivo. El lector se lleva la mejor parte del alma del autor, más que amistad la confidencia, lo más íntimo aunque sea mentira, un cuento. La verdad es demasiado dura, como una piedra. La literatura nos mantiene.
Hay mucho amor mío para ti. El suficiente para que seamos pareja de por vida, porque uno de nosotros, en este caso yo, ha puesto toda su vida en ti. Cualquier pareja se puede formar por la apuesta de uno de ellos. Cuando los dos se entregan totalmente la cosa suele acabar con malas formas, con violencia incluso, porque los torrentes amorosos suelen chocar y hacen saltar las chispas y los ruidos con olor a quemado ( los humanos no percibimos, salvo que nos caiga un rayo encima, el olor a quemado de los rayos tan parecido al de las piedras chocadas que hacen saltar las chispas) Te considero distante y más reservado, pero yo desde niño he luchado con eso, me ilusiona el hombre, me entusiasma la amistad y lo manifiesto con todo mi cuerpo, con todas mis energías, recuerdo muchas cosas así, que el corazón salte de alegría y la comunique. El corazón de un conquistador, Alejandro, que lo era de tierras y de hombres, a los que amaba con toda su alma. Si yo no hubiera sido calamitosamente un tímido, la timidez me acogota y es un vicio cada día más enconado, hubiera tenido lo que más me gusta en la vida, muchos amigos solo comparable a tener muchos hijos. Los tímidos morimos tímidos y nos da timidez el barullo que conmueve a otros nuestra muerte; menos mal que ya no nos enteramos, lo pasaríamos fatal.
En ninguna parte
En esa hora cruel todo dormía, todo dormía menos la mañana que suele ser madrugadora, nostálgica y algo fría, acompañada por el río, única criatura capaz de canturrear a todas horas como si estuviera alegre y que nunca duerme; no para de bajar como un pecado absorto y cristalino y la acompaña sutil; de la mañana hace su novia cautiva de embeleso, enamorada siempre, rutilante y hermosa como son todas las novias que evocan un otro amor oculto, desbaratado, una pasión inaudita de una noche entera, sin descanso, incansable amor que junta dos frialdades y las hace calientes. Quién lo diría si todas las mañanas son frías y únicas, una sola voz cristalina que en silencio espera la llegada del Sol. Buenos días mañana vengo de recoger gravillas de sombras para que tus cabellos luzcan con brillos suaves y altitudes remotas hacia otros lugares más extensos.
Él no había nacido y si lo hizo fue hace tiempo, no mucho; tampoco se sabe en qué lugar lo hizo, ni siquiera lo supo. Nada sabía de sí y nunca tuvo a nadie que le dijera que existiera siquiera, como hacen todos los amigos que nos acompañan, saben muchas cosas de nosotros, aún aquellas que no les contamos. La amistad es misteriosa, casi divina, es en su esencia la misma vida acogedora que sostiene a los hombres juntos y desarmados, en paz consigo, mimosamente alegres, como un río constante que siempre baja al fondo de las almas y las encuentra solas, en una madrugada, remota por solemne, oblicua pues no es luz, sino penumbras cálidas, escritas toda una noche, la noche entera, sumisa y entregada. Poco se compadece esta hondura del alma, los pensamientos profundos, que aflora en la soledad recién amanecida, la conciencia de uno mismo, con su vida, su doble vida, por cuanto no conforme con un amor normal, corriente, de su matrimonio con este otro amor que ocultó siempre, sin nombre y sin morada, un prodigio malabarista de su ser capaz de ser sincero y al tiempo tener en secreto un segundo amor, real, vivido, que nadie conoció nunca, ni siquiera su esposa, la que sumisa esperaba siempre y le atendía en todo. ¡ Si lo supiera! Pero nunca lo supo ni fue consciente de ello. De haberlo sabido lo hubiera dejado ipso facto, como lo hicieron sus padres que lo rechazaron nada más nacer y de los que nunca tuvo noticias. Recuerda vagamente un enorme colegio, donde todo era colegio, las escaleras, el gran comedor del viejo edificio, salas de estudio y donde el azar no existe, solamente la regla. Su babero gris y las duras palabras que desde niño oyó en todo parecidas a las de los correccionales, donde la locura es sometida a la disciplina y donde el amor fue desterrado desde siempre. Maternidad. Luego otros padres que solo lo quisieron, a su modo, dándole lo mejor para él que era lo peor para todo el mundo viviente, la falta de la verdad, del cariño, ni siquiera los golpes que los padres auténticos dan a sus hijos y que unen carne con carne, dolor con dolor; tampoco el beso fuerte de las despedidas ni la mirada suplicante de las madres; le faltó el aire espléndido y real y le sobró el corto aliento del formalismo. Querer por deber, que nunca fue querer y solo es deber. Por eso cuando salió de allí, como un desagradecido no quiso saber más de ellos. Hasta la ciudad le parecía extraña, muchas veces vacía aunque llena de gente. Pero tuvo la suerte de encontrar a su alma gemela, una muchacha extrañada, también huérfana y adoptada y con ella se sentía vivo y completo, su viva imagen. Se enredaron para siempre y los dos renunciaron a formar una familia; su amor no era de matrimonio, ya estaban casados, y así lo dispusieron, no desharían sus matrimonios convencionales, se unirían solo en amor y para siempre. Uno y otro y nadie más. Nunca pensaron en dejar de ser amantes, ni cambiar sus vidas por las de ellos. Es una rareza, pero prodigiosa, distinta, una oportunidad solo para ellos. También ellos eran diferentes; ella, más romántica, asumió su orfandad con resignación femenina, con ternura incluso, su mundo no estaba tan vacío y lleno de cosas faltas como la vida de él, mucho más frío e intelectual; ella vivía la relación como algo bonito, recogido; él como la liberación de sí mismo el reencuentro con su personalidad, lo que sale de dentro, la libertad eufórica del alma que recibía el amor como la expansión total de sus pensamientos. Legalidad. Lo legal, además de insípido, era su historia, lo inexistente, la que nunca conoció, una mañana remota llena de frío, de niebla, falta de nombres y de recuerdos. Lo suyo fue una cárcel de niños que ni siquiera le dejó recuerdos sino dureza, donde todo se le dio a cambio de unas leyes escritas. Ella tenía el consuelo de las lágrimas que dulcifican la tragedia, por eso su vida nunca fue tan vacía como la de él; lo cual era el punto débil de la nueva relación que, si se rompía, lo sería por ella; de momento también necesitaba la verdad, se reencontró también. El amor es un desterrado que busca afanosamente su ser. Los dos lo eran, aunque tuvieran una vida corriente, como la de todo el mundo, una familia e hijos. Desde un primer encuentro se dieron cuenta que lo anterior era igual y consecuente desde siempre, la nada. Había un mundo anterior lleno de faltas, sus almas eran siempre la falta de algo, la grave falta de cosas, hasta las cosas insignificantes que todo el mundo tiene desde fuera. El mundo solo lo conocían por escrito, no era para ellos, nada era para ellos ni lo fue nunca. Nunca sintieron por amantes el sentimiento de culpa, su amor era necesario y además, para más agrado, debía ser oculto. Cada día era una exploración peligrosa y atenta.
Quedaban en ninguna parte, a ninguna hora, en ninguna ciudad, nunca fueron de la ciudad, no jugaron en sus calles ni se las sabían del todo, no fueron niños. El deber. Deber de amar, de trabajar, de casarse, de cuidar a los hijos. Se encontraron. El prodigio fue que en este mundo tuvieron algo para ellos solos, en el universo donde todo falta; lo que no fue ni será ni somos era el pasado. Se encontraron y unieron las dos frialdades, sus vidas de faltas, con el río que canturrea y la mañana que amanece aturdida, tuvieron esa suerte y se agarraron a ella con todo el alma. Sus almas se alborotaban todos los días de encuentros y sus besos duraban la eternidad prodigiosa. Es imposible describir el amor auténtico con palabras. Las palabras, aún escritas, son el mundo antiguo. Lo suyo era el mundo nuevo. Se amaban y nadie lo supo nunca.
El cangrejo
Paticorto, con dos enormes pinzas, la izquierda, sobrevalorada, le servía únicamente para rascarse la frente, era tan torpe que casi se saltaba su ojo hueva-de-caviar, la derecha, superinteligente, le servía para llevarse a la boca a sus hermanos y a los trozos de algas pegajosas, bebía pompitas de espumas de las olas de mar y de gases desprendidos, sus labios parecían blancos por las espumas que se quedaban un rato. Olía muy mal y a él le gustaba el mal olor. La madre tuvo la feliz idea de dejar miles, millones, que pesaban como kilos de diminutas perlas, sobre el verde sargazo, de negro amarillo malva, los chiquillos cayeron al aliguí, rojo y más verde de un solo tirón, de su larga cola nupcial, pegajosos y pegados en gelatina, sus ojitos negros miraban asustados, no podían hacer nada, solo esperar, la madre se fue con un viejo novio y ellos cayeron sobre las aguas calmosas, flotando en los sargazos a los que sus cuerpecitos redondos se unieron como collares de perlas transparentes, unidos, fríos, sobre las aguas calmosas, en medio del Océano, azuladas aguas iridiscentes, sus ojos no podían tener el consuelo de unos párpados ante el bárbaro Sol que bajaba de frente, cayeron sobre las alas mojadas del sargazo, los chiquillos veían con sus almitas recién estrenadas que tendrían que nacer un día y lo hicieron al tiempo, miles, millones, no sabían todavía nadar, solo podían flotar en la corriente, algunos se hundieron y fueron devorados por cualquier energúmeno por insignificante que fuera, a otros los devoró la madre que se fue con su novio, muchos más tuvieron la suerte de cambiar de color y pronto se hicieron verdes caqui, un cangrejo daltónico no devoró a ninguno de ellos y fue devorado por la gran raya marina, la que pasea una gran cola que no le sirve para nada, otros fueron empujados por el mar hacia las playas lejanas que es el sitio donde se acaba el mar y empieza la vida perra, estos también acabarían devorados simplemente por las olas que deshacen el mar magistralmente y cuanto de mar existe sin ser agua, quedó Paticorto, único superviviente, comedor de amargos sargazos y de mosquitas impávidas que volaban a tropel sobre las ruinosas algas, nunca vio a sus hermanos de cola, ni por supuesto a su madre que se fue con su novio, los cangrejos nunca saben quién fue su padre, comía y dormía, andaba para atrás sobre las ramas verdes, y se sumergía para adentro del mar cuando le brotó la facultad de nadar, antes no, después de romper la membrana de su huevo, solo sabía caminar y lo hacía con habilidosa torpeza, un chorro de orina y excremento salía como un sifón de su cloaca y era devorado pronto por minúsculos gusanos blancos, olía muy mal y a él le gustaba el mal olor, bebía pompitas de espumas y sus labios parecía blancos y pomposos, como si estuviera agonizando, sus ojos eran como dos huevas de caviar, negros y rotantes, pero no veía nada, la vida era un mar de olores y de sol que achicharraba arriba, su madre se fue con un viejo novio y ellos cayeron sobre las alas mojadas de los sargazos, tendrían que nacer, los chiquillos cayeron al aliguí, sus ojitos miraban asustados, fríos, sobre las aguas calmosas, un cangrejo daltónico no los devoró, otros fueron empujados por el mar a playas lejanas, miles, millones, pesaban como kilos de perlas diminutas sobre el verde sargazo, negro amarillo malva, sobre las aguas calmosas, azuladas, iridiscentes, sus ojos no podían cerrarse cuando les daba el Sol, los hijos veían con sus almitas que tendrían que nacer y lo hicieron al tiempo, con dos enormes pinzas, la izquierda, sobrevalorada, les servía únicamente para rascarse la frente, la derecha superinteligente les servía para llevarse a sus hermanos a la boca, bebían pompitas de las olas de mar, sin saber nadar algunos se hundieron y la madre los devoró para hacer otros hijos y llevarlos en su larga cola nupcial, pegajosa como los sargazos. La madre tuvo la feliz idea de dejar sus miles, millones, que pesaban como kilos de perlas diminutas sobre el verde sargazo, negro amarillo malva y los chiquillos cayeron al aliguí, rojo y más verde aún de un solo tirón, su larga cola nupcial pegajosa como los sargazos, pegados, con sus ojitos negros que la miraban asustados, la madre se fue con un viejo novio y cayeron sobre las alas mojadas del sargazo, unidos, fríos, sobre las aguas calmosas azuladas iridiscentes, sus ojos no podían cerrarse, los hijos veían con sus almitas estrenadas que tendrían que nacer y lo hicieron al tiempo sin saber nadar algunos se hundieron y la madre los devoró muchos más tuvieron la suerte de cambiar de color y el cangrejo daltónico no los devoró, otros fueron empujados por el mar a playas lejanas. De todos quedó uno solo: el cangrejo devorador de algas y de cangrejos, Paticorto, con dos enormes pinzas, la izquierda sobre valorada le servía únicamente para rascarse la frente, era tan torpe que casi se saltaba un ojo como hueva de caviar, la derecha superinteligente le servía para llevarse a la boca sus hermanos y los trozos de algas pegajosas, bebía pompitas de las olas de mar y sus labios parecían blancos de espumas perennes. Olía muy mal y a él le gustaba el mal olor.
Los ejes
De Chiradita a Juasalera o Juasalena, se llama las dos cosas, apenas hay 15 kilómetros, exactamente 14,3 kilómetros, pero por el camino de siempre que es pedregoso, amarillo ceniciento, que los separa y los une más veces ya que sus poblaciones, 312 y 425 habitantes respectivamente, están muy unidos por lazos de sangre y solo separados por intereses económicos y viejas rencillas que se remontan a siglos imposibles, de manera que los de Chiradita presumen de virilidad y los de Juasalera de mujeres bellas, aún lo sean a cuenta gotas, como dice la canción. Los de Chiradita están tostados de piel y de cabellos negros azulones, los de Juasalera son rubios muchos y les llaman los albinos exagerando sus raices germánicas; de la mezcla de sangres, los hay pelirrojos tirando a morados, como su vino que lo beben mucho y lo cambian por el aguardiente de anís que filtran en Chiradita de toda la vida y lo beben hasta los niños, los albinos llaman borrachones a los de Chiradita pese a que ellos beben de su vino rojo, duro y subidón, con azúcar tostada, lo mismo o más que los borrachones su aguardiente de gotitas de enebrina. Dos garrafones de vino morado por uno de aguardiente turbio esa era la medida y con ser tan simple había disputas por más o menos y se rompían las vasijas que luego encontrarán los arqueólogos del futuro, a la vuelta de la esquina, mañana mismo. Así pasa el tiempo. Mucho más lento que el viaje de ida desde Chiradita el de vuelta, por ir doblemente cargado, aunque por casualidad matemática, suele ser igual en kilómetros: el de ida hacia la juventud y el de vuelta hacia la vejez, doblemente cargada de años. En medio de esas dos edades estaba Benicio, como en medio de esos dos pueblos, separados por el desierto amarillo, estaba la Convención de 1894 que restableció la paz de los beligerantes y dejó luego las riñas perennes por un quítame allá esas pajas. Benicio Sordama Perillo nacido en Juasalena tenía casa en Chiradita desde que casó con la Rubia, así decían a su mujer, tomada por hermosa y por callada aunque era por toponimia borrachona. Todas las mañanas el Sol salía temprano y lo hacía tan rutilante que los vecinos le llamaban Ruidoso en el gran silencio de los dos patios, estaban todos de acuerdo que el Sol se oía, chirriaba bajo y dorado como los ejes de una carreta sobre el turquesa bruñido del cielo aún hubiera nubes, también sonaban éstas pero sordamente como alas de abejorro blanco libando las flores rubias del cielo. Llovía poco o casi nada al año, o a los dos años o más, otros la absoluta nada de Celsius; las cosechas sabían acomodarse a los malos tiempos como a los buenos cuando se sembraban a toda prisa verduras y flores casi siempre amarillas. El amarillo lo ocupaba todo, calles, fachadas, pañuelos, fuentes, desierto, el carro de Benicio, la gran Cordillera y la playa lejana que se estiraba como una gran reptil blanco de hueso amarillento a lo largo del Pacífico, los alumbres de las mujeres y los soplillos del fuego. Tierra de Fuego. Las lomas eran de amarillo palurdo con pinceladas verdes de cultivitos asombrados, bajo una bóveda celeste inmensa que, soberbia, parecía la más grande catedral pintada en el Renacimiento, con toda clase de azules que el Sol y las sombras exaltaban de matices sublimes. La Naturaleza cuando anda suelta, a su aire, procura ser espléndida y hace hermoso el paisaje, pues muestra que basta una tonalidad para describir la gran sinfonía de la Creación siempre igual y siempre distinta. Entre la vida y la muerte solo hay un paso donde la muerte es vida y donde la vida puede morir exaltada y más viva que nunca, como lo hacía el Sol al atardecer, los más bellos atardeceres del mundo, más incluso que las sutiles auroras verdes que levantaban al ruidoso Sol de amanecida. Ambas poblaciones lo sabían y tenían por costumbre santiguarse ante el solemne prodigio. Benicio proseguía su camino impertérrito, con la vieja carreta que le dejó su padre, prematuramente muerto tras quedar dormido entre alcoholes hace años; la carreta chirriaba como el Sol pero de verdad no como el Sol que lo hace literariamente para las dos poblaciones poéticas, por los ejes con muchos años de rodamiento y el pedegroso camino que nunca sería carretera al quedar olvidado por las autoridades regionales y nacionales; se quejaba la carreta que no los pueblos que les parecía bien, no necesitaban más si con ello se evitaban los impuestos y arbitrios a su producción alcohólica, ya pagaban suficientes tributos por la escuela que compartían y los servicios eléctricos, cada vez que se votaba la carretera salía un NO rotundo antitributario. Antes necesitaban la llegada del agua pues la que había procedía del Viejo Canal, roto en mil partes, que había que arreglar todos los meses. Días pasaban sin luz y otras más calamidades como la botica, cerrada, o el hundimiento del Prado que solía hacerlo en pleno invierno y que dividía a Chiradita en dos mitades intransitables, por eso a los borrachones les llamaban también los cortaditos. Benicio lo asumía con resignación mientras daba vueltas a la cabeza pensando en hacer dos casitas para sus dos hijas mayores, para el hijo dejaría la suya, que ya estaban en edad de casarse pues por esas tierras lo hacen muy pronto y a veces deprisa si engorda la barriga. Las mulas asentaban con sus cabezas alternativamente, pues las mulas, como los pájaros, lo oyen todo por bajos que sean los pensamientos. Iban cargadas de aguardiente y si mosteaban cansancio Benicio les mojaba las fauces con con chupitos de aguardiente que lo tomaban alegres, a las dos, que las mulas son celosas y rencorosas, lo saben todo como los pájaros. Con mejor paso, las cabezas altas, se jaleaban con canturreos que nunca llegaron a relinchos por altas y duras que fueran. Llegaron al fin a Juasalena tras tres horas y tres cuartos de viaje y Benicio tuvo que quedarse a pasar la noche pues precisamente el día anterior había fallecido Lucanito, el que le cambiaba vino morado, dos por uno, y le invitaron al velatorio y a las carnes y pestiños con vino rojo, como es costumbre en esos actos fúnebres, también fue al entierro y rezó a Lucanito quitando su sombrero de esparto y santiguándose dos veces. Pactó con la viuda y regresó sin haber dormido en toda la noche. Durmió por el camino a Chiradita, las mulas protestaron a su debido tiempo por el anís y Benicio despertó y les mojó los labios con aguardiente turbio y ya no durmió más. Los ejes de la carreta le consolaban. En Chiradita contó lo que había pasado a Lucanito, pero su mujer, la Rubia, no lo creyó del todo.
La guerra
Cuando me miro en el espejo me dan ganas de morirme otra vez, me dan más ganas de morir después de muerto, muerto de odio, de hambre, del mal vino, de dormir, de las vendas, tengo la guerra atada a mi cabeza por una venda, me cabe todo, por los agujeros donde se escapa, estoy embriagado, hambriento, mugriento, sodomizado por los vampiros diurnos del alcohol, mil veces muerto y entregado otras, el cielo se eleva y escapa de mí entre pintados azules pero yo no me conformo con ser absoluto y blando como las alas de un cisne, duro como las alas de las moscas, me estoy muriendo entre yodos y los alcoholes transparentes; la enfermera desbarata mi saludo y encoge su nariz con asco cuando me habla, acerca su aliento, huele frío, no es la muerte pero solo hace caricias a la bacina, mirando absorta mi falo de las mañanas, apurando su vitriola en los puños femeninos, fardando de ser buena cocinera pues me cocina el sombrerito azul que me cubre la cabeza, tengo la guerra dentro de la cabeza.
Esta tarde ha venido pronto el carcelero mayor, yo le llamo así y aquí le dicen Pater, pater noster qui es in caelis, qué gilipollez de hombre, por Dios, nariz afilada, gafas minúsculas, pelo rubio canoso, delgado como un pan bendito, oscuro como un pan maldito, huele a incienso y a cera pizarrosa, a prión mal curado, a sudor y a baño de jabón murciano, a pies, huele todo áspero y no huele a casi nada. Copenhague está cerca pero yo no llegaré nunca a tiempo, ni lo hice al nacer de mis apesadumbrados padres, lo más asqueroso del mundo, ni lo hago ahora, en la cárcel, escritor como hombre y como cualquier cosa, que se hizo escritor para ser más modesto aún, ni siquiera me han leído, hablan de oídas y siempre fui un gran sordo, presumía de tener buen oído, no tanto, jamás, no escribiría subrepticiamente el Miserere de Allegri como lo hizo Mozart saltándose las prohibiciones en la Capilla del Vaticano, estaba cerrada la partitura con las llaves de San Pedro, de modo que si alguien la copiaba era excomulgado ipso facto. Miserable ser, misericordia pido, un aguado grito estremece las entrañas de la luz, miserable ser que aún muerto se cree despierto y tiene buen oído. Oigo un zumbido perenne. Continuamente me traen por pasillos quebrados, llenos de suelo, llevo un año ya, al tercer día bajé a los infiernos de los que no salgo. Nunca salgo porque no me meto el dedo en la nariz. Copenhague está cerca o vuelvo a los cenutrios, a comer mantequilla y untar el café que oscuro la dicha muestra áspera y seguida, hasta el confín del mundo, irme del mundo y Nunca volver.
Lector que ágil y atento, evasivo, vuela con su imaginación a los paisajes que hay en el paisaje, repite párrafos que no entiende bien, se olvida de sí, pulcro, revisa y pule cada palabra, explora los lugares comunes recordando sus viejos pasos, bebe en la fuente qué agria huele a cigarrillo, la fuente de la cultura se extasía, sorbe el café danés que parece un perro danés de los que mueven la cola y mueven su hocico oloroso, como los Yorkshire, relee lo leído tres veces más, no se entera, mi jeroglífico es oblicuo, se levanta a orinar, quién pudiera también Silban las balas por la habitación como si el aire sudara vidrio, el café está algo frío en Dinamarca pero huele bien,
Imposible la guerra "No nos hacen aquellos que nos quieren sino que nos hacen más los que nos odian. La vida es fatal si por fatal entendemos que acaba muerta." La guerra se ha muerto al compás de la segunda guerra y es todavía atroz, vorágine de vagina angosta, meliflua.
No soy un escritor cuando me pongo a escribir delante de mi mesa, solo lo soy cuando lo estoy sentado en el sofá y no escribo, si miro para atrás mi vida, todas las veces, porque solo vivo a ratos, soy un escritor pobre, vengo de las casa baratas con aires de grandeza, escaleras de mármol, balaustradas solemnes, mi familia se remonta a doña Urraca, hermosísima mujer maltratada por su esposo el rey, que le ponía su pie en el cuello y por sus súbditos gallegos que desnudaron su hermosísimo cuerpo y la tiraron al barro, Urraca es lo mejor de mi familia; la escritura es lo mejor de mí, el hilo que usaban las mujeres que trabajaban para mi abuelo, el de Ronda, coser e hilvanar, lo soy a todas las horas, días, segundos, seguramente en los sueños más profundos que nunca recuerdo y al despertar. En el sofá estoy ante una gran orquesta, con mil instrumentos, mil matices, mil historias, incluso me río con mis historias, inmejorable estilo, hoy mismo, un periodista tenía una misión de las que llamaríamos excepcionales, recoger los textos de Céline con el recado de que los publicara cuando muriera la cuarta esposa del escritor, la bailarina americana, pero ella vivió, vengativamente, ¡ 107 años! Lo pensé. Cuántas realidades hermosas en la escritura, los vocablos que se enredan en mi cuarto, en la pared, en los cuadros, que suben por las paredes, una eclosión inmensa y callada, un ruidoso silencio, como los versos que estallan en mi mente y luego el desastre, la mesa, el ordenador, la silla que es coja y quieta y no me acoge, me devora, los versos se desvanecen como humo, la orquesta se agarrota, ni vienen ideas ni palabras ni nada, soy un torpe muchacho de 107 años que no sabe decir nada a derechas, A mis lectores les doy la birria, como aquel muchacho andaluz que andaba por la serranía de Ronda, casi cerca del mar, hacia el mar, que a las mujeres daba sus orines, se corría con orines de amarillos como oro, con vino meado, casi agua, dos tercios de agua y sal, y las mujeres se cagaban en sus muertos. Maldita sea, se me ha meado encima: Mira cómo me ha puesto. Demasiados buenos son los lectores, ninguno se asoma a decirme, pero qué haces muchacho, tú no das lo mejor de ti, la esencia de tu sangre ni el calcio de tus huesos, tú solo meas, te meas encima delante del ordenador y un enjambre de moscas ululan en tus escritos. Torpe y lento, lo peor de todo, mi lema es hay que escribir mal porque escribir bien lo hacen todos, principalmente los que no son escritores, agarrotado, la escritura queda como un sueño, en el peor de los sentidos, la impotencia, la orina, los muslos hambrientos nunca saciados. ¡ Y sin embargo es tan monstruoso el autor auténtico, el que no soy, el de mi sofá, el que tiene unas sinfonías indescriptibles, que si hubiera sido un dios hubiera creado solamente una obra literaria! Nada hay más hermoso ni rico ni inmenso como una obra literaria, porque todas las cosas, hasta las inútiles, son sus argumentos
Está más que demostrado que las moscas escritoras son unos seres maravillosos, que vuelan y revolotean alrededor de los hombres, que algunas parecen las más pesadas porque vuelven y vuelven a nuestros brazos, como riéndose de nosotros, o a donde les dé por posarse y pasear en nuestro cuerpo, aunque procuran hacerlo de puntillas, de la manera menos pesada, brincando con sus patitas. Nos aman. Inteligencia, vivacidad, sentido del humor, además de expresar sentimientos y apegos, especialmente con el hombre al que aman desinteresadamente, no buscan sangre ni nada, si acaso unos granitos de azúcar, ni eso, buscan el calorcillo y el buen olor, para ellas, nuestra piel huele bien. Un día me vino la idea genial, a nadie se la he leído, que las moscas son seres angelicales; de las moscas solo se ha escrito mal o peor. Son como nosotros, escritoras, como los gorriones, solo que vuelan mejor que nadie, se recrean volando, escriben con agilidad y diversión y se hacen las locas, están acostumbradas a los malos tratos, como la hermosa reina Urraca, y contra ellos, a su favor, no hacen caso, su vida es su vida. nunca irán a la guerra, ni harán jamás daño a nadie, están de manera pícara y continuada, jugando, esquivando nuestros manotazos. Limpias, lavan sus manos como los cirujanos, continuamente, lavan su cabeza inclinando sus ojos y sus alas transparentes son vidrieras más elegantes que las vidrieras de la capilla de Matisse. Si la memoria no me falla, las he visto copular, una sobre otra, quietas y volando, en toda regla, con pene penetrador.
FÁBULA REAL
En la Sierra de Madrid, 1974.
La araña y la avispa
Una vez me entristeció ver una enorme araña arrastrar a un insecto negro y alado. Me aproximé a ellos y no sabía si dejar libre al insecto de tan terrible fiera o someter a la ley de la vida al mismo. De pronto el insecto se separó de aquel monstruo y luego volvió junto a él. La araña estaba muerta y el chiquitín la arrastraba.
*
Las hormigas
Por no sé qué demonios en un hermoso hormiguero de grandes y poderosas hormigas había una terrible, feroz, guerra entre ellas mismas. Todo el orden se veía alterado. Luchaban a muerte y de algunas quedaban restos de cabezas todavía mordiendo antenas. Muertas por todas partes. Entre las grietas del mismo se apelotonaban luchando entre sí de manera enloquecida. Solo unas pocas huían de aquel manicomio. Otras, cadáveres, eran arrastradas por hormigas de otra casta, más pequeñas; al tiempo que insectos pequeñísimos estaban picoteando sobre aquellas necias. Intenté separarlas con un palo y volvían de nuevo a la lucha. Prendí fuego a unas estopas para que, ante un peligro común, se unieran. Inútil mi esfuerzo. Las dejé con pena de humano. Me dolía aquella torpeza, aquella desviación, porque en su terquedad había instinto, lucha, y porque me parece que eso mismo nos pasa a los hombres que peleamos entre nosotros con aún peores argumentos, ya que las armas que utilizamos no son las dadas por nuestro Señor, sino las que nosotros mismos fabricamos. Una vez más el hombre pierde comparativamente con la fiera, porque aún ésta no se desvía siquiera en las armas. Pero aquella pena mía, aquella desolación humana ¿ no detendrá la guerra y no triturará las armas? En esto tal vez superemos al animal y nos acerquemos al Señor Nuestro Dios.
N.A. Hace poco encontré una nota mía escrita en las páginas en blanco del libro "Balada de los tres inocentes" de Pedro Mario Herrero, tengo esa mala costumbre, y la reproduzco tal cual, dibujo, textos y título.
Días grises
La calle era retorcida como la mente de muchas gentes, no sabía irse hacia ninguna parte, breve y larga, tortuosa y no ancha, agarrotada y cotidiana, adoquinada en piedra pero no mucho, olorosa y oscura, de frente y por delante, con curvas groseras y sensuales, la calle transitaba como una mujer de hermoso culo, con curvas ferro miñosas, grises y espalmadas y unas casa viejas, reviejas, despintadas y desconchadas, también alguna casa señorial, que están en todos los sitios, llena de vírgenes refritas y bares pringosos, la calle se empinaba, pero muy poco, no tenía cuestas, daba la hora como esos relojes articulados que lo hacen con ritmo de madera y dan la hora afónicos y timbrados, estaba cerca, en el centro, pero desterrada tras la Gran Vía, esqueleto de un mundo antiguo, como toda la ciudad coronada por un castillo medieval, mojada por las lluvias y por los ríos, tenía muchos, no solo los famosos sino también acequias y cauchiles, fuentes y malvaviscos, gratinada por un Sol que jugaba arriba, perdido y encontrado, salido y repentino con nubes besuconas, era una calle real de un mundo imaginario, famosa también, la ciudad es tan pobre que, como todos los pobres, tiene muchas cosas, todas famosas, todas muy bellas pues a todas les gusta ponerse mantones de flores, placitas con altura y unas vistas que dejó pintadas Brueghel el Viejo, donde no faltaban detalles, ni campos ni vegas ni árboles ni plazas, y las gentes eran todos niños, pequeños, jugando incluso en el hielo, un campo hermosísimo, desgastado, que pervivía pidiendo limosna, diariamente, es una ciudad de los pobres que viven en palacios y agradecen cualquier limosna, a todo el mundo se les paga con limosnas y todo el mundo es gente agradecida. En esa calle Sartorius tenía su vivienda.
Nicodemo era un niño, como todos los niños, pequeño de estatura y palabras corregibles, mucho más guapo de lo que le decían y mucho menos torpe de lo que le decían también. Al contrario, entendió la hipotenusa al instante y se reía de los catetos en Geometría y con los padres putativos en Religión. Era un pillo. Goloso, comía caramelos de dos en dos o de tres en tres, de golpe, a cuatro carrillos, la boca era un río de saliva densa que se salía por la comisuras y el sabor dulce se agarrotaba hasta perder la dulzura y convertirse en cabelleras de pelos calientes, vuelven los malvaviscos a ser las madejas que los fabrican, enredados como boas de colorines, sobre las bandejas quemadas. En el día señalado en el calendario de su tía Satírica, delgada y oscura, limpia y exigente, algo muy importante iba a suceder. Me la juego, se decía el joven sastre, siempre se la jugaba con cada cliente nuevo, incluso aunque fuera un niño. Un traje de pana azul, corto, sin solapas, primer traje en la vida de un niño. Sartorius era joven, pelirrojo, delgado, atlético pero con carácter no rudo sino amable. Parecía un joven profesor de Matemáticas. Nada más llegar el niño y su tía al piso primero de la casa donde el sastre tenía su cubículo, al niño le entraron ganas de cagar y así se lo dijo a su tía que, contrariada, preguntó por el retrete, estaba abajo en el patio, patio grandecito sin llegar a ser colosal, cuadrado, con columnas bajas y arcos casi rectos, se le podría llamar patio andaluz impropiamente o cubano o relajado o reliquia, dividía a las dos escaleras vecinales en proporción áurea, siete escalones bajaban desde la casa del sastre y el niño bajó solo, los niños son muy listos, vienen al mundo para hacer las cosas solos, no necesitan cuidadores, ni protección alguna para saber vivir. El retrete era una hosca habitación, único para todos los vecinos, mal iluminado por la escusa de vidrio sobre la puerta, había un agujero al fondo, bien redondo, rodeado por una plasta de rojas lentejas, dibujadas también con todo detalle por Brueghel el Viejo, que todavía olían a recién cagadas. Nicodemo aprendió pronto, no se atrevía al principio, a ponerse en cuclillas sobre los dos pies grandotes de cerámica, pero la necesidad era muy fuerte y él también dejó sobre las lentejas el cocido que comió al mediodía, se juntaron los olores y los hizo suyos. En plena faena cagadora los olores subían amables y expandidos, íntimos y cálidos, y el váter comunal fue tan suyo como si lo hubiera sido siempre, tal las letrinas romanas tenían una comunicación virtual y acababan por no oler mal cuando eran muchos, como los caramelos dejan de endulzar cuando son muchos. Las cosas desaparecen cuando son muchas. Por eso los pobres tienen muchas cosas, como la ciudad. Un cubo de agua fría tiró la tía, cuando bajó a por él. Cocido y lentejas se fueron al fondo y el agujero quedó limpio. Muy cerca de la calle el río soterrado llevó el cocido y las lentejas barridos al final como minucias que las criadas desperdigan y no merecen ir al cogedor sino repartirlas por todos los rincones. Nunca llegarán al mar, que es el morir, la ciudad es vieja pero no está muerta porque no tiene mar.
El sastre le tomó medidas de todas las partes, incluso del pernil que a Nicodemo le dio vergüenza. Sobre la mesa escueta la pana azul que su tía trajo, pero su tía lo pensó mejor y preguntó si tenía panas de otro color. El sastre trajo un corte marrón cobrizo y ella le dijo que le hiciera dos trajes, el rojo con solapas y ojal, el azul sin solapas. Nicodemo no era rico pero en su casa a veces eran espléndidos. Vestiría trajes de pana, que duran más y son olorosos, la pana es, de todas las telas, la más íntima y se agarra a los muslos y da sarpullidos. Sartorius se parecía a su profesor de Matemáticas pero más joven, de dedos blanquecinos y huesudos y pestañas rubias, podría pasar también por el novio a estrenar por una modista joven. Dibujó con limoncillo sobre la estraza enigmáticas líneas y números, como lo haría su profesor, triángulos y cosenos; al terminar los despidió en la puerta. La casa parecía más oscura cuando bajaban a la calle, todo en silencio, casa de vecinos silenciosa, hasta el sastre hablaba cadencioso. Bajaron despacio, más despacio los recibió el patio del gran agujero y una gruesa puerta los engulló a la calle. El golpe de calle fue mucho más sombrío, el paso del tiempo oscurece todo.
Cuando Nicodemo, unos días después, entró en la clase, lucía espléndido, podría causar admiración con su traje corto de pana azul, brillante y suave, que picaba un poquillo en la entrepierna. Los niños, quizás envidiosos, lo despreciaron más que nunca y no quisieron jugar con él. No lo entendió. Su gran día, el día del cambio, era un día más gris que nunca. Hombre, Nicodemo, qué elegante vienes dijo el profesor de Matemáticas, que así de cerca no se parecía tanto a su sastre, tienes que estar agradecido a tus padres que te visten de persona con lo burro que eres. La clase fue una fiesta. Nicodemo también sabía poner sonrisa de burro y enseñó sus dientes. La clase rió con lo de burro, a carcajadas soeces, con lujuria incluso, hay niños que casi gustan el erotismo al reírse de los niños humillados. ¿ Quién es tu sastre, Nicodemo?, "Sartorius Paniagua", otra explosión de risa en los compañeros y repetían entre carcajadas "paniagua" "paniagua". Qué mal lo pasó ese día, cuando él pensó pudiera ser feliz y presumir de ir bien vestido, se quedó solo en el recreo, el profesor se burló de él y los niños lo despreciaron más que nunca. ¡ Vaya día! Para colmo de desdichas, a la salida de clase se puso a llover torrencialmente y quedó en llovizna molesta que todo lo pintó gris. La ciudad y su campo pintados por Brueghel el Viejo, con sus gentes menudas, encorvadas por la lluvia, casi todos niños, huyendo a sus casas, sobre los barros que siempre salen al llover y los fúlgidos metales que reestrenan brillos. Se mojó su traje recién estrenado y en su casa le regañaron. No se te puede comprar nada, eres un gañán, ¿ no has podido meterte debajo de un portal? Nicodemo quedó más solo en su casa que en el Colegio. Todo gris. Sobre el váter blanco, su serpiente amiga, medio fría, que él calentaba todos los días una vez al menos, dejó caer el cocido, tiró de la cadena y un torrentillo de agua refrescó sus mejillas, parecía como decirle, hombre, no es para tanto, sonríe, hoy estás muy bien vestido. Ya eres todo un hombre.
Cuando dije adiós
Cuando dije adiós temblaron los cimientos de la Creación, los árboles no obstante cantaban; qué son los árboles que nunca se ponen de acuerdo con el mundo y en los momentos más graves siguen a lo suyo, cantan bailan o se quedan quietos, como esos tontos a los que les da la risa ante la muerte incluso. A mí tampoco me pareció la cosa tan seria, o sea yo en ese momento era en cierto modo como un árbol. Soy un árbol muchas veces en mi vida, ni sufro ni padezco, como árbol parece como que pienso, como árbol busco la verdad de mi vida en las alturas, soporto las suciedades de mis amigos y familiares que se cagan literariamente en mí, vienen a cagarse en mí alegremente, como si todo el mundo tuviera derecho a usarme de váter o vate sin erre, soy también poeta, me pinto unas ramas de lo más nervudas, parecen raíces en la vastedad de los espacios altos sobre todo en Invierno. El Invierno, otro árbol descarnado, miles de árboles esperando a Godot.
Y por qué dije adiós si había soportado antes un amor insoportable, todas las pequeñas contrariedades del amor, con estoicismo, con pasividad incluso. La gota que rebosa el vaso. Llegó ese día, yo diría más bien el instante supremo, de los que aparecen inopinadamente, y dije adiós. La dejé para mi desgracia, hermana mayor del sufrimiento, la niña que va de luto y le crecen ojeras moradas y le salen lágrimas que saben a sal maleducadamente, impropiamente, nuestros cuerpos guardan sal, tan salados por dentro como el mar que nos sorprende siempre con su áspero sabor a sal, el mar no es agua es solamente sal, y no es verde es solamente blanco, áspero, otro de los que gustan llevar la contraria al mundo. ¡ Si yo contara!
Al principio la cosa discurrió tranquila, incluso "ilusionante", una nueva vida, un cambio radical, retomar la acción, ser yo mismo, pero, ay amigo, no llegué al día siguiente cuando todo el barullo, las discusiones, la insolidaridad eché de menos porque el dinosaurio seguía allí. Me pasó como a esos hombres a los que la artritis, el reuma o vete a saber qué vicios ocultos los llevan por el camino de la tortura y cuando un día desaparecen, por uno de esos misterios de la Naturaleza que parecen milagros, echan de menos el vacío de su dolor, la falta del dolor nos da repentinas alas, andamos deprisa, rejuvenecemos, pero la juventud es una cosa distinta a la falta de dolor, es algo inconsciente, los jóvenes nunca se dan cuenta del tesoro que gastan, cuando un joven se siente como tal y se ufana y presume de juventud hace tiempo dejó de ser joven. La juventud no presume ni es un título es un regalo, la vocación de lo divino que nunca llevará canas ni dará el relevo con su dedo. ¿ O no se sabe la cosa todavía?
De momento me dí cuenta que volví a mis primeros años de vida, que fueron después y seguido a mi remota infancia. Mi infancia discurrió en el patio de mi casa, el retrete de mi patio donde todos los días ocurría un prodigio inexplicable y en cierto modo placentero, el colegio y nada más. La calle no cuenta. La calle es el lugar donde nos echaron siempre para que no molestáramos y pudieran hacer las mismas tonterías que se llevan haciendo desde que el mundo es mundo. A la calle nos echamos para saber lo que es el vacío intergaláctico, por muchas gentes, coches, casas, pastelerías y tiendas de zapatos, por mucho olor a vino y suelo umbrío de sus tabernas y mucho sea el Sol que se cuela entre los árboles, no hay nada en verdad para nosotros. Es luego, mucho después, cuando pintamos un patio andaluz, unos ángeles transparentes y la sonrisa divina al recordar nuestra infancia. La vida empieza más tarde cuando descubrimos nuestro cuerpo y vamos en busca del ideal humano y todos lo hacemos mal porque salimos a la calle. Y la calle no existe, tiene más vida la calle de cualquier pintorzuelo que la calle real. Buscar el amor en la calle es buscar dos cosas imposibles, por lo menos según mi experiencia, nunca encontré el amor en la calle, se ve que ya lo habían encontrado otros y se lo habían quedado. Así, solo deambulaba a ninguna parte. El amor, fuera de nosotros mismos, es de las cosas improbables. Lo que sí existen son las gentes sencillamente buenas, las madres, ya sean pájaros, vacas, lombrices o mujeres, saben serlo en los peores momentos y dan su vida por el amor a sus hijos. Esto es una verdad incontrovertible y demostrable, que diría el rancio.
Como una madre la echaba de menos desde el mismo día, sentía que algo suyo me salía abajo, su cuerpo saliendo de mi cuerpo, que llevaba mi sangre, mis sudores, mis calambres, y el frío entraba por el hueco que dejaba y la boca me sabía a nada, la nada no existe pero tiene sabor. Con lo fácil que hubiera sido ese día coger el teléfono y hacer una llamada, pero no lo hice, ni se me ocurrió y me arrepiento de ello muchas veces, pero a mi modo, de tarde en tarde o de nunca en nunca. Lo que me queda intacto es nuestro amor. El amor sobrevive, es inmortal. ¡ Y eso que tampoco existe!
Decir adiós es no saber lo que se dice. La Creación entera tiembla en sus cimientos. Menos los árboles.
Un día de excursión
Iban de excursión con mamá García. Mamá García era mayor, toda su vida fue mayor, gordita, suave, de enérgica voz marrón, irónica, sagaz, gran lectora, le gustaba leer al lado de su aparato de radio, la que resaltaba los graves como inmensos latidos, tal era la calidad de los altavoces y lo hacía sentada cómodamente, a veces se acompañaba de alguna chuchería, un polo de albaricoque de su nevera eléctrica, unas palomitas tórridas más morenas que blancas y las hojas del libro que pasaba despacio, se metía dentro de la lectura, parecía que el libro seguía en otro libro como si todos los libros fueran uno, leía en cualquier idioma, el francés de corrido y el inglés, amén del suyo que le deleitaba hablarlo, sentada en el sillón oriental de ébano y nácar o en el sofá bajo como los buenos escritores y los filósofos del siglo pasado.
El tranvía que los llevó pasó por precipicios increíbles, como un equilibrista que atraviesa los abismos sobre una cuerda de raíles. Y abajo el río, casi oculto por pequeño, pero vibrante y lleno de matices, recovecos, hoyas, torrentillos, meandros y diminutos peces como de plata de los que brincan y se sumergen, escorzan lomos refulgentes y miran asombrados con ojos redondos de mirada de niños. Francisco iba con ellos, no era hijo de mamá García, pero como si lo fuera, cuando los hijos son muchos uno más no importa, participaba del entusiasmo del día de excursión. Ya era mayorcito, seguramente había cumplido los catorce años, algo destartalado tras el estirón de la adolescencia, su voz se había quebrado, un belfo oscuro dibujaba sus labios y una protuberante nuez delataba su guerra de hormonas, también alguna que otra erección que trataba de disimular y que él entendía como pecado, en esa época se sentía un pecador, distinto a aquella familia de inocentes niños y de mamá García, aunque era un sentimiento vago, en el fondo todos los hombres sabemos lo que es de verdad malo y lo que es natural, un ángel cargado de años nos lleva por todas las etapas de la vida y no se escandaliza con las erecciones juveniles ni con otras cosas, ni siquiera con las mentiras, las mentiras de los hombres nunca dejan de ser la gran Verdad que sostiene la vida, solo son el disfraz con que a veces nos defiende de las ideas enemigas y de los juicios de valor.
La verdad es que se estaba bien allí, corría un fresquito aire de la Sierra, la Sierra baja sin grandes montañas ni acantilados, solo el precipicio del valle, la honda estancia entre colinas que el puente milimétrico de hierro unía pavorosamente. Buscaron las sombras, al lado del río que era un nombre más que agua, bien podría ser tomado por arroyo que pasaba por allí y lo hacía de manera tan humilde que más que pasar se quedaba. Con una grandeza, no obstante, enorme, el campo. El campo hace grande cualquiera de sus sitios, porque es la soledad, el asentamiento, la quietud del mundo aunque esté lleno de animales y de ruidos diferentes. Se oyen los pensamientos, la lectura de mamá García, y se presiente, bajo sus sombras, el infinito en los espacios estelares que siempre bajan al campo y lo sostienen y respiran en su rostro. Trataron de pescar, pero eran unos ignorantes, no así Francisco que ya había pescado en veranos pasados y había vivido en el campo largas temporadas, conocía la psicología de los peces y sabía dónde echar la caña, para complacencia de mamá García, "tú sí que sabes pescar, Francisco, enseña a estos". Los peces, como todos los seres vivos, tienen costumbres, lugares comunes, refugios, pero la experiencia del pescador siempre los sorprende y acaban pescados; también les gusta experimentar con lo prohibido y pican los cebos aunque estén mal puestos, cuando tienen hambre, y suele ser a la misma hora, pican en el anzuelo, pero si no es la hora de las picadas ni el más habilidoso pescador hace que piquen. Los pececillos que pescaron eran tan pequeños que no merecen recordarlos, seguramente los devolvieron al río, aunque en ese tiempo no había conciencia protectora de los animales y las animaladas contra los seres vivos las cometía el hombre, sobre todo los niños que llegaban a ser maléficos. No voy a contar las historias de la crueldad infantil en aquellos tiempos, diré que lo más parecido hoy son las vejaciones e insultos de los parlamentarios a sus rivales. Seguramente los políticos de niños maltrataron animales, arrancando las alas de las moscas, abriendo los vientres de las lagartijas u otras cosas peores, sin ningún cargo de conciencia. No era pecado.
Llegó la hora de comer y se extendió sobre un hule de cuadros toda clase de comida de excursión, los mejillones en botes de cristal, los huevos duros, carne empanada, la tortilla rubia y olorosa, los melocotones lavados en el río, las servilletas y mamá García repartiéndolo a todos como buenos hermanos. A Francisco le costaba tragar el bocado de carne teniendo el importuno pene endurecido y tratando de disimularlo, sin que nadie se diera cuenta de su pecado. Y hablaba mirando a los ojos para que no los bajaran y descubrieran su secreto de ahora, empezaba a ser hombre. Pero como no lo era se divertía enseguida con todas las ocurrencias y disputas infantiles, bajo la pacífica atención de mamá García que, para seguir con su dedicación, llevó un libro y lo leía tal estuviera en su salita, al lado de su gran radio. Leyó bajo las sombras palpitantes, con el airecillo fresco de la Sierra. Los niños deben respirar el aire puro, se decía, en contacto con la Naturaleza, como dicen todos los hombres cultos.
La vuelta no fue tan deslumbrante. Ni el precipicio pareció tan alto o tan bajo como al principio ni les dio miedo que el tranvía pasara de puntillas por el puente de hierro, seguramente ideado por un discípulo de Eiffel. En el pueblo compraron dulces mantecados, espolvoreados de azúcar, para la merienda. Como Francisco no era hijo pensó que a él le había dado menos que a los otros mamá García, Era mentira, a todos les dio pocos. Educada en un colegio bien, la comida debe dejar algo de apetito, atiborrarse es de mala educación.
Sabían que habría luego otra excursión al mismo sitio con mamá García, entre pinos y jarales, bajo las sombras del río, aspirando unos aires tan puros que arrebataban, la ilusión de las buenas gentes que se conforman con poco. O con mucho.
José María Torres Morenilla
Iniciado: Madrid, febrero 9, 2011
Último agregado: Madrid, octubre 28, 2024
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